REINVENTAR LA DEMOCRACIA
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EL CONTRATO SOCIAL DE LA MODERNIDAD
EL CONTRATO SOCIAL es el meta-relato sobre el que se asienta la moderna obligación política. Una obligación compleja y contradi-c toria por cuanto establecida entre hombres libres y con el propós-i to, al menos en Xxxxxxxx, de maximizar, y no de minimizar, la libertad. El contrato social encierra, por lo tanto, una tensión dia- léctica entre regulación social y emancipación social, tensión que se mantiene merced a la constante polarización entre voluntad indiv-i dual y voluntad general, entre interés particular y bien común. El Estado nación, el derecho y la educación cívica son los garantes del discurrir pacífico y democrático de esa polarización en el seno del ámbito social que ha venido en llamarse sociedad civil. El proced-i miento lógico del que nace el carácter innovador de la sociedad civil radica, como es sabido, en la contraposición entre sociedad civil y estado de naturaleza o estado natural. De ahí que las conocidas dif-e rencias en las concepciones del contrato social xx Xxxxxx, Xxxxx y
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Xxxxxxxx tengan su reflejo en distintas concepciones del estado de naturaleza1: cuanto más violento y anárquico sea éste mayores serán los poderes atribuidos al Estado resultante del contrato social. Las diferencias entre Xxxxxx, por un lado, y Xxxxx y Xxxxxxxx, por otro, son, en este sentido, enormes. Comparten todos ellos, sin embargo, la idea de que el abandono del estado de naturaleza para constituir la sociedad civil y el Estado modernos representa una opción de carácter radical e irreversible. Según ellos, la modernidad es intrínsecamente problemática y rebosa de unas antinomias -enter la coerción y el consentimiento, la igualdad y la libertad, el sober-a no y el ciudadano o el derecho natural y el civil- que sólo puede resolver con sus propios medios. No puede echar mano de recursos pre- o anti-modernos.
El contrato social se basa, como todo contrato, en unos criterios de inclusión a los que, por lógica, se corresponden unos criterios de exclusión. De entre estos últimos destacan tres. El primero se sigue del hecho de que el contrato social sólo incluye a los individuos y a sus asociaciones; la naturaleza queda excluida: todo aquello que pre- cede o permanece fuera del contrato social se ve relegado a ese ámbi- to significativamente llamado “estado de naturaleza”. La única natu- raleza relevante para el contrato social es la humana, aunque se trate, en definitiva, de domesticarla con las leyes del Estado y las normas de convivencia de la sociedad civil. Cualquier otra naturaleza o constituye una amenaza o representa un recurso. El segundo crite- rio es el de la ciudadanía territorialmente fundada. Sólo los ciuda- danos son partes del contrato social. Todos los demás -ya sean muje- res, extranjeros, inmigrantes, minorías (y a veces mayorías) étnicas- quedan excluidos; viven en el estado de naturaleza por mucho que
1 Para un análisis pormenorizado de las distintas concepciones del contrato social véase Xxxxxx, 1995, pp. 63-71.
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puedan cohabitar con ciudadanos. El tercer y último criterio es el (del) comercio público de los intereses. Sólo los intereses que pue- den expresarse en la sociedad civil son objeto del contrato. La vida privada, los intereses personales propios de la intimidad y del espa- cio doméstico, quedan, por lo tanto, excluidos del contrato.
El contrato social es la metáfora fundadora de la racionalidad social y política de la modernidad occidental. Sus criterios de incl-u sión/exclusión fundamentan la legitimidad de la contractualización de las interacciones económicas, políticas, sociales y culturales. lE potencial abarcador de la contractualización tiene como contrapa-r tida una separación radical entre incluidos y excluidos. Pero, aun- que la contractualización se asienta sobre una lógica de inclusión/exclusión, su legitimidad deriva de la inexistencia de excluidos. De ahí que éstos últimos sean declarados vivos en rég-i men de muerte civil. La lógica operativa del contrato social se encuentra, por lo tanto, en permanente tensión con su lógica de legitimación. Las inmensas posibilidades del contrato conviven con su inherente fragilidad. En cada momento o corte sincrónico, la contractualización es al mismo tiempo abarcadora y rígida; diacr-ó nicamente, es el terreno de una lucha por la definición de los crit-x xxxx y términos de la exclusión/inclusión, lucha cuyos resultados van modificando los términos del contrato. Los excluidos de un momento surgen en el siguiente como candidatos a la inclusión ,y acaso, son incluidos en un momento ulterior. Pero, debido a la lóg-i ca operativa del contrato, los nuevos incluidos sólo lo serán en detrimento de nuevos o viejos excluidos. El progreso de la contra-c tualización tiene algo de sisífico. La flecha del tiempo es aquí, como mucho, una espiral.
