El contrato social
El contrato social
Xxxx-Xxxxxxx Xxxxxxxx
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(1712-1778)
EL CONTRATO SOCIAL
Xxxx Xxxxxxx Xxxxxxxx
Índice
Libro Primero 3
Capítulo I. Asunto de este libro primero 4
Capítulo II. De las primeras sociedades 5
Capítulo III. Del derecho del más fuerte 8
Capítulo IV. De la esclavitud 10
Capítulo V.Que es preciso retroceder siempre hasta
una primera convención 16
Capítulo VI. Del pacto social 18
Capítulo VII. Xxx xxxxxxxx 22
Capítulo VIII. Del estado civil 25
Capítulo IX. Del dominio real 27
Libro II 31
Capítulo I. Que la soberanía es inajenable 31
Capítulo II. Que la soberanía es indivisible 33
Capítulo III. Si la voluntad general puede errar 36
Capítulo IV. De los límites del poder soberano 38
Capítulo V. Del derecho de vida y de muerte 43
Capítulo VI. De la ley 46
Capítulo VII. Del legislador 51
Capítulo VIII. Del pueblo 57
Capítulo IX. Continuación 60
Capítulo X. Continuación 64
Capítulo XI. De los diferentes sistemas de legislación 68
CapítuloXII. División de las leyes 72
Libro III 74
Capítulo I. Del gobierno en general 74
Capítulo II. Del principio que constituye las diferentes formas de gobierno 82 Capítulo III. División de los gobiernos 86
Capítulo IV. De la democracia 88
Capítulo V. De la aristocracia 91
Capítulo VI. De la monarquía 95
Capítulo VII. De los gobiernos mixtos 103
Capítulo VIII. Que la misma forma de gobierno no conviene
a todos los países 105
Capítulo IX. De las señales de un buen gobierno 112
Capítulo X. Del abuso del gobierno y de su propensión a degenerar 114
Capítulo XI. De la muerte del cuerpo político 119
Capítulo XII. Como se sostiene la xxxxxxxxx xxxxxxxx 000
Capítulo XIII. Continuación 123
Capítulo XIV. Continuación 126
Capítulo XV. De los diputados o representantes 128
Capítulo XVI. Que la institución del gobierno no es un contrato 134
Capítulo XVII. De la institución del gobierno 136
Capítulo XVIII. Medio para prevenir las usurpaciones del gobierno 138
Libro IV 141
Capítulo I. Que la voluntad general es indestructible 141
Capítulo II. De los votos 144
Capítulo III. De las elecciones 149
Capítulo IV. De los comicios romanos 152
Capítulo V. Del tribunado 167
Capítulo VI. De la dictadura 170
Capítulo VII. De la censura 175
Capítulo VIII. De la religión civil 178
Capítulo IX. Conclusión 193
Libro Primero
Me he propuesto investigar si existe dentro del orden civil alguna regla de administración legítima y segura, considerando los hombres como son y las leyes como pueden ser. En este examen procuraré unir siempre lo que permite el derecho con lo que dicta el interés, a fin de que no estén separadas la utilidad y la justicia.
Empiezo a desempeñar mi objeto sin probar la importancia de semejante asunto. Se me preguntara si soy acaso príncipe o legislador para escribir sobre política. Contestaré que no, y que este es el motivo porque escribo sobre este punto. Si fuese príncipe o legislador, no perdería el tiempo en decir lo que es conveniente hacer: lo haría o callaría.
Siendo por nacimiento ciudadano4 de un Estado libre y miembro xxx xxxxxxxx, por poca influencia que mi voz pueda tener en los negocios públicos me basta el derecho que tengo de votar para imponerme el deber de enterarme de ellos: ¡mil veces dichoso, pues siempre que medito sobre los gobiernos, hallo en mis investigaciones nuevos motivos para amar el de mi país!
Capítulo I
Asunto de este libro primero
El hombre ha nacido libre, y en todas partes se halla entre cadenas. Créese alguno señor de los demás sin dejar por esto de ser igualmente esclavo. ¿Cómo ha tenido efecto este cambio? Lo ignoro. ¿Qué cosas pueden legitimarla? Me parece que podré resolver esta cuestión.
Si no considero más que la fuerza y sus efectos, diré: cuando un pueblo se ve forzado a obedecer, hace bien si obedece; pero tan pronto como puede sacudirse el yugo, si lo sacude, obra mucho mejor; pues recobrando su libertad por el mismo derecho con que se la han quitado, o tiene motivos para recuperarla, o no tenían ninguno para privarle de ella los que tal hicieron. Pero el orden social es un derecho sagrado que sirve de base a todos los demás. Este derecho, sin embargo, no viene de la naturaleza; luego se funda en convenciones. Tratase pues de saber que convenciones son éstas. Más antes de llegar a este punto, es necesario que funde lo que acabo de enunciar.
Capítulo II
De las primeras sociedades
La sociedad más antigua de todas, y la única natural, es la de la familia; y en esta sociedad, los hijos sólo dependen del padre el tiempo necesario para su conservación. Desde el momento en que cesa esta necesidad, el vínculo natural se disuelve. Los hijos, libres de la obediencia que debían al padre, y el padre, exento de los cuidados que debía a los hijos, recobran igualmente su independencia. Si continúan unidos, ya no es naturalmente, sino por su voluntad; y la familia misma no se mantiene sino por convención.
Esta libertad común es una consecuencia de la naturaleza del hombre. Su principal deber es velar por su propia conservación, sus principales cuidados los que se debe a sí mismo; llegado a la edad de la razón, siendo el juez de los medios propios para conservarse, se convierte en su propio dueño.
Es pues la familia, si así se quiere, el primer modelo de las sociedades políticas: el jefe es la imagen del padre, y el pueblo es la imagen de los hijos; y habiendo nacido todos iguales y libres, sólo enajenan su libertad por cierta utilidad. Toda la diferencia consiste en que en una familia, el amor del padre hacia sus hijos le recompensa el cuidado que de ellos ha tenido; y en el Estado, el gusto de mandar suple el amor que el jefe no tiene a sus pueblos.
Xxxxxx niega que todo poder humano se haya establecido en favor de los gobernados, y pone por ejemplo la esclavitud. La manera de razonar, que más constantemente usa, es que establece el hecho como fuente del derecho1. Bien podría emplearse un método más consecuente, pero no se hallaría uno que fuese más favorable a los tiranos.
Según Xxxxxx resulta dudoso, si el género humano pertenece a un centenar de hombres, o si este centenar de hombres pertenecen al género humano; y según se deduce de su libro, él se inclina a lo primero: del mismo parecer es Xxxxxx. Así el género humano resulta dividido en rebaños, cada uno con su jefe, que le guarda para devorarle.
Así como un pastor de ganado es de una naturaleza superior a la de su rebaño, así también los pastores de hombres, que son sus jefes, son de una naturaleza superior a la de sus pueblos. Así razonaba con Xxxxx, el emperador Xxxxxxxx, concluyendo de esta analogía que los xxxxx eran dioses, o que los pueblos eran bestias.
Este argumento de Xxxxxxxx corresponde al xx Xxxxxx y al xx Xxxxxx. Xxxxxxxxxxx había dicho, antes que ellos, que los hombres no son naturalmente iguales, sino que los unos nacen para la esclavitud y los otros para la dominación.
1 “Las sabias investigaciones sobre el derecho público, no son otra cosa que la historia de los antiguos abusos; y los que se han tomado el trabajo de estudiarla demasiado, se han encalabrinado fuera de propósito”. (Tratado de los intereses de la Francia con sus vecinos, por el xxxxxxx xx Xxxxxxxx, impreso por Xxx, en Amsterdam). He aquí cabalmente lo que ha hecho Xxxxxx.
No dejaba de tener razón; pero tomaba el efecto por la causa. Todo hombre nacido en la esclavitud, nace para la esclavitud; nada más cierto. Viviendo entre cadenas los esclavos lo pierden todo, hasta el deseo de librarse de ellas; quieren su servidumbre como los compañeros xx Xxxxxx querían su brutalidad. Luego si hay esclavos por naturaleza, es porque ha habido esclavos contra naturaleza. La fuerza ha hecho los primeros esclavos, su vileza los ha perpetuado.
Nada he dicho del xxx Xxxx ni del xxxxxxxxx Xxx, padre de los tres grandes monarcas que se dividieron el Universo, como hicieron los hijos xx Xxxxxxx, a quienes se ha creído reconocer en ellos. Espero que se me tenga a bien esta moderación; pues descendiendo directamente de unos de estos príncipes, y quizás de la rama primogénita, ¿quién sabe si hecha la comprobación de los títulos, me encontraría legítimo rey del género humano? Sea lo que fuere, no se puede dejar de confesar que Xxxx fue soberano del mundo, como Xxxxxxxx de su isla, mientras que le habitó solo; y lo que tenía de cómodo su imperio era que seguro sobre su trono, no tenía que temer ni rebeliones, ni guerras, ni conspiraciones.
Capítulo III
Del derecho del más fuerte
El más fuerte nunca lo es bastante para dominar siempre, si no transforma su fuerza en derecho y la obediencia en deber. De aquí viene el derecho del más fuerte; derecho que al parecer se toma irónicamente, pero que en la realidad se ha erigido en principio. ¿Habrá empero quién nos explique qué significa esta palabra? La fuerza sólo es un poder físico; y no puedo pensar que moralidad pueda resultar de sus efectos. Ceder a la fuerza es un acto de necesidad y no de voluntad; cuando más es un acto de prudencia. ¿En qué sentido pues se considerara como derecho?
Aceptemos por un momento este pretendido derecho. Resultará de seguro una confusión inexplicable; pues si admitimos que la fuerza es la que constituye el derecho, el efecto cambia de lugar con la causa, pues cualquier fuerza que supere a la anterior cambiará el derecho. Luego que impunemente se puede desobedecer, se hace legítimamente: y puesto que el más fuerte tiene siempre la razón, sólo se trata de que uno procure serlo. Según esto, ¿qué es un derecho que se deja de serlo cuando la fuerza cesa? Si se ha de obedecer por fuerza, no es necesario obedecer por deber; pues cuando la fuerza a uno no le hace obedecer, tampoco existe el obedecer por deber. Se ve pues que esta palabra derecho nada añade a la fuerza, ni tiene aquí significación alguna.
Obedeced al poder. Si esto quiere decir, ceded a la fuerza, el precepto es bueno, aunque del todo inútil; yo fiador que no será violado jamás. Reconozco que todo poder viene de Dios, también vienen de él las enfermedades; ¿se dice por esto que esté prohibido llamar al médico? Si un bandido me sorprende en medio xxx xxxxxx, ¿se pretenderá que no sólo le dé por fuerza mi bolsillo, sino que, aun cuando pueda ocultarlo y quedarme con él, esté obligado en conciencia a dárselo? pues al cabo la pistola que el ladrón tiene en la mano no deja de ser también un poder.
Convengamos pues en que la fuerza no constituye derecho, y en que sólo hay obligación de obedecer a los poderes legítimos. De este modo volvemos siempre a mi primera cuestión.
Capítulo IV De la esclavitud
Ya que por naturaleza nadie tiene autoridad sobre sus semejantes y puesto que la fuerza no produce ningún derecho, sólo quedan las convenciones como base de toda autoridad legítima entre los hombres.
“Si un particular —dice Xxxxxx— puede enajenar su libertad y hacerse esclavo de un dueño, ¿por qué todo un pueblo no ha de poder enajenar la suya y hacerse súbdito de un rey?” Hay en esta pregunta muchas palabras equívocas que necesitarían explicación; pero detengámonos a la palabra enajenar. Enajenar es dar o vender. Ahora bien, un hombre que se hace esclavo de otro, no se da a éste, sino que se vende para atender su subsistencia; pero, ¿con qué objeto un pueblo se vendería a un rey? Xxxxx éste de procurar la subsistencia a sus súbditos, saca la suya de ellos y, según Xxxxxxxx, no es poco lo que un rey necesita para vivir. ¿Será que los súbditos den su persona con condición de que se les quiten sus bienes? ¿Qué les quedará después por conservar?
Se dirá que el déspota asegura a sus súbditos la tranquilidad civil. Bien está; pero ¿que ganan los súbditos, si las guerras que su ambición ocasiona, si su insaciable codicia y si las vejaciones de su ministerio, les causan más desastres de los que experimentarían abandonados a sus disensiones? ¿Qué ganan en esto, si la misma tranquilidad es una de sus desdichas?
También hay tranquilidad en los calabozos: ¿es esto bastante para hacer su mansión agradable? Tranquilos vivían los griegos encerrados en la caverna del Cíclope aguardando que les llegara la vez para ser devorados.
Decir que un hombre se da gratuitamente es afirmar un absurdo e incomprensible; un acto de esta naturaleza es ilegítimo y nulo por el sólo motivo de que el quien lo hace no está en su cabal sentido. Decir lo mismo de todo un pueblo, es suponer un pueblo de locos: la locura no constituye derecho.
Aun cuando el hombre pudiese enajenarse a sí mismo, no puede enajenar a sus hijos, nacidos para ser hombres y libres; su libertad les pertenece; nadie más puede disponer de ella. Antes que tengan uso de razón, puede el padre, en nombre de los hijos, estipular aquellas condiciones que tenga por fin la conservación y bienestar de los mismos; pero no darlos irrevocablemente y sin condiciones, pues semejante donación es contraria a los fines de la naturaleza y traspasa los límites de los derechos paternos. Luego para que un gobierno arbitrario fuese legítimo, sería preciso que el pueblo fuese en cada generación dueño de admitirle o de desecharle a su antojo; más entonces este gobierno ya dejaría de ser arbitrario.
Renunciar a la libertad es renunciar a la calidad de hombre, a los derechos de la humanidad y a sus mismos deberes. No hay compensación posible para el que renuncia a todo. Xxxxxxxxx renuncia es incompatible con la naturaleza del hombre; despojarse de la libertad equivale a despojarse del ser moral. Por último, es una convención vana y contradictoria estipular,
de una parte, una autoridad absoluta, y por la otra, una obediencia sin límites. ¿No es evidente que a nada se siente uno obligado con respecto aquel a quién puede exigírsele todo? Y ésta sola condición sin equivalente, sin cambio, ¿no lleva consigo la nulidad del acto? Porque, ¿qué derecho tendrá contra mí un esclavo mío, siendo así que todo lo que tiene me pertenece, y que siendo mío su derecho, este derecho mío contra mí mismo es una palabra que carece de sentido?
Xxxxxx y los demás deducen de la guerra otro origen del pretendido derecho de esclavitud. Según ellos, teniendo el vencedor el derecho de matar al vencido, puede éste rescatar su xxxx x xxxxx de su libertad; convención tanto más legítima cuanto se convierte en utilidad de ambos.
Pero es evidente que este pretendido derecho de matar al vencido de ningún modo proviene del estado xx xxxxxx. Por cuanto los hombres, viviendo en su primitiva independencia, no tenían entre sí una relación bastante continua para constituir ni el estado xx xxx, ni el estado xx xxxxxx, por tanto no eran enemigos por naturaleza.
La relación de las cosas y no la de los hombres es la que constituye la guerra; y no pudiendo nacer este estado de simples relaciones personales, sino de relaciones reales, la guerra de particulares o de hombre a hombre no puede existir, ni en el estado natural, en el cual no hay propiedad constante, ni en el estado social, en el cual todo está bajo la autoridad de las leyes.
Los combates particulares, los desafíos, las luchas son actos, que no constituyen un estado: y por lo que mira a las guerras entre particulares, autorizadas por las instituciones xx Xxxx XX, xxx xx Xxxxxxx, y suspendidas por la xxx xx Xxxx, no son sino abusos del gobierno feudal, sistema absurdo como el que más, contrario a los principios del derecho natural y a toda buena política. Luego la guerra no es una relación de hombre a hombre, sino de Estado a Estado, en la cual los particulares son enemigos sólo accidentalmente, no como a hombres ni como a ciudadanos2, sino como a soldados: no como a miembros de la patria, sino como a sus defensores. Por último, un Estado sólo puede tener por enemigo a otro Estado, y no a los hombres, en atención a que entre cosas de diversa naturaleza no puede establecerse ninguna verdadera relación.