Las tensiones y antinomias de la contractualización social no se resuelven, en última instancia, por la vía contractual. Su gestión controlada depende de tres presupuestos de carácter metacontra-c
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tual: un régimen general de valores, un sistema común de medidas y un espacio-tiempo privilegiado. El régimen general de valoresse asienta sobre las ideas del bien común y de la voluntad general en cuanto principios agregadores de sociabilidad que permiten desi-g nar como ‘sociedad’ las interacciones autónomas y contractuales entre sujetos libres e iguales.
El sistema común de medidase basa en una concepción que con- vierte el espacio y el tiempo en unos criterios homogéneos, neutors y lineares con los que, a modo de mínimo común denominador, se definen las diferencias relevantes. La técnica de la perspectiva intro- ducida por la pintura renacentista es la primera manifestación moderna de esta concepción. Igualmente importante fue, en este sentido, el perfeccionamiento de la técnica de las escalas y de las proyecciones en la cartografía moderna iniciada por Xxxxxxxx. Con esta concepción se consigue, por un lado, distinguir la naturaleza de la sociedad y, por otro, establecer un término de comparación cuantitativo entre las interacciones sociales de carácter generalizado y diferenciable. Las diferencias cualitativas entre las interacciones o se ignoran o quedan reducidas a indicadores cuantitativos que dan aproximada cuenta de las mismas. El dinero y la mercancía son las
concreciones más puras del sistema común de medidas: facilitan la medición y comparación del trabajo, xxx xxxxxxx, de los riesgos y de los daños. Pero el sistema común de medidas va más allá del dine- ro y de las mercancías. La perspectiva y la escala, combinadas con el sistema general de valores, permiten, por ejemplo, evaluar la gra- vedad de los delitos y de las penas: a una determinada graduación de las escalas en la gravedad del delito corresponde una determina- da graduación de las escalas en la privación de libertad. La perspec- tiva y la escala aplicadas al principio de la soberanía popular per- miten la democracia representativa: a un número x de habitantes corresponde un número y de representantes. El sistema común de
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medidas permite incluso, con las homogeneidades que crea, esta- blecer correspondencias entre valores antinómicos. Así, por ejem- plo, entre la libertad y la igualdad pueden definirse criterios de jus- ticia social, de redistribución y de solidaridad. El presupuesto es que las medidas sean comunes y procedan por correspondencia y homogeneidad. De ahí que la única solidaridad posible sea la que se da entre iguales: su concreción más cabal está en la solidaridad entre trabajadores.
El espacio-tiempo privilegiadoes el espacio-tiempo estatal nacio- nal. En este espacio-tiempo se consigue la máxima agregación de intereses y se definen las escalas y perspectivas con las que se obs-er van y miden las interacciones no estatales y no nacionales (de ahí, por ejemplo, que el gobierno municipal se denomine gobierno local). La economía alcanza su máximo nivel de agregación, int-e gración y gestión en el espacio-tiempo nacional y estatal que es tam- bién el ámbito en el que las familias organizan su vida y establecen el horizonte de sus expectativas, o de la falta de las mismas. La ob-li gación política de los ciudadanos ante el Estado y de éste ante aqu-é llos se define dentro de ese espacio-tiempo que sivre también de escala a las organizaciones y a las luchas políticas, a la violencia le-gí tima y a la promoción del bienestar general. Pero el espacio-tiempo nacional estatal no es sólo perspectiva y escala, también es un ritmo, una duración, una temporalidad; también es el espacio-tiempo de la deliberación del proceso judicial y, en general, de la acción buor- crática del Estado, cuya correspondencia más isomórfica está en el espacio-tiempo de la producción en masa.
Por último, el espacio-tiempo nacional y estatal es el espacio seña- lado de la cultura en cuanto conjunto de dispositivos identitarios que fijan un régimen de pertenencia y legitiman la normatividad que sirve de referencia a todas las relaciones sociales que se desenvuelevn
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dentro del territorio nacional: desde el sistema educativo a la histo- ria nacional, pasando por las ceremonias oficiales o los días festoivs.