2 “Los romanos, que han entendido y respetado este derecho de la guerra más que todas las naciones del mundo, llevaban la escrupulosidad sobre el particular hasta el punto de estar prohibido a los ciudadanos el servir como voluntarios sin haberse obligado a servir contra el enemigo, y señaladamente contra tal enemigo. Habiendo sido reformada una legión, en la que el hijo xx Xxxxx empezaba su carrera militar al mando xx Xxxxxxxx. Xxxxx padre escribió a éste que si quería que su hijo continuase sirviendo bajo sus órdenes, debía hacerle prestar un nuevo juramento militar, porque estando anulado el primero, no podía continuar haciendo armas contra el enemigo. El mismo Xxxxx escribió también a su hijo que no se atreviese a presentarse en los combates sin haber prestado el nuevo juramento. Bien sé que pueden oponerme el sitio de Clusium y algunos otros hechos particulares: pero yo no cito solamente hechos, sino leyes y costumbres. Los romanos son los que menos han violado sus leyes, y sólo ellos las han tenido tan hermosas”.
No es menos este principio conforme con las máximas establecidas en todos los tiempos y con la práctica constante de todos los pueblos cultos. Una declaración xx xxxxxx no es tanto una advertencia a las potencias, como a sus súbditos. El extranjero, bien sea rey, bien sea particular, bien sea pueblo, que roba, mata o prende a un súbdito sin declarar la guerra al príncipe, no es un enemigo; es un salteador. Hasta en medio de la guerra, el príncipe que es justo se apodera en país enemigo de todo lo perteneciente al público; pero respeta la persona y los bienes de los particulares; respeta unos derechos, sobre los cuales se fundan los suyos. Siendo el fin de la guerra la destrucción del Estado enemigo, existe el derecho de matar a sus defensores mientras que tienen las armas en la mano; pero luego que las dejan y se rinden, dejando de ser enemigos o instrumentos del enemigo, vuelven de nuevo a ser solamente hombres; cesa pues entonces el derecho de quitarles la vida. A veces se puede acabar con un Estado sin matar a uno sólo de sus miembros, y la guerra no da ningún derecho que no sea indispensable para su fin. Estos principios no son los xx Xxxxxx, no se apoyan en autoridades de poetas sino que derivan de la naturaleza de las cosas y se fundan en la razón.
En cuanto al derecho de conquista, no tiene más fundamento que el derecho del más fuerte. Si la guerra no da al vencedor el derecho de degollar a los pueblos vencidos; este derecho, que no tiene, no puede establecer el de esclavizarlos. No hay derecho para matar al enemigo más que en el caso de no poderle hacer esclavo: luego el derecho de hacerle esclavo no viene del derecho de matarle; luego es un cambio inicuo hacerle
comprar x xxxxx de su libertad una vida sobre la cual nadie tiene derecho. Fundar el derecho de vida y de muerte en el derecho de esclavitud y el derecho de esclavitud en el de vida y de muerte, ¿no es caer en un círculo vicioso?
Aun suponiendo el terrible derecho de matarlo todo, un hombre hecho esclavo en la guerra o un pueblo conquistado, sólo está obligado a obedecer a su señor mientras que éste pueda precisarle a ello a la fuerza. Tomando un equivalente a su vida, el vencedor no le ha hecho merced de ella; en vez de matarle sin ningún fruto, le ha matado útilmente. Lejos pues de haber adquirido sobre él alguna autoridad unida a la fuerza, el estado xx xxxxxx subsiste entre los dos como antes, la relación misma que hay entre los dos es un efecto de este estado; y el uso del derecho de la guerra no supone ningún tratado xx xxx. Han hecho una convención, está bien; pero esta convención, lejos de destruir el estado xx xxxxxx supone que continúa.
Así pues, de cualquier modo que las cosas se consideren, el derecho de esclavitud es nulo, no sólo porque es ilegítimo, sino que también porque es absurdo y porque nada significa. Las dos palabras esclavitud y derecho son contradictorias y se excluyen mutuamente. Bien sea de hombre a hombre, bien sea de hombre a pueblo, siempre será igualmente descabellado este discurso: hago contigo una convención, cuyo gravamen es todo tuyo, y mío todo el provecho; convención, que observaré mientras me diere la gana y que tú observarás mientras me diere la gana.
Capítulo V
Que es preciso retroceder siempre hasta una primera convención
Aun cuando diésemos por sentado cuanto he refutado hasta aquí, no por eso estarían más adelantados los factores del despotismo. Siempre habrá una diferencia, no pequeña, entre sujetar una muchedumbre y gobernar una sociedad. Si muchos hombres dispersos se someten sucesivamente a uno solo; por numerosos que sean, sólo veo en ellos a un dueño y a sus esclavos, y no a un pueblo y a su jefe: será, si así se quiere, una agregación, pero no una asociación; no hay allí bien público ni cuerpo político. Por más que este hombre sujete a la mitad del mundo, nunca pasa de ser un particular; su interés, separado del de los demás, siempre es un interés privado. Si llega a perecer, su imperio queda después de su muerte diseminado y sin vínculo que lo conserve, a la manera con que una encina se deshace y se reduce a un montón de cenizas después que el fuego la ha consumido.
Un pueblo, dice Xxxxxx, puede darse a un rey: luego, según él mismo, un pueblo es pueblo antes de darse a un rey. Esta misma donación es un acto civil, que supone una deliberación pública: antes pues de examinar el acto por el cual un pueblo elije un rey, sería conveniente examinar el acto por el cual un pueblo es pueblo; pues siendo este acto por necesidad anterior al otro, es el verdadero fundamento de la sociedad.
En efecto, si no existiese una convención anterior, ¿por qué motivo, a menos de ser la elección unánime, tendría obligación la minoría de sujetarse al elegido por la mayoría? Y ¿por qué razón, ciento que quieren tener un señor, tienen el derecho de votar por diez que no quieren ninguno? La misma ley de la pluralidad de votos se halla establecida por convención y supone, una vez a lo menos, la unanimidad.
Capítulo VI Del pacto social
Supongamos que los hombres han llegado a un punto tal, que los obstáculos, que dañan a su conservación en el estado natural, superen las fuerzas que cada individuo puede emplear. En tal caso, su primitivo estado de naturaleza no puede durar más tiempo, y perecería el género humano si no variase su modo de existir.
Mas como los hombres no pueden crear por sí solos nuevas fuerzas, sino unir y dirigir las que ya existen, sólo les queda un medio para conservarse, y consiste en formar por agregación una suma de fuerzas capaz de vencer la resistencia, poner en movimiento estas fuerzas por medio de un sólo móvil y hacerlas obrar de acuerdo.
Esta suma de fuerzas sólo puede nacer del concurso de muchas separadas; pero como la fuerza y la libertad de cada individuo son los principales instrumentos de su conservación, ¿qué medio encontrará para obligarlas sin perjudicarse y sin olvidar los cuidados que se debe a sí mismo? Esta dificultad, reducida a mi objeto, puede expresarse en estos términos: “Encontrar una forma de asociación capaz de defender y proteger con toda la fuerza común la persona y los bienes de cada uno de los asociados, pero de modo que cada uno de éstos, uniéndose a todos, sólo obedezca a sí mismo, y quede tan libre como antes”.
Este es el problema fundamental, cuya solución se encuentra en el contrato social.
Las cláusulas de este contrato están determinadas por la naturaleza del acto de tal suerte, que la menor modificación las haría vanas y sin ningún efecto, de modo que aun cuando quizás nunca han sido expresadas formalmente, en todas partes son las mismas, en todas están tácitamente admitidas y reconocidas, hasta que, por la violación del pacto social, recobre cada cual sus primitivos derechos y su natural libertad, perdiendo la libertad convencional por la cual renunciará a aquella.
Todas estas cláusulas bien entendidas se reducen a una sola, a saber: la enajenación total de cada asociado con todos sus derechos hecha a favor del común: porque en primer lugar, dándose cada uno en todas sus partes, la condición es la misma para todos; siendo la condición igual para todos, nadie tiene interés en hacerla onerosa a los demás.
Además, haciendo cada cual la enajenación sin reservarse nada; la unión es tan perfecta como puede serlo, sin que ningún socio pueda reclamar; pues si quedasen algunos derechos a los particulares, como no existiría un superior común que pudiese fallar entre ellos y el público, siendo cada uno su propio juez en algún punto, bien pronto pretendería serlo en todos; subsistiría el estado de la naturaleza, y la asociación llegaría a ser precisamente tiránica o inútil.
En fin, dándose cada cual a todos, no se da a nadie en particular; y como no hay socio alguno sobre quien no se
adquiera el mismo derecho que uno le cede sobre sí, se gana en este cambio el equivalente de todo lo que uno pierde, y una fuerza mayor para conservar lo que uno tiene.
Si quitamos pues del pacto social lo que no es de su esencia, veremos que se reduce a estos términos: Cada uno de nosotros pone en común su persona y todo su poder bajo la suprema dirección de la voluntad general; recibiendo también a cada miembro como parte indivisible del todo.
En el mismo momento, en vez de la persona particular de cada contratante, este acto de asociación produce un cuerpo moral y colectivo, compuesto de tantos miembros como voces tiene la asamblea; cuyo cuerpo recibe del mismo acto su unidad, su ser común, su vida y su voluntad. Esta persona pública que de este modo es un producto de la unión de todas las otras, tomaba antiguamente el nombre de Ciudad3, y ahora el de República o de
3 El verdadero sentido de esta palabra casi no es conocido entre los modernos, la mayor parte de los cuales creen que civitas no es sino una ciudad y que un ciudadano no es más que un vecino de ella. Ignoran que las casas hacen una ciudad; pero que sólo los ciudadanos constituyen lo que se llama civitas. El mismo error costó muy caro en otro tiempo a los cartagineses. En ninguna parte he leído que se haya dado el título xx xxxxx a los súbditos de ningún príncipe, ni aun antiguamente a los mismos macedonios, ni en nuestros tiempos a los ingleses, aunque más cercanos a la libertad que ningún otro pueblo. Sólo los franceses usan familiarmente del nombre de ciudadano, porque no tienen de él una verdadera idea, como se puede ver en sus diccionarios; pues sin esto caerían, usurpándole, en el crimen de lesa majestad: este nombre explica entre ellos una virtud, y no un derecho. Cuando Xxxxx quiso hablar de los ciudadanos y vecinos xx Xxxxxxx, cometió
cuerpo político, al cual sus miembros llaman Estado cuando es pasivo, soberano cuando es activo, y potencia comparándole con sus semejantes. Por lo que mira a los asociados, toman colectivamente el nombre de pueblo y en particular se llaman ciudadanos, como partícipes de la autoridad soberana, y súbditos, como sometidos a las leyes del Estado. Pero estas voces se confunden a menudo y se toma22 la una por la otra; basta que sepamos distinguirlas cuando se usan en toda su precisión.
una equivocación muy grave tomando a los unos por los otros. No hizo lo mismo d'Xxxxxxxx en su artículo titulado “Ginebra”, antes distinguió muy bien las cuatro clases de hombres (y aun cinco, contando a los simples extranjeros) que hay en nuestra ciudad; de las cuales sólo dos componen la república. Ningún otro autor francés, a lo menos que yo sepa, ha comprendido el verdadero sentido de la palabra ciudadano.
Capítulo VII Xxx xxxxxxxx
Por esta fórmula se ve que el acto de asociación encierra una obligación recíproca del público para con los particulares, y que cada individuo, contratando, por decirlo así, consigo mismo está obligado bajo dos respectos, a saber, como miembro xxx xxxxxxxx hacia los particulares, y como miembro del Estado hacia el soberano. Sin que pueda tener aquí aplicación la máxima del derecho civil de que nadie está obligado a cumplir lo que se ha prometido a sí mismo; pues hay mucha diferencia entre obligarse uno hacia sí mismo y obligarse hacia un todo del cual uno forma parte.
También debe advertirse que la deliberación pública, que puede obligar a todos los súbditos hacia el soberano, a causa de los diversos respectos bajo los cuales cada uno de ellos es considerado, no puede, por la razón contraria, obligar al soberano hacia sí mismo, y que por consiguiente es contra la naturaleza del cuerpo político que el soberano se imponga una ley que no pueda infringir. No pudiendo ser considerado sino bajo una sola relación, es como el caso de un particular que contrata consigo mismo: por lo tanto se ve claramente que no hay ni puede haber especie alguna xx xxx fundamental obligatoria para el cuerpo del pueblo, ni aun el mismo contrato social. No quiere decir esto que semejante cuerpo político no se pueda obligar hacia otro diferente en aquellas cosas que no derogan el contrato; pues con respecto al extranjero, no es más que un ser simple, un individuo.
Pero el cuerpo político o el soberano, que reciben su ser de la legitimidad del contrato, jamás pueden obligarse, ni aun con respecto a otro, a cosa alguna que derogue este primitivo acto, como sería enajenar alguna porción de sí mismo, o someterse a otro soberano. Violar el acto en virtud del cual existe sería anonadarse; y la nada no produce ningún efecto.
Desde el instante en que esta muchedumbre se halla reunida en un cuerpo, no es posible agraviar a uno de sus miembros sin atacar el cuerpo, ni mucho menos agraviar a éste sin que los miembros se resientan. De este modo el deber y el interés obligan por igual a las dos partes contratantes a ayudarse mutuamente, y los hombres mismos deben procurar reunir bajo este doble aspecto todas las ventajas que produce.
Componiéndose, pues, el cuerpo soberano de los particulares, no tiene ni puede tener algún interés contrario al de éstos; por consiguiente el poder soberano no tiene necesidad de ofrecer garantías a los súbditos, porque es imposible que el cuerpo quiera perjudicar a sus miembros, y más adelante veremos que tampoco puede dañar a nadie en particular. El soberano, en el mero hecho de existir, es siempre todo lo que debe ser.
Mas no puede decirse lo mismo de los súbditos con respecto al soberano, a quien, no obstante el interés común, nadie respondería de los empeños contraídos por aquellos, si no encontrase los medios de estar seguro de su fidelidad.
En efecto, puede cada individuo, como hombre, tener una voluntad particular contraria o diferente de la voluntad general que como ciudadano tiene; su interés particular puede hablarle
muy al revés del interés común; su existencia aislada y naturalmente independiente puede hacerle mirar lo que debe a la causa pública como una contribución gratuita, cuya pérdida sería menos perjudicial a los demás de lo que le es onerosa su prestación; y considerando la persona moral que constituye el Estado como un ente de razón, por lo mismo que no es un hombre, disfrutaría así de los derechos de ciudadano sin cumplir con los deberes de súbdito; injusticia, que sí progresase, causaría la ruina del cuerpo político.
A fin pues de que el pacto social no sea una fórmula inútil, encierra tácitamente el compromiso, que por sí sólo puede dar fuerza a las demás, de que al que reúse obedecer a la voluntad general, se le obligará a ello por todo el cuerpo: lo que no significa nada más sino que se le obligará a ser libre; pues ésta y no otra es la condición por la cual, entregándose cada ciudadano a su patria, se libra de toda dependencia personal; condición que produce el artificio y el juego de la máquina política, y que es la única que legitima las obligaciones civiles; las cuales sin esto, serían absurdas, tiránicas y sujetas a los más enormes abusos.
Capítulo VIII Del Estado civil
Este tránsito del estado de naturaleza al estado civil produce en el hombre un cambio muy notable, sustituyendo en su conducta la justicia al instinto y dando a sus acciones la moralidad que antes les faltaba. Sólo entonces es cuando sucediendo la voz del deber al impulso físico y el derecho al apetito, el hombre que hasta aquel momento sólo tenía en cuenta su persona, se ve precisado a obrar según otros principios y a consultar con su razón antes de escuchar sus inclinaciones. Aunque en este estado se xxxxx xxxxxxx de muchas ventajas que le da la naturaleza, adquiere por otro lado algunas tan grandes: sus facultades se ejercen y se desarrollan, sus ideas se ensanchan, se ennoblecen sus sentimientos, toda su alma se eleva hasta tal punto, que si los abusos de esta nueva condición no le degradasen a menudo haciéndola inferior a aquella de que saliera, debería bendecir sin cesar el dichoso instante en que la abrazó para siempre, y en que de un animal estúpido y limitado que era, se hizo un ser inteligente y un hombre.
Reduzcamos toda esta balanza a términos fáciles de comparar. Lo que el hombre pierde por el contrato social, es su libertad natural y un derecho ilimitado a todo lo que intenta y que puede alcanzar; lo que gana, es la libertad civil y la propiedad de todo lo que posee. Para no engañarse en estas compensaciones se ha de distinguir la libertad natural, que no
reconoce más límites que las fuerzas del individuo, de la libertad civil que se halla limitada por la voluntad general; y la posesión, pue es sólo el efecto de la fuerza, o sea, el derecho del primer ocupante, de la propiedad, que no se puede fundar sino en un título positivo.
Además de todo esto, se podría añadir a la adquisición del estado civil la libertad moral, que es la única que hace al hombre verdaderamente dueño de sí mismo; pues el impulso del apetito es esclavitud, y la obediencia a la ley que uno se ha impuesto es libertad. Pero demasiado he hablado sobre este artículo, y el sentido filosófico de la palabra libertad no pertenece al objeto que me he propuesto.
Capítulo IX Del dominio real
En el mismo momento en que se forma el cuerpo político, cada uno de sus miembros se da a él, tal como a la sazón se encuentra: da pues al común tanto su persona, como todas sus fuerzas, de las cuales son parte los bienes que posee. No quiere decir esto que por semejante acto la posesión mude de naturaleza pasando a otras manos, y se convierta en propiedad en las xxx xxxxxxxx; sino que como las fuerzas del cuerpo político son sin comparación mayores que las de un particular, la posesión pública es también de hecho más fuerte y más irrevocable, sin ser más legítima, a lo menos con respecto a los extranjeros; pues el Estado, con respecto a sus miembros, es dueño de todos los bienes de estos por el contrato social, que sirve en el Estado de base a todos los derechos; pero con respecto a las demás potencias sólo lo es por el derecho del primer ocupante, que recibe de los particulares.
El derecho del primer ocupante, aunque más real que el del más fuerte, no llega a ser un verdadero derecho sino después de establecido el de propiedad. Cualquier hombre tiene naturalmente derecho a todo lo que necesita; pero el acto positivo que le hace propietario de algunos bienes, le excluye de todo el resto. Hecha ya su parte, debe limitarse a ella y no le queda ningún derecho contra el común. He aquí porque el derecho del primer ocupante, tan débil en el estado natural, es tan respetable para todo hombre civil. Acatando este derecho
no tanto respetamos lo que es de otros, como lo que no es nuestro.
Generalmente hablando, para autorizar el derecho del primer ocupante sobre un terreno cualquiera, se necesitan las condiciones siguientes: primeramente, que nadie le habite aún; en segundo lugar, que se ocupe tan sólo la cantidad necesaria para subsistir; y en tercer lugar, que se tome posesión de él, no por medio de una vana ceremonia, sino con el trabajo y el cultivo, únicas señales de propiedad, que a falta de títulos jurídicos deben ser respetadas de los demás.
En efecto, conceder a la necesidad y al trabajo el derecho del primer ocupante, ¿no es darle toda la extensión posible? ¿Acaso no se han de poner límites a este derecho? ¿Bastará entrar en un terreno común para pretender desde luego su dominio?
¿Bastará tener la fuerza necesaria para arrojar de él por un momento a los demás hombres, para quitarles el derecho de volver allí? ¿Cómo puede un hombre o un pueblo apoderarse de una inmensa porción de terreno y privar de ella a todo el género humano sin cometer una usurpación digna de castigo, puesto que quita al resto de los hombres la morada y los alimentos que la naturaleza les da en común? Cuando Xxxxx Xxxxxx desde la xxxxx tomaba posesión del mar del Sud y de toda la América meridional en nombre de la xxxxxx xx Xxxxxxxx,
¿era esto bastante para desposeer a todos los habitantes y excluir a todos los príncipes del mundo? De este modo estas ceremonias se multiplicaban inútilmente; y S. M. Católica podía desde su gabinete tomar posesión de todo el universo, pero
quitando en seguida de su imperio lo que antes poseyesen los demás príncipes.
Se concibe fácilmente de qué modo las tierras de los particulares reunidas y contiguas se hacen territorio público; y de qué modo el derecho de soberanía, extendiéndose de los súbditos al terreno que ocupan, llega a ser a la vez real y personal, y esto pone a los poseedores en mayor dependencia y hasta hace que sus propias fuerzas sean garantes de su fidelidad; ventaja que al parecer no conocieron los antiguos monarcas, que llamándose tan sólo xxxxx de los Persas, de los Escitas, de los Macedonios, parecía que se consideraban más bien como jefes de los hombres que como dueños del país. Los actuales xxxxx se llaman con mayor habilidad xxxxx xx Xxxxxxx, de España, de Inglaterra, etc. Dueños por este medio del terreno, están seguros de serlo de los habitantes.
Lo que hay de singular en esta enajenación es que, aceptando el común los bienes de los particulares, está tan lejos de despojarlos de ellos que aún les asegura su legítima posesión, muda la usurpación en un verdadero derecho, y el goce en propiedad. Considerados entonces los poseedores como depositarios del bien público, siendo sus derechos respetados de todos los miembros del Estado, y sostenidos con todas las fuerzas de éste contra el extranjero por una cesión ventajosa para el público, y más ventajosa aun para los particulares, han adquirido, por decirlo así, todo lo que han dado; paradoja que se explica fácilmente distinguiendo los derechos que el soberano y el propietario tienen sobre una misma cosa, como se verá más adelante.
También puede suceder que empiecen a juntarse los hombres antes de poseer algo, y que apoderándose en seguida de un terreno suficiente para todos, disfruten de él en común, o se lo partan entre sí, ya sea igualmente, ya según la proporción que establezca el soberano. Pero de cualquiera manera que se haga esta adquisición, siempre el derecho que tiene cada particular sobre su propio fundo está subordinado al derecho que el común tiene sobre todos; sin lo cual no habría ni solidez en el vínculo social, ni fuerza real en el ejercicio de la soberanía.
Concluiré este capítulo y este libro con una observación que ha de servir de base a todo el sistema social; y es que en lugar de destruir la igualdad natural, el pacto fundamental sustituye al contrario una igualdad moral y legítima a la desigualdad física que la naturaleza pudo haber establecido entre los hombres, quienes pudiendo ser desiguales en fuerza o en talento, se hacen iguales por convención y por derecho4.
4 En un mal gobierno, esta igualdad sólo es aparente e ilusoria; sirve tan sólo para mantener al pobre en la miseria, y al rico en la usurpación. De hecho, la leyes siempre son útiles a los que poseen, y perjudiciales a los que nada tienen: de lo que se sigue que el Estado social sólo es ventajoso para los hombres cuando todos tienen algo, y cuando ninguno de ellos tiene demasiado.
Libro II
Capítulo I
Que la soberanía es inajenable
La primera y más importante consecuencia de los principios hasta aquí establecidos es que sólo la voluntad general puede dirigir las fuerzas del Estado según el fin de su institución, que es el bien común; pues si la oposición de los intereses particulares ha hecho necesario el establecimiento de las sociedades, la conformidad de estos mismos intereses le ha hecho posible. Lo que hay de común entre estos diferentes intereses es lo que forma el vínculo social; y si no hubiese algún punto en el que todos los intereses estuviesen conformes, ninguna sociedad podría existir: luego la sociedad debe ser gobernada únicamente conforme a este interés común.
Digo según esto, que no siendo la soberanía más que el ejercicio de la voluntad general nunca se puede enajenar; y que el soberano, que es un ente colectivo, sólo puede estar representado por sí mismo: el poder bien puede transmitirse, pero la voluntad no.
En efecto, si bien no es imposible que una voluntad particular convenga en algún punto con la voluntad general, lo es a lo menos que esta conformidad sea duradera y constante; pues la voluntad particular se inclina por su naturaleza a los privilegios, y la voluntad general a la igualdad. Todavía es más
imposible tener una garantía de esta conformidad, aun cuando hubiese de durar siempre; ni seria esto un efecto del arte, sino de la casualidad. Bien puede decir el Soberano: actualmente quiero lo que tal hombre quiere o al menos lo que dice querer; pero no puede decir: lo que este hombre querrá mañana, yo también lo querré: pues es muy absurdo que la voluntad se esclavice para lo venidero y no depende de ninguna voluntad el consentir en alguna cosa contraria al bien del mismo ser que quiere. Luego si el pueblo promete simplemente obedecer, por este mismo acto se disuelve y pierde su calidad de pueblo; apenas hay un señor, ya no hay soberano, y desde luego se halla destruido el cuerpo político.
No es esto decir que las órdenes de los jefes no puedan pasar por voluntades generales mientras que el soberano, libre de oponerse a ellas, no lo hace. En este caso el silencio universal hace presumir el consentimiento del pueblo. Pero esto ya se explicará con mayor detención.
Capítulo II
Que la soberanía es indivisible
Por la misma razón que la soberanía no se puede enajenar, tampoco se puede dividir; pues o la voluntad es general5, o no lo es: o es la voluntad de todo el pueblo, o tan sólo la de una parte. En el primer caso, la declaración de esta voluntad es un acto de soberanía, y hace ley: en el segundo, no es más que una voluntad particular, o un acto de magistratura y cuando más un decreto.
Mas no pudiendo nuestros políticos dividir la soberanía en su principio, la dividen en su objeto: divídenla en fuerza y en voluntad, en poder legislativo y en poder ejecutivo; en derecho de impuestos, de justicia y xx xxxxxx, en administración interior y en poder de tratar con el extranjero: tan pronto unen todas estas partes, como las separan. Hacen xxx xxxxxxxx un ser quimérico, formado de diversas partes reunidas, lo mismo que si formasen un hombre con varios cuerpos, de los cuales el uno tuviese ojos, el otro brazos, el otro pies, y nada más. Se cuenta que los charlatanes del Japón despedazan un niño en presencia de los espectadores, y arrojando después en el aire todos sus miembros, uno tras otro, hacen caer el niño vivo y unido enteramente. Como éstos son los juegos de manos de nuestros
5 Para que una voluntad sea general, no es siempre necesario que sea unánime, sino que se cuenten todos los votos; cualquier exclusión formal quita la generalidad.
políticos: después de haber desmembrado el cuerpo social, unen sus piezas sin que se sepa cómo, por medio de un prestigio digno de una feria.
Proviene este error de no haberse hecho una noción exacta de la autoridad soberana, y de haber considerado como partes de esta autoridad lo que sólo era una derivación de ella. Por ejemplo, se han mirado el acto de declarar la guerra y el de hacer la paz como actos de soberanía; lo que no es así, pues cada uno de estos actos no es una ley, sino una aplicación de ella; es un acto particular que aplica el caso de la ley, como se verá claramente cuando se fije la idea anexa a esta palabra.
Siguiendo de la misma manera las demás divisiones, hallaríamos que se engaña quien crea ver dividida la soberanía; que los derechos que considera ser partes de esta soberanía le están del todo subordinados, y que son solamente ejecutores de voluntades supremas, que por necesidad han de existir con anterioridad a ellos.
No es fácil decir cuánta oscuridad, esta falta de exactitud, ha producido en las decisiones de los autores en materias de derecho político, cuando han querido juzgar los derechos respectivos de los xxxxx y de los pueblos según los principios que habían establecido. Cualquiera puede ver, en los capítulos III y IV del libro primero xx Xxxxxx cuanto este sabio y su traductor Xxxxxxxxx se enredan y se embarazan con sus sofismas, por temor de hablar demasiado o de no decir lo bastante según sus miras, y de chocar con los intereses que habían de conciliar. Xxxxxx, refugiado en Francia, descontento
de su patria y con ánimo de hacer la corte x Xxxx XXXX, a quien dedicó el libro, no perdona medio para despojar a los pueblos de todos sus derechos y para revestir con ellos a los xxxxx con toda la habilidad posible. Lo mismo hubiera querido hacer Xxxxxxxxx, que dedicaba su traducción x Xxxxx X, rey de Inglaterra. Pero desgraciadamente la expulsión xx Xxxxxx XX, que él llama abdicación, le obligó a ser reservado, a buscar efugios y a tergiversar, para que no se dedujese de su obra que Xxxxxxxxx era un usurpador. Si estos dos escritores hubiesen adoptado los verdaderos principios, todas las dificultades hubieran desaparecido y no se les podría tachar de inconsecuentes; pero hubieran dicho simplemente la verdad sin adular más que al pueblo. La verdad empero no guía a la fortuna, y el pueblo no da embajadas, ni obispados, ni pensiones.
Capítulo III
Si la voluntad general puede errar
De lo dicho se infiere que la voluntad general siempre es recta, y siempre se dirige a la utilidad pública; pero de aquí no se sigue que las deliberaciones del pueblo tengan siempre la misma rectitud.
El pueblo quiero indefectiblemente su bien, pero no siempre lo comprende: jamás se corrompe al pueblo, pero a menudo se le engaña y sólo entonces parece querer lo malo.
Hay mucha diferencia entre la voluntad de todos y la voluntad general: ésta sólo mira al interés común; la otra mira al interés privado, siendo la suma de voluntades particulares, pero quítense de estas mismas voluntades el más y el menos, que se destruyen mutuamente, y quedará por suma de las diferencias la voluntad general6.
Sí, cuando el pueblo suficientemente informado delibera, los ciudadanos pudieran permanecer sin ninguna comunicación
6 “Cada interés —dice el xxxxxxx xx Xxxxxxxx— tiene principios diferentes. La unión de dos intereses particulares se forma por oposición al de un tercero”. Hubiera podido añadir que la unión de todos los intereses se forma por oposición al de cada uno. Si no hubiese intereses diferentes, apenas se dejaría sentir el interés común, que nunca hallaría obstáculo; todo marcharía por sí mismo, y la política dejaría de ser un arte.
entre ellos, del gran número de pequeñas diferencias resultaría siempre la voluntad general, y la deliberación sería siempre buena. Pero cuando se forman facciones y asociaciones parciales a expensas de la grande, la voluntad de cada asociación se hace general con respecto a sus miembros, y particular con respecto al Estado: se puede decir entonces que ya no hay tantos votos como hombres, sino tantos como asociaciones. Las diferencias son en menor número, y dan un resultado menos general. Finalmente, cuando una de estas asociaciones es tan grande que supera a todas las demás, ya no tenemos por resultado una suma de pequeñas diferencias, sino una diferencia única; desaparece la voluntad general y el parecer que impera es un parecer particular.
Conviene pues para obtener la expresión de la voluntad general, que no haya ninguna sociedad parcial en el Estado, y que cada ciudadano opine según él sólo piensa. Esta fue la única y sublime institución del gran Licurgo. Y en el caso de que haya sociedades parciales, conviene multiplicar su número para prevenir la desigualdad, como hicieron Xxxxx, Xxxx y Servio. Estas son las únicas precauciones capaces de hacer que la voluntad general sea siempre esclarecida y para que el pueblo no se equivoque.