Estos principios reguladores son congruentes entre sí. Si el régi- men general de valores es el garante último de los horizontes de expectativas de los ciudadanos, el campo de percepción de ese hori- zonte y de sus convulsiones depende, del sistema común de medi- das. Perspectiva y escala son, entre otras cosas, dispositivos visuales que crean campos de visión y, por tanto, áreas de ocultación. La visibilidad de determinados riesgos, daños, desviaciones, debilida- des tiene su reflejo en la identificación de determinadas causas, determinados enemigos y agresores. Unos y otros se gestionan de modo preferente y privilegiado con las formas de conflictividad, negociación y administración propias del espacio-tiempo nacional y estatal.
La idea del contrato social y sus principios reguladores constit-u yen el fundamento ideológico y político de la contractualidad sober la que se asientan la sociabilidad y la política de las sociedades modernas. Entre las características de esta organización contractu-a lizada, destacan las siguientes. El contrato social pretende crear un paradigma socio-político que produzca de manera normal, con-s tante y consistente cuatro bienes públicos: legitimidad xxx xxxxx-r no, bienestar económico y social, seguridad e identidad colectiva. Estos bienes públicos sólo se realizan conjuntamente: son, en últ-i ma instancia, los distintos pero convergentes modos de realizar el bien común y la voluntad general. La consecución de estos bienes se proyectó históricamente a través de una vasta constelación de luchas sociales, entre las que destacan las luchas de clase -expresión de la fundamental divergencia de intereses generada por las relaci-o nes sociales de producción capitalista. Debido a esta divergencia y a las antinomias inherentes al contrato social (entre autonomía ind-i vidual y justicia social, libertad e igualdad), las luchas por el bien
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común siempre fueron luchas por definiciones alternativas de ese bien. Luchas que se fueron cristalizando con contractualizaciones parciales que modificaban los mínimos hasta entonces acordados y que se traducían en una materialidad de instituciones encargadas de asegurar el respeto a, y la continuidad de, lo acordado.
De esta prosecución contradictoria de los bienes públicos, con sus consiguientes contractualizaciones, resultaron tres grandes con-s telaciones institucionales, todas ellas asentadas en el espacio-tiempo nacional y estatal: la socialización de la economía, la politización del Estado y la nacionalización de la identidad. Lasocialización de la economíavino del progresivo reconocimiento de la lucha de clases como instrumento, no de superación, sino de transformación del capitalismo. La regulación de la jornada laboral y de las condiciones de trabajo y salariales, la creación de seguros sociales obligatorios y de la seguridad social, el reconocimiento del derecho de huelga, de los sindicatos, de la negociación o de la contratación colectivas son algunos de los hitos en el largo camino histórico de la socialización de la economía. Camino en el que se fue reconociendo que la eco- nomía capitalista no sólo estaba constituida por el capital, el me-r cado y los factores de producción sino que también participan de ella trabajadores, personas y clases con unas necesidades básicas, unos intereses legítimos y, en definitiva, con unos derechos ciud-a danos. Los sindicatos desempeñaron en este proceso una función destacada: la de reducir la competencia entre trabajadores, principal causa de la sobre-explotación a las que estaban inicialmente sujetos.
La materialidad normativa e institucional resultante de la socializa- ción de la economía quedó en manos de un Estado encargado de ergu- lar la economía, mediar en los conflictos y reprimir a los trabajadoers, anulando incluso consensos represivos. Esta centralidad del Estado en la socialización de la economía influyó decididamente en la configu-
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ración de la segunda constelación:la politización del Estado, proceso asentado sobre el desarrollo de su capacidad erguladora.
El desarrollo de esta capacidad asumió, en las sociedades capit-a listas, principalmente, dos formas: el Estado de bienestar en el ce-n tro del sistema mundial y el Estado desarrollista en la periferia y semiperiferia del sistema mundial. A medida que fue estatalizando la regulación, el Estado la convirtió en campo para la lucha polít-i ca, razón por lo cual acabó politizándose. Del mismo modo que la ciudadanía se configuró desde el trabajo, la democracia estuov desde el principio ligada a la socialización de la economía. La te-n sión entre capitalismo y democracia es, en este sentido, constitut-i va del Estado moderno, y la legitimidad de este Estado siemper estuvo vinculada al modo, más o menos equilibrado, en que reso-l vió esa tensión. El grado cero de legitimidad del Estado moderno es el fascismo: la completa rendición de la democracia ante las nece-si dades de acumulación del capitalismo. Su grado máximo de legit-i midad resulta de la conversión, siempre problemática, de la tensión entre democracia y capitalismo en un círculo virtuoso en el que cada uno prospera aparentemente en la medida en que ambos pro-x xxxxx conjuntamente. En las sociedades capitalistas este grado máximo de legitimidad se alcanzó en los Estados de bienestar de Europa del norte y de Canadá.