Capítulo IV
De los límites del poder soberano
Si el Estado no es más que una persona moral, cuya vida consiste en la unión de sus miembros, y si su cuidado más importante es el de su propia conservación, necesita una fuerza universal y compulsiva para mover y disponer todas las partes del modo más conveniente al todo. Así como la naturaleza da a cada hombre un poder absoluto sobre todos sus miembros, así también el pacto social da al cuerpo político un poder absoluto sobre todos los suyos; y a este mismo poder, dirigido por la voluntad general se le da, como tengo dicho, el nombre de soberanía.
Pero a más de la persona pública, hemos de considerar a los particulares, que la componen, cuya vida y libertad son naturalmente independientes de aquella. Se trata de distinguir bien los derechos respectivos de los ciudadanos y los del soberano7, y los deberes que los primeros han de cumplir en calidad de súbditos, del derecho natural de que han de disfrutar en calidad de hombres.
7 Lector atento, no te apresures a acusarme de contradicción. No he podido evitarla en los términos a causa de la pobreza de la lengua; pero suspende tu juicio y xxx.
Se confiesa generalmente que la parte de poder, de bienes y de libertad que cada cual enajena por el pacto social, es solamente aquella que importa a la comunidad; pero es preciso confesar también que sólo el soberano puede juzgar esta importancia.
Todos los servicios que un ciudadano puede prestar al Estado, se los debe dar cuando el cuerpo soberano lo pide; pero éste por su parte no puede imponer a los súbditos ninguna carga inútil a la comunidad; ni aun puede quererlo, pues de acuerdo a las leyes de la razón, como de la naturaleza, nada se hace sin motivo.
Los compromisos que nos unen al cuerpo social sólo son obligatorios porque son mutuos; y son de tal naturaleza que cumpliéndolos, no podemos trabajar para los demás sin que trabajemos también para nosotros mismos. ¿Por qué la voluntad general es siempre recta, y por qué quieren todos constantemente la dicha, sino porque no hay nadie que no piense en sí mismo al votar por todos? Lo que prueba que la igualdad de derechos y la noción de justicia que esta igualdad produce, derivan de la preferencia que cada cual se da, y por consiguiente de la naturaleza del hombre; que la voluntad general, para ser verdaderamente tal, debe serlo en su objeto del mismo modo que en su esencia; que debe salir de todos para aplicarse a todos, y que pierde su rectitud natural cuando se inclina a algún objeto individual y determinado, porque entonces, juzgando lo que nos es ajeno, no tenemos ningún principio de equidad que nos guíe.
En efecto, luego que se trata de un hecho particular sobre un punto, que no ha sido determinado por una convención general y anterior, el asunto se hace contencioso: es un proceso en el cual los particulares interesados son una de las partes, y el público la otra, y en el cual no veo ni la ley que se ha de seguir, ni al juez que debe pronunciar. Sería hasta ridículo querer atenerse entonces a una expresa decisión de la voluntad general, que sólo puede ser la determinación de una de las partes, y que por consiguiente no es con respecto a la otra más que una voluntad ajena, particular, llevada en esta ocasión hasta la injusticia y sujeta a error. Así la voluntad particular no puede representar la voluntad general; ésta muda a su vez de naturaleza si tiende a un objeto particular, y no puede pronunciarse sobre un hombre ni sobre un hecho. Cuando, por ejemplo, el pueblo de Atenas nombraba o deponía sus jefes, concedía honores al uno, imponía penas al otro, y por una multitud de decretos particulares ejercía indistintamente todos los actos del gobierno, entonces el pueblo no tenía ya voluntad general propiamente dicha, ya no obraba como soberano, sino como magistrado. Esto parecerá contrario a las ideas comunes; pero es preciso darme tiempo para exponer las mías.
De aquí resulta que lo que generaliza la voluntad no es tanto el número de votos, como el interés común que los une; pues en esta institución cada cual se somete precisamente a las condiciones que él impone a los demás; unión admirable del interés y de la justicia, que da a las deliberaciones comunes un carácter de equidad, liberando la discusión de todo asunto
particular, falto de un interés común que una e identifique el juicio del juez con el de la parte.
De cualquier modo que se analice el principio, se encuentra siempre la misma conclusión: que el pacto social establece entre los ciudadanos tal igualdad, que todos se obligan bajo unas mismas condiciones y deben disfrutar de unos mismos derechos. Así es que, según la naturaleza del pacto, todo acto de soberanía, esto es, todo acto auténtico de la voluntad general, obliga o favorece igualmente a todos los ciudadanos; de modo que el soberano sólo conoce el cuerpo de la nación sin distinguir a ninguno de los que la componen. ¿Qué cosa es pues con propiedad un acto de soberanía? No es una convención del superior con el inferior, sino una convención del cuerpo con cada uno de sus miembros; convención legítima, porque tiene por base el contrato social; equitativa, porque es común a todos; útil, porque sólo tiene por objeto el bien general, y sólida, porque tiene las garantías de la fuerza pública y del supremo poder. Mientras que los súbditos se sujetan tan sólo a estas convenciones, no obedecen a nadie más que a su propia voluntad; y preguntar hasta donde alcanzan los derechos respectivos xxx xxxxxxxx y de los ciudadanos, es preguntar hasta qué punto pueden estos obligarse consigo mismos, cada uno hacia todos, y todos hacia cada uno de ellos.
Según esto es evidente que el poder soberano, por más absoluto, sagrado e inviolable que sea, no traspasa ni puede traspasar los límites de las convenciones generales, y que todo hombre puede disponer libremente de los bienes y de la libertad, que estas convenciones le han dejado; de modo que el
soberano no tiene facultad para gravar a un súbdito más que a otro, porque, haciéndose entonces el asunto particular, su poder ya no es competente.
Una vez admitidas estas distinciones, es tan falso que en el contrato social haya alguna renuncia verdadera por parte de los particulares, que su situación, por efecto de este contrato, es preferible en realidad a lo que era antes, y que en lugar de una enajenación no han hecho más que un cambio ventajoso de un modo de vivir incierto y precario con otro mejor y más seguro, de la independencia natural con la libertad, del poder de dañar a otro con su propia seguridad, y de su fuerza, que otros podían superar, con un derecho que la unión social hace invencible. Su misma vida, que han consagrado al Estado, está protegida continuamente por éste; y cuando la exponen en defensa de la patria, ¿qué otra cosa hacen sino devolverle lo que han recibido de ella? ¿Qué otra cosa hacen, que no hubiesen hecho con más frecuencia y con más peligro en el estado de la naturaleza, en el cual entregados a combates inevitables, habrían de defender con peligro de la vida lo que les sirve para conservarla? Todos deben combatir por la patria en caso de necesidad, es cierto; mas también de este modo nadie ha de combatir por sí. ¿No se gana mucho en correr, para conservar nuestra seguridad, una parte de los riesgos, que deberíamos correr para conservarnos a nosotros mismos, luego que la perdiésemos?
Capítulo V
Del derecho de vida y de muerte
Se preguntarán, ¿cómo los particulares, no teniendo el derecho de disponer de su propia vida pueden transmitir al soberano un derecho que no tienen? Esta cuestión tan sólo me parece difícil de resolver, porque está mal sentada. Todo hombre puede arriesgar su propia vida para conservarla. ¿Hay quién diga que el que se arroja por una ventana para escapar de un incendio sea reo de suicidio? ¿Se ha imputado jamás este crimen al que perece en una tempestad, cuyo peligro no ignoraba cuando se embarcó?
La finalidad del contrato social es la conservación de los contratantes. Quien quiere el fin, quiere los medios, y estos medios son inseparables de algunos riesgos y de algunas pérdidas. El que quiere conservar su xxxx x xxxxx de los demás debe también darla por ellos cuando convenga: y como el ciudadano no es juez del peligro a que la ley le expone; cuando el soberano le dice, conviene al Estado que tu mueras, debe morir, pues sólo con esta condición ha vivido con seguridad hasta entonces, y su vida no es ya solamente un beneficio de la naturaleza, sino también un don condicional del Estado.
La pena de muerte impuesta a los criminales puede considerarse casi bajo el mismo punto de vista: para no ser víctima de un asesino, consiente uno en morir si llega a serlo. En este convenio, lejos uno de disponer de su propia vida, sólo
piensa en conservarla, y no se ha de presumir que alguno de los contratantes premedite entonces hacerse ahorcar.
Por otra parte, cualquier malhechor, atacando el derecho social, se hace por sus maldades, rebelde y traidor a la patria; violando sus leyes deja de ser uno de sus miembros; y aun se puede decir que le hace la guerra. En tal caso, la conservación del Estado es incompatible con la suya; fuerza es que uno de los dos perezca; y cuando se hace morir al culpable, es menos como ciudadano que como enemigo. El proceso y la sentencia son las pruebas y la declaración de que ha roto el pacto social y de que por consiguiente ya no es un miembro del Estado. Mas como ha sido reputado tal, a lo menos por su residencia, se le debe excluir por medio del destierro como infractor del pacto, o por la muerte como enemigo público; pues semejante enemigo no es una persona moral, es un hombre, y en este caso el derecho de la guerra es de matar al vencido.
Se me dirá empero, que el condenar a un criminal es un acto particular. En hora buena: por esto la condenación no pertenece al soberano; es un derecho que puede conferir sin poder ejercer por sí mismo.
Todas mis ideas son consecuentes, pero no puedo exponerlas a la vez. Por lo demás, la frecuencia de los suplicios siempre es una señal de debilidad x xx xxxxxx en el gobierno. No hay hombre, por malvado que sea, a quien no pueda hacerse bueno para alguna cosa. No hay derecho para hacer morir, ni aun para que sirva de escarmiento, sino a aquel, a quien no se puede conservar sin peligro.
En cuanto al derecho de indultar o de eximir a un culpable de la pena impuesta por la ley y pronunciada por el juez, sólo pertenece al que es superior al juez y a la ley, esto es, al soberano; y aun su derecho en este punto no es del todo evidente, y los casos en que puede usar de él son muy raros. En un Estado bien gobernado hay muy pocos castigos, no porque se perdone mucho, sino porque hay pocos criminales: la multitud de crímenes asegura su impunidad cuando el Estado marcha a su ruina. En la república romana, nunca el senado ni los cónsules intentaron perdonar a un delincuente; el mismo pueblo no lo hacía, a pesar de que algunas veces revocaba su propio juicio. Los frecuentes indultos anuncian que bien pronto los crímenes no tendrán necesidad de ellos, y todo el mundo ve a lo que esto conduce. Pero siento que mi corazón murmura, y detiene la pluma; dejemos disentir estas cuestiones al hombre justo que nunca ha faltado, y que jamás tuvo necesidad de perdón.
Capítulo VI De la ley
Por medio del pacto social hemos dado existencia y vida al cuerpo político; trátase ahora de darle movimiento y voluntad por medio de la legislación. Pues el acto primitivo, por el cual este cuerpo se forma y se une, no determina aun nada de lo que debe hacer para conservarse.
Lo que es bueno y conforme al orden lo es por la naturaleza de las cosas e independientemente de las convenciones humanas. Toda justicia viene de Dios: él solo es su origen; pero si nosotros supiésemos recibirla de tan alto, no tendríamos necesidad ni de gobierno ni xx xxxxx. Existe sin duda una justicia universal emanada de la sola razón; pero esta justicia para que esté admitida entre nosotros, debe ser recíproca. Considerando las cosas humanamente, a falta de sanción natural, las leyes de la justicia son inútiles entre los hombres; sólo producen el bien del malvado y el mal del justo, cuando éste las observa para con todos sin que nadie las observe con él. Luego es preciso que haya convenciones y leyes para unir los derechos a los deberes y dirigir la justicia hacia su objeto. En el estado natural, en que todo es común, nada debo a aquellos a quienes no he prometido nada, y sólo reconozco ser de los demás lo que a mí me es inútil. No así en el estado civil, en el cual todos los derechos están determinados por la ley.
En fin, ¿qué es una ley? Mientras esta palabra sólo se explique con ideas metafísicas, se continuará discurriendo sin que nadie se entienda; y cuando se habrá dicho lo que es una ley de la naturaleza, no por esto se sabrá mejor lo que es una ley del Estado.
He dicho ya que no había voluntad general sobre un objeto particular. En efecto, este objeto particular o está en el Estado, o fuera del Estado. Si está fuera del Estado, una voluntad que le es extraña, no es general con respecto a él; y si este objeto está en el Estado, hace parte de éste: se forma entonces entre el todo y su parte una relación que produce dos seres distintos, el uno de los cuales es la parte, y el otro el todo, menos esta misma parte. Empero el todo menos una parte, no es el todo; y mientras que dura esta relación, ya no hay más todo, sino dos partes desiguales; de lo que se sigue que la voluntad de la una no es tampoco general con respecto a la otra.
Pero cuando el pueblo delibera sobre todo el pueblo, no considera más que a sí mismo; y si entonces se forma alguna relación, es del objeto entero bajo un punto de vista al objeto entero bajo otro punto de vista, sin que haya alguna división del todo. En este caso la materia sobre la que se determina es general como la voluntad que delibera. Este acto es el que yo llamo una ley.
Cuando digo que el objeto de las leyes siempre es general, quiero decir que la ley considera los súbditos como un cuerpo y las acciones en abstracto, nunca un hombre como individuo ni una acción particular. Así es que puede la ley determinar que
haya privilegios, pero no concederlos señaladamente a nadie; puede dividir a los ciudadanos en muchas clases; y aun señalar las calidades que para cada una se necesiten, pero no puede nombrar los individuos que deban componerlas, puede establecer un gobierno real y una sucesión hereditaria, pero no elegir a un rey ni nombrar una familia real: en una palabra, cualquiera acción que se dirija a un objeto individual no pertenece al poder legislativo.
Ante esta idea, es fácil de reconocer que ya no hay necesidad de preguntar a quién pertenece hacer las leyes, ya que éstas son actos de la voluntad general; ni si el príncipe es superior a ellas, dado que es miembro del Estado; ni si la ley puede ser injusta, ya que nadie es injusto consigo mismo; ni como uno puede ser libre y estar sometido a las leyes, puesto que éstas no son más que los registros de nuestra voluntad. De aquí se deduce también que siendo la ley universal, tanto por parte de la voluntad como por parte del objeto, no es ley lo que un hombre manda por propia autoridad: hasta aquello que manda el soberano sobre un objeto particular, no es una ley, sino un decreto: ni un acto de soberanía, sino de magistratura.
Llamo pues república a cualquier estado gobernado por leyes, bajo cualquiera forma de administración que fuere; pues sólo entonces el interés público gobierna, y la causa pública es
tenida en algo. Todo gobierno legítimo es republicano:8 más tarde explicaré lo que entiendo por gobierno.
Las leyes propiamente no son más que las condiciones de la asociación civil. El pueblo, sometido a las leyes, debe ser su autor; sólo pertenece a los que se asocian el determinar las condiciones de la sociedad. ¿Más de qué manera las determinarán? ¿Será de común acuerdo, por medio de una súbita inspiración? ¿Tiene el cuerpo político algún órgano para expresar sus voluntades? ¿Quién le dará la previsión necesaria para formar las actas de éstas, y para publicarlas de antemano? o bien, ¿de qué manera las expresará en el momento en que sea necesario? Cómo es posible que una multitud ciega, que a menudo ni lo que quiere sabe, porque raras veces conoce lo que le conviene; ¿cómo es posible, repito, que pueda ejecutar por sí sola una empresa tan grande, tan difícil como un sistema de legislación? Por si sólo el pueblo quiere siempre lo bueno, pero por si sólo no lo ve siempre. La voluntad general siempre es recta, pero el juicio que la guía no siempre es ilustrado. Es preciso hacerle ver los objetos tales cuales son y algunas veces tales cuales deben parecerle, mostrarle el buen camino que ella busca, preservarla de la seducción de las voluntades
8 Por esta palabra no entiendo tan sólo una aristocracia o una democracia, sino generalmente todo gobierno guiado por la voluntad general, que es la ley. Para que un gobierno sea legítimo, no es necesario que se confunda con el soberano, sino que sea ministro de este; entonces la misma monarquía es una república. Se verá esto con claridad en el libro siguiente.
particulares, ponerle a la vista los lugares y los tiempos, equilibrar el atractivo de las ventajas presentes y sensibles con el peligro de los males lejanos y ocultos. Los particulares ven el bien que rechazan; el público quiere el bien que no sabe ver. Todos tienen igual necesidad de guías. A los unos se les ha de enseñar a conformar su voluntad con su razón; al otro se le ha de enseñar a conocer lo que quiere. Entonces es cuando de los conocimientos públicos resulta la unión del entendimiento con la voluntad en el cuerpo social; de aquí el exacto concurso de las partes, y en fin la mayor fuerza del todo. De aquí nace la necesidad de un legislador.
Capítulo VII Del legislador
Para encontrar las mejores reglas de sociedad que convengan a las naciones, sería menester una inteligencia superior, que viese todas las pasiones de los hombres sin estar sujeta a ellas; que no tuviese ninguna relación con nuestra naturaleza y que la conociese a fondo; cuya dicha no dependiese de nosotros, y que sin embargo quisiese ocuparse en la nuestra; en fin que procurándose para futuros tiempos una lejana gloria, pudiese trabajar en un siglo y disfrutar en otro9. Sería necesario que hubiese dioses para poder dar leyes a los hombres.
El mismo raciocinio que hacia Xxxxxxxx en cuanto al hecho, lo hacía Xxxxxx en cuanto al derecho para definir al hombre civil o real que busca en su libro Xxx Xxxxx. Pero si es verdad que un gran príncipe es un hombre raro, ¡cuánto no lo será un gran legislador! El primero sólo debe seguir el modelo que el otro debe proponer. Éste es el mecánico que inventa la máquina; aquél, el operario que la arregla y la hace obrar. En el origen de las sociedades, dice Xxxxxxxxxxx, los caudillos de las repúblicas son los que hacen la institución, y después la institución es la que hace los jefes de las repúblicas.
9 Un pueblo no se hace celebre sino cuando su legislación empieza a decaer. No se sabe por cuantos siglos la institución xx Xxxxxxx hizo la dicha de los Espartanos, antes que se hablase de ellos en el resto de la Grecia.
Aquel que se atreve a instituir un pueblo, debe sentirse con fuerzas para mudar, por decirlo así, la naturaleza humana; para transformar a cada individuo, que por sí mismo es un todo perfecto y solitario, en parte de otro todo mayor, del cual reciba en cierto modo la vida y el ser; para alterar la constitución del hombre a fin de vigorarla; para sustituir una existencia parcial y moral a la existencia física e independiente que todos hemos recibido de la naturaleza. En una palabra, debe quitar al hombre sus propias fuerzas para darle otras que le sean ajenas, y de las cuales no pueda hacer uso sin el auxilio de los demás. Cuanto más muertas y anonadadas están las fuerzas naturales, tanto mayores y más duraderas son las adquiridas, y tanto más sólida y perfecta es la institución; de modo que si cada ciudadano no es nada sino ayudado de los demás, y si la fuerza adquirida por el todo es igual o superior a la suma de las fuerzas naturales de todos los individuos, se puede decir que la legislación se halla en el más alto grado de perfección posible.
El legislador es, bajo cualquier concepto, un hombre extraordinario en el Estado. Si lo ha de ser por su talento, no lo es menos por su empleo, que no es ni de magistratura, ni de soberanía. Este empleo, que constituye la república, no entra en su constitución: es una función particular y superior que nada tiene de común con el imperio humano; porque si el que manda a los hombres no debe mandar a las leyes, tampoco el que manda a las leyes debe mandar a los hombres; de lo contrario sus leyes, instrumentos de sus pasiones, no harían más que perpetuar sus injusticias, y nunca podría evitar que sus miras particulares alterasen la santidad de su obra.
Cuando Xxxxxxx dio leyes a su patria, empezó por abdicar el trono. La mayor parte de las ciudades griegas acostumbraban confiar a extranjeros el establecimiento de las suyas. Las modernas repúblicas de Italia imitaron con frecuencia esta costumbre; la xx Xxxxxxx hizo lo mismo, y no tuvo de que arrepentirse10. Roma, en la época más hermosa que hay en su historia, vio renacer en su seno todos los crímenes de la tiranía, y estuvo a pique de perecer, por haber reunido en unas mismas cabezas la autoridad legislativa y el poder soberano.
Sin embargo, los mismos decenviros (magistrados que escribieron las 12 tablas) no se arrogaron jamás el derecho de sancionar alguna ley por su propia autoridad, decían: “Nada de lo que os proponemos puede pasar a ser ley sin vuestro consentimiento. Xxxxxxx, sed vosotros mismos los autores de las leyes que han de hacer vuestra felicidad”.
El que redacta las leyes no tiene, o no debe tener ningún derecho legislativo; y el pueblo mismo, aunque quiera, no puede despojarse de este derecho inalienable, porque, según el pacto fundamental, sólo la voluntad general obliga a los particulares, y no puede asegurarse de que una voluntad particular sea conforme a la voluntad general hasta que se haya
10 Los que no consideran x Xxxxxxx sino como teólogo, mal conocen la extensión de su talento. La redacción de nuestros sabios edictos, en la cual tuvo mucha parte, le honra tanto como su institución. Por más revoluciones que el tiempo pueda acarrear a nuestro culto, mientras el amor de la patria y de la libertad no se haya apagado entre nosotros, siempre se colmará de bendiciones la memoria de este grande hombre.
sometido a la libre votación del pueblo: ya he dicho esto en otra parte; pero no considero inútil repetirlo.
De este modo se encuentran a la vez en la obra de la legislación dos cosas que parecen incompatibles; una empresa superior a las fuerzas humanas, y viniendo a la ejecución, una autoridad nula.
Aún hay otra dificultad que merece nuestra atención. Los sabios que hablan al vulgo en un lenguaje diferente del que éste usa, no pueden hacerse comprender; y con todo hay cierta clase de ideas que es imposible traducir en el idioma del pueblo. Las miras demasiado generales y los objetos demasiado remotos están igualmente fuera de sus alcances: cada individuo, no hallando bueno otro plan de gobierno, sino el que conduce a su interés particular, comprende con dificultad las ventajas que debe sacar de las continuas privaciones, que las buenas leyes imponen. Para que un pueblo que se forma pudiese querer las sanas máximas de la política y seguir las reglas fundamentales de la razón de Estado, sería menester que el efecto se convirtiera en causa; que el espíritu social, que debe ser la obra de la institución, presidiera a la institución misma; y que los hombres fuesen antes de las leyes lo que han de llegar a ser por medio de ellas. Así pues, no pudiendo el legislador emplear ni la fuerza ni la razón, es indispensable que recurra a una autoridad de un orden diferente, que pueda arrastrar sin violencia y persuadir sin convencer.
Esto es lo que obligó en todos tiempos a los jefes de las naciones a recurrir a la intervención del cielo y a honrar a los dioses con
su propia sabiduría, a fin de que los pueblos, sometidos a las leyes del Estado como a las de la naturaleza y reconociendo la misma poderosa mano en la formación del hombre que en la del Estado, obedeciesen con libertad y llevasen dócilmente el yugo de la felicidad pública.
Esta razón sublime, que se eleva sobre el alcance de los hombres vulgares, es aquella cuyas decisiones pone el legislador en boca de los inmortales para arrastrar por medio de la autoridad divina a los que no podría conmover la prudencia humana11. Pero no todos los hombres pueden hacer hablar a los dioses ni ser creídos, cuando se declaran sus intérpretes. El alma grande del legislador es el verdadero milagro, que debe justificar su misión. A cualquier hombre le es dado gravar tablas xx xxxxxx, o sobornar algún oráculo, o fingir un comercio secreto con alguna divinidad, o erigir un ave para hablarle al oído, o encontrar otros medios groseros para engañar al pueblo. El que no sepa más que esto podrá tal vez juntar por casualidad una cuadrilla de locos; pero nunca fundará un imperio, y su disparatada obra perecerá bien pronto con su persona. Los vanos prestigios forman un vínculo momentáneo; sólo la sabiduría le hace duradero. La ley judaica siempre permanente, la del hijo xx Xxxxxx, que gobierna la mitad del mundo diez siglos ha, nos anuncian aun hoy a los grandes hombres que las
11 ”E veramente, dice Xxxxxxxxx, mai non fù alcuno ordinatore di leggi straordinarie in un popolo, che non ricorresse à Dio, perche ltrimenti non sarebbero acettate; perche sono molti beni conosciuti da uno prudente, i quali non hanno in se raggioni evidenti da potergli persuadere ad altrui. Discorsi sopra Xxxx Xxxxx”. L. I, c. XI.
han dictado; y mientras que la orgullosa filosofía o el ciego espíritu de partido no ven en ellos más que unos impostores afortunados, el verdadero político admira en sus instituciones aquel grande y poderoso talento que preside a los establecimientos duraderos.
De todo lo dicho, no se ha de deducir con Xxxxxxxxx que la política y la religión tengan entre nosotros el mismo objeto, sino que, en el origen de las naciones, la una sirve de instrumento a la otra.
Capítulo VIII Del pueblo
Así como un arquitecto, antes de construir un edificio, observa y profundiza el suelo para ver si puede sostener su peso, así también un legislador sabio no empieza por redactar leyes buenas en sí mismas, sino que examina antes si el pueblo al cual las destina está en el caso de soportarlas. Por este motivo Xxxxxx no quiso dar leyes a los Arcadios y a los Cireneos, porque sabía que estos dos pueblos eran ricos, y que no podían sufrir la igualdad: por este mismo motivo hubo en Creta buenas leyes y hombres perversos, pues el pueblo que Minos había disciplinado era un pueblo cargado de vicios.
Mil naciones han florecido en la tierra que jamás hubieran podido sufrir buenas leyes; y aun aquellas que lo hubieran podido sólo han tenido, en todo el tiempo de su duración, un espacio muy corto para ello.
Casi todos los pueblos, lo mismo que los hombres, sólo son dóciles en su juventud, y se hacen incorregibles a medida que van envejeciendo. Cuando las costumbres están ya establecidas y las preocupaciones arraigadas, es empresa peligrosa a inútil querer reformarlas; el pueblo no puede ni aun sufrir que se toquen sus males para destruirlos, semejante a aquellos enfermos estúpidos y sin valor que tiemblan al aspecto del médico.
No quiero decir con esto que, así como algunas enfermedades trastornan la cabeza de los hombres y les quitan la memoria de lo pasado, no haya también a veces en la duración de los Estados épocas violentas, en las cuales las revoluciones produzcan en los pueblos lo que ciertas crisis en los individuos; épocas en que el horror a lo pasado sirva de olvido, y en las que el Estado, abrasado por las guerras civiles, renazca, por decirlo así, de sus cenizas y recobre el vigor de la juventud al salir de los brazos de la muerte. Tal se mostró Esparta en tiempo xx Xxxxxxx, tal se mostró Roma después de los Tarquinos, y tales han sido entre nosotros la Holanda y la Suiza después de la expulsión de los tiranos.
Pero estos acontecimientos son raros; son excepciones cuya razón se encuentra siempre en la constitución particular del Estado exceptuado. Ni pueden suceder dos veces para el mismo pueblo; pues este bien puede hacerse libre mientras no es sino bárbaro, pero ya no lo puede cuando el resorte civil se ha gastado. En este caso los desórdenes pueden destruirle, sin que las revoluciones puedan regenerarle, y tan pronto como se rompen sus cadenas, se desquicia y deja de existir: necesita desde entonces un señor, no un libertador. Pueblos libres, acordaos de esta máxima: la libertad puede adquirirse, pero no recobrarse.
La juventud no es lo mismo que la niñez. Tienen las naciones, del mismo modo que los hombres, un tiempo de juventud, o si así se quiere, de madurez, que es necesario aguardar antes de sujetarlos a las leyes: pero no siempre es fácil conocer la madurez de un pueblo; y si uno se anticipa a ella, se frustra la
obra. Un pueblo es disciplinable desde su nacimiento, y otro pueblo no lo es aún al cabo xx xxxx siglos. Nunca los rusos serán verdaderamente civilizados, porque lo han sido demasiado pronto. Xxxxx tenía un talento imitador, pero no el verdadero talento, aquel que crea y lo hace todo con la nada. Algunas de las cosas que hizo fueron bien hechas, la mayor parte no venían al caso. Vio que su pueblo era bárbaro, y no conoció que no estaba en estado de ser civilizado; quiso hacerle tal, cuando sólo debía haberle aguerrido. Quiso desde luego formar alemanes e ingleses, cuando debía haber empezado por formar rusos: ha impedido a sus súbditos que lleguen a ser jamás lo que podrían ser, persuadiéndoles de que eran lo que no son. No de otra suerte un preceptor francés educa a su discípulo para que brille un momento en la niñez y para que no sea nada jamás. El imperio de Rusia querrá sujetar a la Europa, y será él el sujetado. Los tártaros, súbditos y vecinos suyos, llegarán a dominarlos y a dominarnos: esta revolución me parece infalible. Todos los xxxxx de Europa trabajan de consuno para apresurarla.
Capítulo IX Continuación
Así como la naturaleza ha señalado términos a la estatura de los hombres bien formados, fuera de los cuales sólo produce gigantes o enanos; así también, para la mejor constitución de un Estado, hay ciertos límites a la extensión que puede tener, a fin de que no sea ni demasiado grande para poder ser gobernado, ni demasiado pequeño para poderse sostener por sí sólo. Hay en todo cuerpo político un máximum de fuerza del que no debe pasar, y del cual se aleja muchas veces a fuerza de engrandecerse. Cuanto más se extiende el vínculo social, tanto más se debilita; y generalmente un Estado pequeño es proporcionalmente más fuerte que uno mayor.
Esta máxima se demuestra con mil razones. En primer lugar, la administración es más dificultosa en las grandes distancias, así como un peso es más pesado puesto al extremo de una gran palanca. A medida que los grados de distancia se multiplican, la administración se hace asimismo más onerosa; porque cada ciudad tiene desde luego la suya, pagada también por el pueblo; y también la tiene cada provincia: añádanse a esto los gobiernos superiores, las satrapías, los virreinatos, que se han de pagar más a medida que se sube, y siempre x xxxxx del desgraciado pueblo; y en fin la administración suprema que todo lo arruina. Tantos gravámenes agotan continuamente los recursos de los súbditos: lejos de estar mejor gobernados por todas estas clases, no lo están tanto como si sólo hubiese una de
ellas que fuese superior. Con tanto dispendio apenas quedan recursos para los casos extraordinarios; y cuando hay necesidad de ellos, el Estado se halla siempre cerca de su ruina.
Aún hay más; no sólo tiene el gobierno menos vigor y prontitud para hacer observar las leyes, impedir las vejaciones, corregir los abusos, anticiparse a las sediciones que pueden estallar en parajes remotos; sino que el pueblo tiene menos amor a sus jefes, a quienes jamás ve, a su patria, que es a sus ojos como todo el mundo, y a sus conciudadanos, cuya mayor parte mira como extranjeros. Las mismas leyes no pueden convenir a tan diversas provincias, que tienen costumbres diferentes, que viven bajo opuestos climas, y que no pueden sufrir la misma forma de gobierno. Diferentes leyes sólo pueden engendrar desórdenes y confusión entre unos pueblos, que viviendo sujetos a los mismos jefes y en una continua comunicación, van a vivir y a casarse los unos en los distritos de los otros, y sometidos a otras costumbres, jamás saben si su patrimonio es del todo suyo. Los talentos están ocultos, las virtudes ignoradas, los vicios impunes, entre esta multitud de hombres desconocidos los unos a los otros, y a quienes el sitio de la suprema administración reúne en un mismo lugar.