Por último, la nacionalización de la identidad cultuarl es el pro- ceso mediante el cual las, cambiantes y parciales, identidades de los distintos grupos sociales quedan territorializadas y temporalizadas dentro del espacio-tiempo nacional. La nacionalización de la iden- tidad cultural refuerza los criterios de inclusión/exclusión que sub- yacen a la socialización de la economía y a la politización del Estado, confiriéndoles mayor vigencia histórica y mayor estabilidad.
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Este amplio proceso de contractualización social, política y cu-l tural, con sus criterios de inclusión/exclusión, tiene, sin embargo, dos límites. El primero es inherente a los mismos criterios: la incl-u sión siempre tiene como límite lo que excluye. La socialización de la economía se consiguió x xxxxx de una doble des-socialización: la de la naturaleza y la de los grupos sociales que no consiguieron acc-e der a la ciudadanía a través del trabajo. Al ser una solidaridad enter iguales, la solidaridad entre trabajadores no alcanzó a los que qu-x xxxxx fuera del círculo de la igualdad. De ahí que las organizaci-o nes sindicales nunca se percataran, y en algunos casos sigan sin hacerlo, de que el lugar de trabajo y de producción es a menudo el escenario de delitos ecológicos o de graves discriminaciones sexu-a les y raciales. Por otro lado, la politización y la visibilidad pública del Estado tuvo como contrapartida la despolitización y privatiz-a ción de toda la esfera no estatal: la democracia pudo desarrollarse en la medida en que su espacio quedó restringido al Estado y a la pol-í tica que éste sintetizaba. Por último, la nacionalización de la iden- tidad cultural se asentó sobre el etnocidio y el epistemicidio: todos aquellos conocimientos, universos simbólicos, tradiciones y mem-o rias colectivas que diferían de los escogidos para ser incluidos y e-ri girse en nacionales fueron suprimidos, marginados o desnaturaliz-a dos, y con ellos los grupos sociales que los encarnaban.
El segundo límite se refiere a las desigualdades articuladas por el moderno sistema mundial. Los ámbitos y las formas de la contra-c tualización de la sociabilidad fueron distintos según fuera la pos-i ción de cada país en el sistema mundial: la contractualización fue más o menos inclusiva, estable, democrática y pormenorizada. En la periferia y semiperiferia la contractualización tendió a ser más limitada y precaria que en el centro. El contrato siempre tuvo que convivir allí con el status; los compromisos no fueron sino momen- tos evanescentes a medio camino entre los pre-compromisos y los
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post-compromisos; la economía se socializó sólo en pequeñas islas de inclusión situadas en medio de vastos archipiélagos de exclusión; la politización del Estado cedió a menudo ante la privatización del Estado y la patrimonialización de la dominación política; y la ide-n tidad cultural nacionalizó a menudo poco más que su propia car-x xxxxxx. Incluso en los países centrales la contractualización varió notablemente: por ejemplo, entre los países con fuerte tradición contractualista, caso de Alemania o Suecia, y aquellos de tradición subcontractualista como el Xxxxx Unido o los Estados Unidos de América.
LA CRISIS DEL CONTRATO SOCIAL
Con todas estas variaciones, el contrato social ha presidido, con sus criterios de inclusión y exclusión y sus principios metacontractuales, la organización de la sociabilidad económica, política y cultural de las sociedades modernas. Este paradigma social, político y cultural viene, sin embargo, atravesando desde hace más de una década una gran turbulencia que afecta no ya sólo a sus dispositivos operativos sino a sus presupuestos; una turbulencia tan profunda que parece estar apuntado a un cambio de época, a una transición paradigmática.