Los jefes abrumados de negocios, no ven nada por sí mismos; y los subalternos gobiernan el Estado. En fin, las medidas que se han de tomar para sostener la autoridad general, a la cual tantos empleados lejanos quieren sustraerse o engañar, absorben todos los cuidados públicos; no se toman las convenientes a la felicidad del pueblo, y apenas se pueden tomar las necesarias para su defensa en caso de necesidad, y así
es como un cuerpo demasiado grande por su constitución se desploma y perece oprimido por su propio peso.
Por otra parte, el Estado debe darse cierta base para tener solidez, para resistir a los sacudimientos que no dejará de experimentar, y a los esfuerzos que se verá precisado a hacer para sostenerse; pues todos los pueblos tienen una especie de fuerza centrífuga, por medio de la cual obran continuamente los unos contra los otros, y tienden a engrandecerse a expensas de sus vecinos, como los torbellinos xx Xxxxxxxxx. Así es que los débiles están expuestos a ser arrastrados muy pronto; y ninguno puede conservarse sino poniéndose con todos en una especie de equilibrio, que haga la compresión casi igual en todas partes.
De aquí se infiere que hay razones para extenderse y razones para reducirse; y que para lo que un político necesita mayor talento es para saber encontrar entre las unas y las otras la proporción más ventajosa a la conservación del Estado. Puede decirse generalmente que las primeras, siendo sólo exteriores y relativas, deben estar subordinadas a las otras, que son internas y absolutas. Lo que debe buscarse en primer lugar es una constitución robusta y fuerte, y más se puede contar con el vigor que nace de un buen gobierno, que con los recursos que ofrece un vasto territorio.
Por lo demás, ha habido Estados constituidos de tal modo, que la necesidad de hacer conquistas entraba en su misma constitución, y que para mantenerse debían engrandecerse sin cesar. Quizás se daban el para bien por esta dichosa necesidad;
la cual con todo les enseñaba, en el término de su grandeza, el inevitable momento de su caída.
Capítulo X Continuación
Un cuerpo político puede medirse de dos maneras: a saber, por la extensión de su territorio y por el número de sus habitantes; y entre una y otra de estas medidas hay una relación muy a propósito para dar al Estado su verdadera grandeza. Los hombres son los que componen el Estado, y el terreno el que alimenta a los hombres: luego dicha relación consiste en que la tierra pueda mantener a sus habitantes y en que haya tantos habitantes cuantos la tierra pueda mantener. En esta proporción se encuentra el maximum de fuerza de un determinado número de pueblo; porque si hay terreno de sobras, su defensa es onerosa, su cultivo insuficiente, su producto superfluo; y esta es la causa próxima de las guerras defensivas: si no hay bastante terreno, el Estado se encuentra por lo que le falta es puesto al arbitrio de sus vecinos; y esta es la causa próxima de las guerras ofensivas. Cualquier pueblo que por su posición no tenga otra alternativa que el comercio o la guerra, es débil en sí mismo; depende de sus vecinos y de los acontecimientos, y sólo disfruta de una existencia incierta y corta. Sujeta a los demás, y muda de situación; o es sujetado, y perece. Sólo puede conservarse libre a fuerza de pequeñez o de grandeza.
No es posible calcular la relación fija entre la extensión del terreno y el número de hombres que deben habitar en él, tanto a causa de las diferencias que se encuentran en las calidades del terreno, en sus grados de fertilidad, en la naturaleza de sus
producciones, en la influencia de los climas, cuanto a causa de las que se notan en los temperamentos de los hombres que los habitan, de los cuales los unos consumen poco en un país fértil, los otros mucho en un suelo ingrato. También se han de tener presentes la mayor o menor fecundidad de las mujeres, las cosas que puede haber en un país más o menos favorables a la populación, y la cantidad con que el legislador puede esperar que contribuirá a ella por medio de sus establecimientos: de modo que no ha de fundar su juicio sobre lo que ve, sino sobre lo que prevé; ni detenerse tanto en el actual Estado de la población, como en aquel a que debe llegar naturalmente. En fin, mil ocasiones hay, en las cuales las circunstancias particulares del lugar exigen o permiten que se abarque más terreno del que parece necesario. Así es que puede un pueblo extenderse más en un país montañoso, en donde las producciones naturales, como los bosques y los pastos piden menos trabajo, en donde enseña la experiencia que las mujeres son más fecundas que en las llanuras, y en donde un ancho suelo inclinado sólo da una pequeña base horizontal, que es la única que debe tenerse en cuenta para la vegetación. Al contrario, puede estrecharse más en la orilla del mar, aunque haya muchos peñascos y arenas casi estériles, porque puede la pesca suplir en gran parte las producciones de la tierra, deben los hombres estar más juntos para rechazar a los piratas, y hay por otra parte mayor facilidad de librar al país, por medio de colonias, de los habitantes que le sobren.
Para instituir un pueblo se debe añadir a estas condiciones otra, que no puede suplir a ninguna, pero sin la cual todas las demás
son inútiles; y es que se disfrute de la abundancia y de la paz: pues el tiempo en que un Estado se ordena, del mismo modo que aquel en que se forma un batallón, es el instante en que el cuerpo es menos capaz de resistencia y más fácil de ser destruido. Mejor se puede resistir en un momento de desorden absoluto que en uno de fermentación, en el cual cada uno está distraído con su rango y olvidado del peligro. Si en este momento de crisis sobreviene una guerra, una carestía, una sedición, el Estado está destruido sin falta. No por esto deja de haber muchos gobiernos, establecidos durante estas tormentas; pero en este caso los mismos gobiernos destruyen el Estado. Los usurpadores acarrean o escogen siempre estos tiempos de trastornos para hacer pasar, ayudados del público espantado, leyes destructoras que el pueblo jamás adoptaría si conservase su serenidad. La elección del momento de la institución es uno de los caracteres más seguros para distinguir la obra del legislador de la del tirano.
¿Qué pueblo pues es apto para la legislación? Aquel que encontrándose ya unido por el origen, por el interés o por la convención, no ha llevado aún el verdadero yugo de las leyes; aquel que no tiene ni costumbres ni supersticiones muy arraigadas; aquel que no teme ser oprimido por una invasión súbita; el que sin mezclarse en las disputas de sus vecinos, puede resistir por sí sólo a cada uno de ellos, o recibir auxilios del uno para rechazar al otro; aquel cuyos miembros pueden conocerse todos mutuamente, y en el cual no se obliga a un hombre a cargar con un peso mayor del que puede llevar; el que puede subsistir sin los demás pueblos, y del cual ningún
pueblo tiene necesidad12; el que ni es rico, ni es pobre y que puede bastarse a sí mismo; en fin, aquel que reúne la consistencia de un pueblo antiguo a la docilidad de un pueblo nuevo. Lo que hace penosa una obra de legislación no es tanto lo que se ha de hacer como lo que se ha de destruir; y lo que hace que el éxito sea tan raro es la imposibilidad de encontrar la sencillez de la naturaleza unida a las necesidades de la sociedad. Como todas estas condiciones con dificultad se encuentran reunidas, por eso vemos tan pocos Estados bien constituidos.
Hay todavía en Europa un país capaz de legislación, y es la isla de Córcega. El denuedo y la constancia con que este valeroso pueblo ha sabido recobrar y defender su libertad, merecerían que algún sabio le enseñase a conservarla. Tengo cierto presentimiento de que algún día esta isla tan pequeña ha de admirar a la Europa.
12 Si de dos pueblos vecinos el uno no pudiese subsistir sin el otro, la situación del primero sería muy apretada, y la del segundo muy peligrosa. Toda nación sabia hará en tal caso todos los esfuerzos posibles para librar a la otra de esta dependencia. La república de Tlaxcala, encerrada dentro xxx xxxxxxx de México, quiso más bien abstenerse de la sal que no comprarla a los mexicanos, ni aun aceptarla gratuitamente. Los sabios tlaxcaltecas vieron el lazo oculto debajo de esta liberalidad. Conserváronse libres; y este pequeño Estado encerrado dentro de uno tan grande, fue al fin el instrumento de la ruina de éste.
Capítulo XI
De los diferentes sistemas de legislación
Si buscamos en qué consiste, precisamente, el mayor de todos los bienes, que debe ser el objetivo de todo sistema de legislación, encontraremos que se reduce a estos dos objetos principales, la libertad y la igualdad: la libertad, porque toda sujeción particular es otra tanta fuerza quitada al cuerpo del Estado: la igualdad, porque sin ella no puede haber libertad.
He explicado ya en que consiste la libertad civil: en cuanto a la igualdad, no se ha de entender por esta palabra que los grados de poder y de riqueza sean absolutamente los mismos, sino que el poder esté siempre exento de toda violencia y se ejerza sólo en virtud del rango y de las leyes; y en cuanto a la riqueza, que ningún ciudadano sea tan opulento que pueda comprar a otro, y ninguno tan pobre que se vea precisado a venderse13: lo que supone moderación de bienes y de crédito por parte de los grandes, y por la de los débiles moderación de avaricia y de codicia.
13¿Queréis pues dar consistencia al Estado? Disminuid la distancia entre los grados superiores y los ínfimos tanto como sea posible; no permitáis que los unos sean demasiado opulentos, ni los otros demasiado miserables. Estos dos Estados, naturalmente inseparables, son igualmente funestos al bien común; del uno salen los fautores de la tiranía, y del otro los tiranos: siempre se hace entre ellos el tráfico de la libertad; el uno la compra y el otro la vende.
Esta igualdad, se dirá, es una quimera especulativa, que no puede existir en la práctica. Acaso de que el abuso sea inevitable, ¿se sigue que no se le deba poner coto? Cabalmente por la misma razón de que la fuerza de las cosas se inclina siempre a destruir la igualdad, es necesario que la fuerza de la legislación tienda siempre a mantenerla.
Pero estos objetos generales de toda buena institución deben modificarse en cada país según las relaciones que nacen, ya de la situación local, ya del carácter de los habitantes; y según estas relaciones se debe señalar a cada pueblo un sistema particular de institución, que sea el mejor, no tal vez en sí mismo, sino para el Estado al cual está destinado. Si el suelo, por ejemplo, es ingrato y estéril, o el país demasiado limitado para los habitantes, inclinaos a la industria y a las artes, cuyos productos cambiareis con los artículos que os falten. Si por el contrario, ocupáis ricas llanuras y fértiles riberas, si en un buen terreno os faltan habitantes; proteged con cuidado la agricultura, que multiplica los hombres, y desterrad las artes, que sólo servirían para acabar de despoblar el país, reuniendo en algunos puntos del territorio los pocos habitantes que tiene14. Si ocupáis costas dilatadas y cómodas; cubrid el mar de buques, cultivad el comercio y la navegación, y tendréis una existencia brillante y
14Algún ramo de comercio exterior —dice el xxxxxxx xx Xxxxxxxx— generalmente sólo derrama en un xxxxx una falsa utilidad: bien puede enriquecer a algunos particulares y aun a algunas ciudades; pero la nación entera nada gana, y no por eso el pueblo se halla mejor.
pasajera. Pero si el mar sólo baña en vuestras costas peñascos casi inaccesibles; permaneced bárbaros e ictiófagos, que así viviréis más tranquilos, quizás seréis mejores y seguramente más dichosos. En una palabra, además de las máximas comunes a todos, cada pueblo encierra en sí alguna causa que le constituye de un modo particular y hace que su legislación le sea peculiar. Este es el motivo porque en otro tiempo los hebreos y, poco ha, los árabes han tenido por principal objeto la religión; los atenienses, la erudición; Cartago y Tiro, el comercio; Xxxxx, la marina; Esparta, la guerra; y Roma la virtud.
El autor xxx Xxxxxxxx de las leyes ha demostrado con una multitud de ejemplos el arte con que el legislador dirige la institución hacia cada uno de estos objetos.
La constitución de un Estado podrá decirse verdaderamente sólida y durable cuando las conveniencias de las cosas estén tan estrictamente observadas, que las relaciones naturales y las leyes se hallen siempre de acuerdo sobre los mismos puntos, y que estas no hagan, por decirlo así, más que asegurar, acompañar y rectificar las otras. Pero si el legislador, engañándose en su objeto, elije un principio diverso del que nace de la naturaleza de las cosas; de modo que el uno se incline a la esclavitud, y el otro a la libertad; el uno a las riquezas, y el otro a la población; el uno a la paz, y el otro a las conquistas; sucederá que las leyes se debilitarán insensiblemente, se alterará la constitución, y el Estado no dejará de estar en agitación continua hasta que quede destruido
o admita variación y que la invencible naturaleza haya recobrado su imperio.
Capítulo XII División de las leyes
Para ordenar el todo, y dar la mejor forma posible a la causa pública, se han de considerar varias relaciones. En primer lugar, la acción del cuerpo entero obrando sobre sí mismo, es decir, la relación del todo al todo, x xxx xxxxxxxx al Estado; y esta relación se compone de la de los términos intermedios, como veremos más adelante.
Las leyes que determinan esta relación tienen el nombre xx xxxxx políticas, y se llaman también leyes fundamentales, no sin algún motivo, si son sabias. Porque si sólo hay en cada Estado una buena manera de constituirle, el pueblo que la ha encontrado debe sujetarse a ella; pero si el orden establecido es malo, ¿por qué se tendrán por fundamentales unas leyes que no le permiten ser bueno? Por otra parte, de cualquier modo que se mire, el pueblo siempre es dueño de mudar sus leyes, hasta las mejores; porque si le place hacerse daño a sí mismo, ¿quién tiene derecho para privárselo?
La segunda relación es la de los miembros entre sí, o con el cuerpo entero; y esta relación con respecto a los primeros debe ser tan pequeña, y con respecto al segundo tan grande como sea posible; de manera que cada individuo esté en una perfecta independencia de todos los demás, y en una excesiva dependencia del común; lo que se logra siempre por los mismos medios, puesto que sólo la fuerza del Estado produce la libertad
de sus miembros. De esta segunda relación nacen las leyes civiles.
Podemos considerar que hay una tercera especie de relación entre el hombre y la ley; a saber, la de la desobediencia a la pena, y esta da lugar a establecer leyes criminales, las cuales en el fondo no tanto son una especie particular xx xxxxx, como la sanción de todas las demás.
A estas tres clases xx xxxxx debe añadirse otra que es la más importante, grabada no en mármoles ni en bronces, sino en el corazón de los ciudadanos; ley que hace la verdadera constitución del Estado, que cada día adquiere nuevas fuerzas; que cuando las otras se hacen viejas o caducan, las reanima o las suple; que mantiene a un pueblo en el espíritu de su institución, y sustituye insensiblemente la fuerza de la costumbre a la de la autoridad. Hablo de los usos, de las costumbres, y sobre todo de la opinión; parte desconocida de nuestros políticos, y de la cual depende el éxito de todas las demás; parte en la cual un sabio legislador se ocupa en secreto, mientras parece limitarse a reglamentos particulares, que no son más que la cimbra de la bóveda, cuya inmoble clave se forma de las costumbres que tardan más en nacer.
Entre estas diversas clases, las leyes políticas que constituyen la forma del gobierno, son las únicas relativas a mi objeto.
Libro III
Antes de hablar de las diferentes formas de gobierno, procuraremos fijar el sentido exacto de esta palabra, que todavía no ha sido muy bien explicada.
Capítulo I
Del gobierno en general
Advierto al lector que este capítulo debe leerse con reflexión, y que ignoro el arte de ser claro para los que no quisieren estar atentos.