En lo que a los presupuestos se refiere, el régimen general xx xxxx- res no parece poder resistir la creciente fragmentación de una socie- dad dividida en múltiplesapartheidsy polarizada en torno a ejes eco- nómicos, sociales, políticos y culturales. En este contexto, no sólo pierde sentido la lucha por el bien común, también parece ir per- diéndolo la lucha por las definiciones alternativas de ese bien. La voluntad general parece haberse convertido en un enunciado absur- do. Algunos autores hablan incluso del fin de la sociedad. Lo cietro es que cabe decir que nos encontramos en un mundo post-xxxxxxx- xxxxx (lo cual revela, retrospectivamente, lo muy organizado que era
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ese mundo anarquista xx Xxxxxxxx). Según él, dos son los grandes modos de ejercicio del poder que, de modo complejo, coexisten: el dominante poder disciplinario, basado en las ciencias, y el declinan- te poder jurídico, centrado en el Estado y el derecho. Hoy en día, estos poderes no sólo se encuentran fragmentados y desorganizados sino que coexisten con muchos otros poderes. El poder disciplinario resulta ser cada vez más un poder indisciplinario a medida que las ciencias van perdiendo seguridad epistemológica y se ven obligadas a dividir el campo del saber entre conocimientos rivales capaces de generar distintas formas de poder. Por otro lado, el Estado piedr e centralidad y el derecho oficial se desorganiza al coexistir con un derecho no oficial dictado por múltiples legisladores fácticos que, gracias a su poder económico, acaban transformando lo fáctico en norma, disputándole al Estado el monopolio de la violencia y del derecho. La caótica proliferación de poderes dificulta la identifica- ción de los enemigos y, en ocasiones, incluso la de las víctimas.
Los valores de la modernidad -libertad, igualdad, autonomía, subjetividad, justicia, solidaridad- y las antinomias entre ellos pe-r viven pero están sometidos a una creciente sobrecarga simbólica: vienen a significar cosas cada vez más dispares para los distintos gru- pos y personas, al punto que el exceso de sentido paraliza la eficacia de estos valores y, por tanto, los neutraliza.
La turbulencia de nuestros días resulta especialmente patente en el sistema común de medidas. Si el tiempo y el espacio neutros, lineares y homogéneos desaparecieron hace ya tiempo de las cie-n cias, esa desaparición empieza ahora a hacerse notar en la vida co-ti xxxxx y en las relaciones sociales. Me he referido en otro lugar (Xxxxxx, 1998a) a la turbulencia por la que atraviesan las escalas con las que hemos venido identificando los fenómenos, los conflictos y las reacciones. Como cada fenómeno es el producto de las escalas con las que lo observamos, la turbulencia en las escalas genera extr-a
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ñamiento, desfamiliarización, sorpresa, perplejidad y ocultación: la violencia urbana es un ejemplo paradigmático de esta turbulencia en las escalas. Cuando un niño de la calle busca cobijo para pasar la noche y acaba, por ese motivo, asesinado por un policía o cuando una persona abordada por un mendigo se niega a dar limosna y, por ese motivo, es asesinada por el mendigo estamos ante una explosión imprevisible de la escala del conflicto: un fenómeno aparentemente trivial e inconsecuente se ve correspondido por otro dramático y de fatales consecuencias. Este cambio abrupto e imprevisible en la escala de los fenómenos se da hoy en día en los más variados ámb-i tos de la praxis social. Cabe decir, siguiendo x Xxxxxxxxx (1979; 1980), que nuestras sociedades están atravesando un periodo de bifurcación, es decir, una situación de inestabilidad sistémica en el que un cambio mínimo puede producir, imprevisible y caótica- mente, transformaciones cualitativas. La turbulencia de las escalas deshace las secuencias y los términos de comparación y, al hacerlo, reduce las alternativas, generando impotencia o induciendo a la pasividad.
La estabilidad de las escalas parece haber quedado limitada al mercado y al consumo, pero incluso aquí se han producido cambios radicales en el ritmo así como explosiones parciales que obligan a modificar constantemente la perspectiva sobre los actos comecria- les, las mercancías y los objetos, hasta el extremo en que la inter- subjetividad se transmuta en interobjetualidad (interobjectualida- de). La constante transformación de la perspectiva se da igualmen- te en las tecnologías de la información y de la comunicación donde la turbulencia en las escalas es, de hecho, acto originario y condi- ción de funcionamiento. La creciente inter-actividad de las tecno- logías permite prescindir cada vez más de la de los usuarios de modo que, subrepticiamente, la inter-actividad se va deslizando hacia la inter-pasividad.