En toda acción libre hay dos causas, que concurren a producirla: la una moral, a saber, la voluntad que determina el acto; la otra física, a saber, el poder que lo ejecuta. Cuando voy hacia un objeto, se necesita en primer lugar que yo quiera ir; y en segundo lugar que mis pies me lleven a él. Tanto si quiere correr un paralítico, como si un hombre ágil no lo quiere, los dos se quedarán en el mismo puesto. El cuerpo político tiene los mismos móviles: se distinguen en él la fuerza y la voluntad: ésta, con el nombre de poder legislativo, la otra, con el de poder ejecutivo. No hace o no debe hacer nada sin el concurso de ambos
Hemos visto ya que el poder legislativo pertenece al pueblo y que a nadie más puede pertenecer. Fácil es conocer siguiendo los principios hasta aquí establecidos, que, al contrario, el poder ejecutivo no puede pertenecer a la generalidad como legisladora o soberana, porque este poder sólo consiste en actos particulares que no pertenecen a la ley ni por consiguiente al soberano, cuyos actos no pueden ser sino leyes.
Luego es preciso dar a la fuerza pública un agente que la reúna y la haga obrar según las direcciones de la voluntad general, que sirva de comunicación entre el Estado y el soberano, y que haga en cierto modo en la persona pública lo que hace en el hombre la unión del alma con el cuerpo. Este es, en el Estado, el verdadero punto de vista del gobierno, malamente confundido hasta ahora con el cuerpo soberano de quien no es más que el ministro.
¿Qué se entiende pues por gobierno? Un cuerpo intermedio establecido entre los súbditos y el soberano para su mutua correspondencia, encargado de la ejecución de las leyes y de la conservación de la libertad, tanto civil como política.
Los miembros de este cuerpo se llaman magistrados x xxxxx, esto es, gobernantes; y el cuerpo entero lleva el nombre de príncipe15. Así es que tienen muchísima razón los que pretenden que el acto por el cual un pueblo se somete a algunos jefes no es un contrato. En efecto, no es más que una comisión o un
15 Por esto en Venecia se daba el nombre de príncipe serenísimo al colegio, aunque el dux no asistiera a él.
empleo, en cuyo desempeño, siendo los jefes unos meros oficiales xxx xxxxxxxx, ejercen en nombre de este el poder, del cual los ha hecho depositarios, y que puede limitar, modificar y volver a tomar siempre que le dé la gana; pues la enajenación de este derecho es incompatible con la naturaleza del poder social y contraria al fin de la asociación.
Llamo pues gobierno o administración suprema al legítimo ejercicio del poder ejecutivo, y príncipe o magistrado al hombre o cuerpo encargado de esta administración. En el gobierno es donde se encuentran las fuerzas intermedias, cuyas relaciones componen la del todo al todo x xxx xxxxxxxx al Estado. Esta última relación puede estar representada por la de los extremos de una proporción continua, cuyo medio proporcional es el gobierno. Este recibe xxx xxxxxxxx las órdenes que da al pueblo; y para que el Estado esté en un buen equilibrio, es necesario que compensado todo, haya igualdad entre el producto o el poder del gobierno considerado en sí mismo, y el producto o el poder de los ciudadanos, que son soberanos por una parte y súbditos por otra.
Además de esto, no se puede alterar ninguno de los tres términos sin romper al instante la proporción. Si el soberano quiere gobernar, o si quiere el magistrado dictar leyes, o si los súbditos reúsan la obediencia; el desorden sucede al arreglo, la fuerza y la voluntad ya no obran de acuerdo, y disuelto de este modo el Estado cae en el despotismo en la anarquía. En fin, de la misma manera que sólo hay un medio proporcional entre cada relación, tampoco hay más que un buen gobierno posible en cada Estado: pero como mil acontecimientos pueden hacer
variar las relaciones de un pueblo: no sólo diferentes gobiernos pueden ser buenos para diversos pueblos, sino que también para el mismo pueblo en tiempos distintos.
Para dar una idea de las diferentes relaciones que pueden existir entre estos dos extremos, tomaré por ejemplo el número del pueblo, como la relación más fácil de explicar.
Supongamos que el Estado se componga xx xxxx mil ciudadanos. El soberano tan sólo puede considerarse colectivamente y en un cuerpo; pero cada particular, en calidad de súbdito, es considerado como individuo: así pues el soberano es al súbdito como diez mil es a uno; es decir, que cada miembro del Estado sólo tiene la diez-milésima parte de la autoridad soberana, mientras que por su parte está enteramente sometido a esta.
Demos que el pueblo se componga de cien mil hombres; el Estado de los súbditos no muda, y cada uno está igualmente sujeto a todo el imperio de las leyes, mientras que su voto reducido a una cien-milésima parte tiene diez veces menos de influencia en la redacción de aquellas. En este caso siendo siempre el súbdito uno, la relación xxx xxxxxxxx aumenta en razón del número de los ciudadanos. De lo que se sigue que cuanto más se engrandece un Estado, tanto más disminuye la libertad.
Cuando digo que la relación aumenta, entiendo que se aleja de la igualdad. Así pues, cuanto mayor es la relación en el sentido vulgar: en el primero, considerada la relación según la
cantidad, se mide por el exponente; y en el segundo, considerada según la identidad, se estima por la similitud.
Según esto, cuanto menor es la relación de las voluntades particulares a la voluntad general, esto es, de las costumbres a las leyes, tanto mayor debe ser la fuerza que reprima. Luego el gobierno para ser bueno debe proporcionalmente ser más fuerte a medida que el pueblo es más numeroso.
Por otra parte, dando el engrandecimiento del Estado a los depositarios de la autoridad pública más tentaciones y más medios para abusar de su poder, cuanto más fuerte debe ser el gobierno para contener al pueblo, tanto más lo debe ser a su vez el soberano para contener al gobierno. No hablo aquí de una fuerza absoluta, sino de la fuerza relativa de las diversas partes del Estado.
De esta doble relación se sigue que la proporción continua entre el soberano, el príncipe y el pueblo, no es una idea arbitraria, sino una consecuencia necesaria de la naturaleza del cuerpo político. Síguese también que como uno de los extremos, a saber, el pueblo, en calidad de súbdito, está fijo y representado por la unidad, siempre que aumenta o disminuye la razón duplicada, también aumenta o disminuye la razón simple, y que por consiguiente cambia el término medio. Lo que demuestra que no hay una constitución de gobierno única y absoluta, sino que puede haber tantos gobiernos de diferente naturaleza, cuantos Estados haya de diferente magnitud.
Si poniendo este sistema en ridículo, se me dijese que para encontrar este medio proporcional y formar el cuerpo del
gobierno, sólo se necesita, según lo que he dicho, sacar la raíz cuadrada del número del pueblo; contestaría que sólo he puesto aquí este número por ejemplo, que las relaciones de que hablo no se miden tan solamente por el número de hombres, sino en general por la cantidad de acción, la cual se combina por medio de una multitud de causas, y que por lo demás, si para explicarme en menos palabras, me valgo de términos de geometría, no por eso ignoro que la exactitud geométrica no tiene lugar en las cantidades xxxxxxx.
El gobierno es en pequeño lo que el cuerpo político, dentro del cual está contenido, es en grande. Es una persona moral dotada de ciertas facultades, activa como el soberano, pasiva como el Estado, y que se puede descomponer en otras relaciones semejantes; de donde nace por consiguiente una nueva proporción, y aun otra dentro de esta última, según el orden de los tribunales, hasta que se llega a un término medio indivisible, esto es, a un sólo jefe o magistrado supremo, que puede ser representado, en medio de esta progresión, como la unidad entre la serie de las fracciones y la de los números.
Sin que nos detengamos en esta multiplicación de términos, contentémonos con considerar el gobierno como un cuerpo nuevo en Estado, distinto del pueblo y xxx xxxxxxxx, e intermedio entre el uno y el otro.
Entre estos dos cuerpos hay la esencial diferencia de que el Estado existe por sí sólo y el gobierno no existe sino por el soberano. Así es que la voluntad dominante del príncipe no debe ser más que la voluntad general o la ley; su fuerza es tan
sólo la fuerza pública reconcentrada en él: luego que quiere obrar absoluta e independientemente, el enlace del todo empieza a debilitarse. Si por último llegase a suceder que el príncipe tuviese una voluntad particular más activa que la xxx xxxxxxxx, y que para seguir esta voluntad particular, se valiese de la fuerza pública que está a sus órdenes, de modo que hubiese, por decirlo así, dos soberanos, el uno de derecho y el otro de hecho; se desvanecería al instante la unión social y quedaría disuelto el cuerpo político.
Sin embargo, para que el cuerpo del gobierno tenga una existencia, una vida real que le distinga del cuerpo del Estado; para que todos sus miembros puedan obrar de acuerdo y corresponder al fin para el cual ha sido instituido, es preciso que tenga un ser particular, una sensibilidad común a sus miembros, una fuerza, una voluntad propia, cuyo objeto sea su conservación. Esta existencia particular supone asambleas, consejos, facultad de deliberar y de resolver, derechos, títulos, privilegios, que pertenezcan exclusivamente al príncipe, y que hagan la condición del magistrado más honrosa a proporción del trabajo que su puesto le acarrea. La dificultad consiste en la manera de arreglar, dentro del todo, este todo subalterno, de modo que no altere la constitución general asegurando la suya; que siempre distinga su fuerza particular destinada a su propia conservación, de la fuerza pública destinada a la conservación del Estado; y que, en una palabra, esté siempre dispuesto a sacrificar el gobierno al pueblo, y no el pueblo al gobierno.
Por otra parte, si bien es cierto que el cuerpo artificial del gobierno es la obra de otro cuerpo artificial y que no tiene en
cierto modo más que una vida prestada y subordinada, esto no impide que pueda obrar con mayor o menor vigor o celeridad, y disfrutar, por decirlo así, de una salud más o menos robusta. En fin, sin alejarse directamente del fin de su institución, puede separarse de él más o menos, según el modo con que esté constituido.
De todas estas diferencias nacen las diversas relaciones que el gobierno debe tener con el cuerpo del Estado, según las relaciones accidentales y particulares que modifican este mismo Estado. Pues a veces el gobierno que en sí sea el mejor, llegará a ser el más vicioso, si sus relaciones no se modifican según los defectos del cuerpo político al cual pertenece.
Capítulo II
Del principio que constituye las diferentes formas de gobierno
Para exponer la causa general de estas diferencias, el príncipe se ha de distinguir ahora del gobierno, como antes el Estado se ha distinguido xxx xxxxxxxx.
El cuerpo del magistrado se puede componer de un mayor o menor número de miembros. He dicho ya que la relación xxx xxxxxxxx a los súbditos es tanto mayor cuanto más numeroso es el pueblo; y por una evidente analogía, puedo decir lo mismo del gobierno con respecto a los magistrados.
Mas como la fuerza total del gobierno es la del Estado, no sufre variación; de lo que se sigue que cuanta más fuerza emplee para obrar sobre sus propios miembros, menos le quedará para obrar sobre todo el pueblo.
Luego cuánto más numerosos son los magistrados, tanto más débil es el gobierno. Como esta máxima es fundamental, dediquémonos a ilustrarla mejor.
Podemos distinguir en la persona del magistrado tres voluntades esencialmente distintas: primeramente, la voluntad propia del individuo, que sólo se inclina a su interés particular; en segundo lugar, la voluntad común de los magistrados, que se dirige únicamente al provecho del príncipe y que se puede llamar voluntad de corporación, la cual es general con respecto
al Estado del cual éste es parte; y en tercer lugar, la voluntad del pueblo o la voluntad soberana, que es general, tanto respecto al Estado considerado como el todo, cuanto respecto al gobierno considerado como parte del todo.
En una legislación perfecta, la voluntad particular o individual debe ser nula; la voluntad de corporación propia del gobierno muy subordinada; y por consiguiente la voluntad general o soberana siempre debe descollar y ser la única regla de todas las demás.
Según el orden natural, estas diferentes voluntades se hacen, por el contrario, más activas a medida que se concentran. Por esto la voluntad general siempre es la más débil, la voluntad de corporación ocupa el segundo lugar, y la voluntad particular el primero de todos: de suerte que en el gobierno, cada miembro es en primer lugar él mismo, luego después magistrado, y por último ciudadano; gradación directamente opuesta a lo que exige el orden social.
Esto supuesto; cuando todo el gobierno está en manos de un sólo hombre, la voluntad particular y la de corporación se hallan perfectamente reunidas, y por consiguiente esta última está llevada al más alto grado de intensidad posible. Y como de los grados de voluntad depende el uso de la fuerza, y la fuerza absoluta del gobierno no varía, de aquí se sigue que el gobierno de un sólo hombre es el más activo de todos.
Unamos, por el contrario, el gobierno a la autoridad legislativa, formemos el príncipe con el soberano y hagamos de todos los ciudadanos otros tantos magistrados: en tal caso la voluntad de
corporación, confundida con la voluntad general, no tendrá más actividad que ésta, y dejará en toda su fuerza la voluntad particular. Así es que teniendo siempre el gobierno la misma fuerza absoluta, estará en su minimum de fuerza relativa o de actividad.
Estas relaciones son incontestables, y no faltan otras consideraciones que sirven para confirmarlas. Se observa por ejemplo, que cada magistrado es más activo en su corporación que cada ciudadano en la suya, y que por consiguiente la voluntad particular tiene más influencia en los actos del gobierno que en los xxx xxxxxxxx, porque cada magistrado casi siempre está encargado de alguna comisión del gobierno, cuando por el contrario cada ciudadano aisladamente no ejerce ninguna función de la soberanía. Por otra parte, cuanto más se extiende el Estado, tanto más se aumenta su fuerza real, si bien esta no se aumenta en razón de su extensión; pero si queda el Estado del mismo modo, por más que se aumente el número de magistrados, no por esto adquiere el gobierno mayor fuerza real, porque esta fuerza es la del Estado, cuya medida siempre es la misma. De esta manera la fuerza relativa o la actividad del gobierno se disminuye, sin que pueda aumentarse su fuerza absoluta o real.
No es menos cierto que el despacho de los negocios se entorpece a medida que mayor número de gentes está encargado de ellos; que concediendo demasiado a la prudencia, no se fía lo bastante a la fortuna; que se deja escapar la ocasión favorable, y que a fuerza de deliberar se pierde a menudo el fruto de deliberación.
Acabo de probar que el gobierno se debilita a medida que los magistrados se aumentan; y ya antes he probado que cuanto más numeroso es el pueblo, tanto mayor debe ser la fuerza que reprima. De lo que se sigue que la relación de los magistrados debe estar en razón inversa de la de los súbditos; es decir, que cuanto más se engrandezca el Estado, tanto más debe estrecharse el gobierno, de modo que el número de jefes disminuya en razón del aumento del pueblo.
Por lo demás, sólo hablo aquí de la fuerza relativa del gobierno, y no de su rectitud; porque, al contrario, cuanto más numerosos son los magistrados, tanto más la voluntad de corporación se aproxima a la voluntad general; en vez de que, habiendo un sólo magistrado, esta misma voluntad de corporación no es más, según tengo dicho, que una voluntad particular. Así es que se pierde por una parte lo que por otra se gana, y la habilidad del legislador consiste en saber fijar el punto, en el cual la fuerza y la voluntad del gobierno, que siempre están en proporción recíproca, se combinen produciendo la relación más ventajosa para el Estado.
Capítulo III División de los gobiernos
Se ha visto en el capítulo precedente, porque razón se distinguen las diferentes especies o formas de gobiernos según el número de miembros que los componen; falta ver en éste de qué modo se ejecuta esta división.
En primer lugar, puede el soberano encomendar el gobierno a todo el pueblo o a la mayor parte del pueblo, de suerte que haya más ciudadanos magistrados que ciudadanos particulares. A esta forma de gobierno se le da el nombre de democracia.
También el soberano puede poner el gobierno en manos de un corto número, de modo que haya más simples ciudadanos que magistrados; y esta forma se llama aristocracia.
En fin, puede concentrar todo el gobierno en un sólo magistrado, de quien todos los demás reciban el poder. Esta tercera forma es la más común, y se llama monarquía o gobierno real.
Debe advertirse que todas estas formas, o al menos las dos primeras, son susceptibles de más y de menos, y que tienen mucha laxitud; puesto que la democracia puede abrazar a todo el pueblo, o estrecharse hasta la mitad. La aristocracia puede también reducirse desde la mitad del pueblo hasta el número más corto indeterminadamente. La misma monarquía es susceptible de alguna división. Esparta tuvo constantemente dos xxxxx en virtud de su constitución, y en el imperio romano
ha habido hasta ocho emperadores a un mismo tiempo, sin que se pudiese decir que estaba dividido el imperio. De aquí resulta que hay un punto en el cual cada forma de gobierno se confunde con la siguiente; y se ve que con tres solas denominaciones el gobierno es susceptible en realidad de tantas formas diferentes como ciudadanos tiene el Estado.
Aún hay más: pudiendo este mismo gobierno, bajo ciertos respectos, subdividirse en otras partes, la una administrada de un modo, y la otra de otro, pueden resultar de estas tres formas combinadas una multitud de formas mixtas, cada una de las cuales se puede multiplicar por todas las formas simples.
En todos tiempos se ha disputado mucho sobre la mejor forma de gobierno, sin considerar que cada una de ellas es la mejor en algunos casos y la peor en otros.
Sí, en los diversos Estados, el número de magistrados supremos debe estar en razón inversa del de los ciudadanos, se sigue que en general el gobierno democrático conviene a los Estados pequeños, el aristocrático a los medianos y el monárquico a los grandes. Esta regla se deduce inmediatamente de dicho principio. Mas ¿cómo es posible enumerar las muchas circunstancias que pueden sugerirnos excepciones?
Capítulo IV De la democracia
El que hace la ley sabe mejor que nadie de qué manera se ha de ejecutar e interpretar. Parece pues que no se puede encontrar una constitución mejor que aquella, en que el poder ejecutivo está unido al legislativo: pero esto mismo hace que este gobierno sea insuficiente bajo ciertos respectos, porque las cosas que han de estar separadas no lo están, y el príncipe y el soberano, siendo una sola persona, no forman, por decirlo así, más que un gobierno sin gobierno.
No conviene que el que hace las leyes, las ejecute, ni que el cuerpo del pueblo separe su atención de las miras generales para fijarla en objetos particulares. Nada más peligroso que la influencia de los intereses particulares en los negocios públicos; y el abuso que el gobierno puede hacer de las leyes, es un mal menor que la corrupción del legislador, consecuencia indispensable de las miras particulares. Alterándose entonces el Estado en su substancia, toda reforma llega a ser imposible. Un pueblo tan perfecto que no abusase jamás del gobierno, tampoco abusaría de la independencia; un pueblo que siempre gobernase bien, no tendría necesidad de ser gobernado.
Tomando el término en todo el rigor de la acepción, jamás ha existido una verdadera democracia, ni es posible que jamás exista. Es contrario al orden natural que gobierne la mayoría, y que la minoría sea gobernada. No se puede concebir que esté el
pueblo continuamente reunido para dedicarse a los negocios públicos, y se ve fácilmente que no puede establecer comisiones a este fin, sin variar la forma de la administración.
En efecto, creo poder asentar el principio de que, cuando las diferentes funciones entre muchos tribunales, los menos numerosos adquieren tarde o temprano la mayor autoridad, aun cuando no hubiese otra causa que la facilidad de despachar los negocios, la cual les conduce naturalmente a ello.
Por otra parte, ¡cuántas cosas, todas difíciles de reunir, no supone este gobierno! Primeramente, un Estado muy pequeño, para que se pueda juntar el pueblo sin dificultad, y pueda cada ciudadano conocer fácilmente a los demás: en segundo lugar, una muy grande sencillez de costumbres, a fin de evitar la multitud de negocios y las discusiones espinosas: luego después mucha igualdad, en los rangos y en las fortunas, pues sin esto no puede subsistir largo tiempo la igualdad en los derechos ni en la autoridad: finalmente, poco o ningún lujo, porque el lujo o es efecto de las riquezas, o las hace necesarias; corrompe a la vez al rico y al pobre, al uno por la posesión, al otro por la codicia; vende la patria a la molicie y a la vanidad, y priva al Estado de todos sus ciudadanos para sujetarlos los unos a los otros, y todos a la opinión.
Por esta razón un célebre autor ha designado la virtud por principio a toda república, pues sin ella no pueden subsistir todas estas condiciones; pero, por no haber hecho las distinciones necesarias, este hombre xx xxxxxxx ha escrito a menudo sin exactitud, y a veces sin claridad, y no ha visto que
siendo la autoridad soberana en todas partes la misma, debe regir el mismo principio en todo Estado bien constituido; si bien es cierto que con mayor o menor extensión según fuere la forma del gobierno.
Añádase a esto que no hay gobierno tan expuesto a las guerras civiles y a las agitaciones interiores como el democrático a popular, porque no hay ninguno que tienda con tanto ímpetu y con tanta frecuencia a mudar de forma, ni que exija más vigilancia y valor para ser mantenido en la suya. En esta constitución es donde el ciudadano debe armarse de mayor fuerza y constancia, y repetir todos los días de su vida en el fondo de su corazón lo que decía un virtuoso palatino16 en la dieta xx Xxxxxxx:
Malo periculosam libertatem quam quietum servitium17.
Si existiese un pueblo de dioses, sin duda se gobernaría democráticamente. Un gobierno tan perfecto no conviene a los hombres.
16 El Palatino de Posnania, padre del xxx xx Xxxxxxx, Xxxxx xx Xxxxxx.
17 “Prefiero una peligrosa libertad que una esclavitud con paz”.
Capítulo V De la aristocracia
Hay en este gobierno dos personas xxxxxxx muy distintas, a saber, el gobierno y el soberano; y por consiguiente dos voluntades generales, la una con respecto a todos los ciudadanos, y la otra sólo con respecto a los miembros de la administración. Así pues, aunque pueda el gobierno arreglar su policía interior como le acomode, jamás puede hablar al pueblo sino en nombre xxx xxxxxxxx, esto es, en nombre del mismo pueblo, lo que se ha de tener siempre presente.
Las primeras sociedades se gobernaron aristocráticamente. Los que eran cabezas de familia deliberaban entre sí sobre los negocios públicos. Los jóvenes cedían sin dificultad a la autoridad de la experiencia. De aquí provienen los nombres de presbíteros, ancianos, senado, gerontes. Los salvajes de la América septentrional se gobiernan todavía así, y están muy bien gobernados.
Pero a medida que la desigualdad de institución pudo más que la desigualdad natural, la riqueza y el poder18 fueron preferidos a la edad, y la aristocracia llegó a ser electiva. Por último, pasando el poder juntamente con los bienes de padres a hijos, y
18 Es evidente que la palabra optimates no quería decir, entre los antiguos, los mejores, sino los más poderosos.
creando así el patriciado en algunas familias, el gobierno se convirtió en hereditario y hubo senadores de veinte años.
Hay según esto tres especies de aristocracia; natural, electiva y hereditaria. La primera conviene solamente a los pueblos sencillos; la tercera es el peor gobierno imaginable; y la segunda es el mejor, es la aristocracia propiamente dicha.
Además de la utilidad de la distinción de los dos poderes, tiene la de la elección de sus miembros; porque en un gobierno popular todos los ciudadanos nacen magistrados, empero este gobierno los limita a un pequeño número, que sólo llega a serlo por medio de la elección19; medio por el cual la honradez, los conocimientos, la experiencia y todos los otros motivos de preferencia y de pública estimación, son otros tantos fiadores de que habrá quien gobierne con sabiduría.
A más de esto, las asambleas se juntan con mayor comodidad, los asuntos se discuten mejor, y se despachan con mayor orden y diligencia: el crédito del Estado está mejor sostenido en extranjero por senadores dignos de veneración que no por una muchedumbre desconocida o despreciada.
En una palabra, el mejor orden y el más natural consiste en que los más sabios gobiernen a la muchedumbre siempre que haya
19 Importa mucho que las leyes determinen la forma de la elección de los magistrados; pues si se deja al arbitrio del príncipe, no se puede evitar el caer en la aristocracia hereditaria, como ha sucedido en las repúblicas de Venecia y xx Xxxxx. Por esto la primera hace ya mucho tiempo que es un Estado disuelto; pero la segunda se conserva por la mucha sabiduría de su senado; excepción muy honorifica y al mismo tiempo muy peligrosa.
una seguridad de que la gobernarán según el provecho de esta, y no según el suyo. No se han de multiplicar en vano los resortes, ni hacer con veinte mil hombres lo que cien, bien escogidos, pueden desempeñar mejor. Pero se ha de observar que el interés de corporación, al dirigir en este caso la fuerza pública, sigue menos la regla de la voluntad general, y que otra inclinación inevitable quita a las leyes una parte del poder ejecutivo.
En cuanto a las conveniencias particulares, no se necesita que el Estado sea tan pequeño, ni el pueblo tan sencillo y tan recto, que la ejecución de las leyes tenga lugar inmediatamente después de la voluntad pública, como en una buena democracia. Tampoco se necesita una nación tan grande, que los jefes esparcidos para gobernarla puedan obrar como soberanos cada uno en su distrito, y empezar por hacerse independientes para llegar a ser después los señores.
Pero si bien la aristocracia no exige tantas virtudes como el gobierno popular, también requiere otras que le son propias; pues exige moderación en los ricos, y ninguna ambición en los pobres, ni parece que viniese al caso en semejante gobierno una rigurosa igualdad, que ni aun en Esparta pudo ponerse en práctica.
Por lo demás si esta forma permite cierta desigualdad de fortunas, no es sino para que la administración de los negocios públicos se confíe generalmente a los que pueden dedicarse mejor a ellos; pero no, como pretende Xxxxxxxxxxx, para que sean siempre preferidos los ricos. Al contrario, conviene que una
elección contraria enseñe algunas veces al pueblo, que en el mérito de los hombres hay motivos de preferencia más relevantes que la riqueza.
Capítulo VI De la monarquía
Hasta aquí hemos considerado al príncipe como una persona moral y colectiva, unida por la fuerza de las leyes, y depositaria, en el Estado, del poder ejecutivo. Ahora debemos considerar este poder reunido en manos de una persona natural, de un hombre real, que sea el único que pueda disponer de él según las leyes. A este hombre le llamamos monarca x xxx.
Muy al revés de las demás administraciones, en las que un ente colectivo representa a un individuo, en ésta un individuo representa un ente colectivo; de modo que la unidad moral, llamada príncipe, es al mismo tiempo una unidad física, en la cual se hallan naturalmente reunidas todas las facultades que la ley reúne en la otra.
Así es que la voluntad del pueblo y la del príncipe, la fuerza pública del Estado y la particular del gobierno, todo obedece al mismo móvil, todos los resortes de la máquina están en la misma mano, todo camina al mismo fin, no hay movimientos encontrados que se destruyan mutuamente, y no es posible imaginar ninguna especie de constitución en la que un esfuerzo tan pequeño produzca una acción más considerable.
Xxxxxxxxxx, sentado tranquilamente en la playa y botando sin fatiga al mar una grande nave, es la imagen de un hábil
monarca que gobierna sus vastos Estados desde su gabinete, y lo hace mover todo, permaneciendo él al parecer inmóvil.
Pero si bien es verdad que no hay gobierno más vigoroso, no lo es menos que no hay ninguno, en que la voluntad particular tenga mayor imperio y domine más fácilmente a las demás: todo se dirige al mismo fin, es cierto; pero este fin no es el de la pública felicidad, y la fuerza misma de la administración se convierte sin cesar en perjuicio del Estado.
Los xxxxx quieren ser absolutos y se les grita desde lejos que el mejor medio para serlo es el de hacerse amar de sus pueblos. Esta máxima es muy hermosa y aun verdadera bajo ciertos respectos: desgraciadamente siempre se hará burla de ella en las cortes. El poder que deriva del amor de los pueblos es sin duda alguna el mejor; pero es precario y condicional, y nunca satisfará a los príncipes. Los mejores xxxxx quieren poder ser malos si les acomoda, sin dejar por esto de ser los señores. Por más que un orador político les predique que, consistiendo su fuerza en la del pueblo, su principal interés está en que éste sea floreciente, numeroso y respetable, no harán ningún caso: saben ellos mejor que nadie que no es verdad. Su interés personal consiste antes que todo en que el pueblo sea débil y miserable, y en que nunca les pueda hacer resistencia.
Confieso, que suponiendo a los súbditos siempre enteramente sometidos, el interés del príncipe sería entonces que el pueblo fuese poderoso, pues siendo suyo el poder de éste, se haría temer de sus vecinos; pero como este interés sólo es secundario y subordinado, y las dos suposiciones incompatibles, es natural
que los príncipes den siempre la preferencia a la máxima que les es inmediatamente más útil. Esto es lo que Xxxxxx hacía presente con vigor a los hebreos; esto es lo que Xxxxxxxxxx ha demostrado con evidencia. Fingiendo este último que daba lecciones a los xxxxx, las ha dado muy grandes a los pueblos. El Príncipe xx Xxxxxxxxxx es el libro de los republicanos20.
Hemos visto por medio de las relaciones generales, que la monarquía sólo conviene a los grandes Estados; y lo vemos aun examinándola en sí misma. Cuanto más numerosa es la administración pública, tanto más la relación del príncipe a los súbditos se disminuye y va acercándose a la igualdad; de modo que en la democracia esta relación es como uno, o bien la misma igualdad.
Esta misma relación se aumenta a medida que el gobierno se estrecha, y está en su máximum cuando el gobierno se halla en manos de uno sólo. Entonces se encuentra una distancia demasiado grande entre el príncipe y el pueblo, y el Estado se halla falto de enlace. Para formarlo, se necesita pues que haya clases intermedias; y para llenar estas clases debe haber príncipes, grandes y nobleza. Empero nada de esto conviene a
20 Xxxxxxxxxx fue un hombre de bien y un buen ciudadano; pero unido a la casa xx Xxxxxx, se vio precisado, durante la opresión de su patria, a disfrazar su amor a la libertad. La sola elección de su execrable héroe manifiesta bastante su intención secreta, y la oposición de las máximas de su libro del príncipe con las de sus discursos sobre Xxxx Xxxxx y de su historia xx Xxxxxxxxx, demuestra que este profundo político sólo ha tenido hasta aquí lectores superficiales o corrompidos. La corte de Roma ha prohibido rigurosamente su libro: no es de extrañar, pues a ella es a quien pinta con mayor claridad.
un Estado muy reducido, que se arruinaría a causa de todos estos grados. Pero si es difícil que un grande Estado esté bien gobernado, aún lo es mucho más que lo esté por un hombre sólo; y todo el mundo sabe lo que sucede cuando un rey se da sustitutos.
Un defecto esencial e inevitable, que hará que el gobierno monárquico sea siempre inferior al republicano, es que en este, la voz pública casi nunca eleva a los primeros puestos más que a hombres ilustrados y capaces de ocuparlos con honor; cuando por el contrario los que medran en las monarquías sólo son las más de las veces unos enredadores, bribones e intrigantes, cuyo superficial talento, que en las cortes hace llegar a los grandes destinos, sólo sirve para mostrar al público su ineptitud tan pronto como han llegado a ellos. El pueblo en las elecciones se engaña mucho menos que el príncipe; y es tan difícil encontrar en el ministerio a un hombre de verdadero mérito, como a un ignorante al frente de un gobierno republicano. Por esto, cuando por una dichosa casualidad alguno de estos hombres nacidos para gobernar se encarga de dirigir el timón de los negocios en una monarquía casi arruinada por esa cáfila de lindos administradores, sorprende a todos con los recursos que encuentra, y su ministerio hace época en un país.
Para que un Estado monárquico pudiese estar bien gobernado, sería menester que su grandeza o extensión se midiese por las facultades del que gobernase. Más fácil es conquistar que gobernar. Teniendo una palanca suficiente, un dedo basta para hacer bambolear el mundo; pero para sostenerle se necesitan los hombros de Xxxxxxxx. Por poco grande que sea un Estado, casi