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Por último, el espacio-tiempo nacional y estatal está perdiendo su primacía ante la creciente competencia de los espacios-tiempo globales y locales y se está desestructurando ante los cambios en sus ritmos, duraciones y temporalidades. El espacio-tiempo nacional estatal se configura con ritmos y temporalidades distintos peor compatibles y articulables: la temporalidad electoral, la de la co-n tratación colectiva, la temporalidad judicial, la de la seguridad social, la de la memoria histórica nacional, etc. La coherencia enter estas temporalidades confiere al espacio-tiempo nacional estatal su configuración específica. Pero esta coherencia resulta hoy en día cada vez más problemática en la medida en que varia el impacto que sobre las distintas temporalidades tienen los espacios-tiempo global y local.
Aumenta la importancia de determinados ritmos y temporalida- des completamente incompatibles con la temporalidad estatal nacional en su conjunto. Merecen especial referencia dos fenóm-e nos: el tiempo instantáneo del ciberespacio, por un lado, y el tiem- po glacial de la degradación ecológica, de la cuestión indígena o de la biodiversidad, por otro. Ambas temporalidades chocan fronta-l mente con la temporalidad política y burocrática del Estado. El tiempo instantáneo de los mercados financieros hace inviable cua-l quier deliberación o regulación por parte del Estado. El freno a esta temporalidad instantánea sólo puede lograrse actuando desde la misma escala en que opera, la global, es decir, con una acción inte-r nacional. El tiempo glacial, por su parte, es demasiado lento para compatibilizarse adecuadamente con cualquiera de las temporalid-a des nacional-estatales. De hecho, las recientes aporximaciones entre los tiempos estatal y glacial se han traducido en poco más que en intentos por parte del primero de canibalizar y desnaturalizar al segundo. Basta recordar el trato que ha merecido en muchos países la cuestión indígena o, también, la reciente tendencia a aprobar
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leyes nacionales sobre la propiedad intelectual e industrial que inc-i den sobre la biodiversidad.
Como el espacio-tempo nacional y estatal ha venido siendo el hegemónico ha conformado no ya sólo la acción del Estado sino las prácticas sociales en general de modo que también en estas últimas incide la presencia del tiempo instantáneo y del glacial. Al igual que ocurre con las turbulencias en las escalas, estos dos tiempos con-si guen, por distintas vías, reducir las alternativas, generar impotencia y fomentar la pasividad. El tiempo instantáneo colapsa las secue-n cias en un presente infinito que trivializa las alternativas multip-li cándolas tecnolúdicamente, fundiéndolas en variaciones de sí mi-s mas. El tiempo glacial crea, a su vez, tal distancia entre las alterna- tivas que éstas dejan de ser conmensurables y contrastables y se ven condenadas a deambular por entre sistemas de referencias incom-u nicables entre sí. De ahí que resulte cada vez más difícil proyectar, y optar entre, modelos alternativos de desarrollo.
Pero donde las señales de crisis del paradigma resultan más patentes es en los dispositivos funcionales de la contractualización social. A primera vista, la actual situación, lejos de asemejarse a una crisis del contractualismo social, parece caracterizarse por la defin- i tiva consagración del mismo. Nunca se ha hablado tanto de con- tractualización de las relaciones sociales, de las relaciones de trab-a jo o de las relaciones políticas entre el Estado y las organizaciones sociales. Pero lo cierto es que esta nueva contractualización poco tiene que ver con la idea moderna del contrato social. Se trata, en primer lugar, de una contractualización liberal individualista, bas-a da en la idea del contrato de derecho civil celebrado entre indiv-i duos y no en la idea de contrato social como agregación colectiav de intereses sociales divergentes. El Estado, a diferencia de lo que ocurre con el contrato social, tiene respecto a estos contratos de derecho civil una intervención mínima: asegurar su cumplimiento
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durante su vigencia sin poder alterar las condiciones o los términos de lo acordado. En segundo lugar la nueva contractualización no tiene, a diferencia del contrato social, estabilidad: puede ser denu-n ciada en cualquier momento por cualquiera de las partes. Y no se trata de una opción de carácter radical sino más bien de una opción trivial. En tercer lugar, la contractualización liberal no reconoce el conflicto y la lucha como elementos estructurales del contrato. Al contrario, los sustituye por el asentimiento pasivo a unas condicio- nes supuestamente universales e insoslayables. Así, el llamado co-n senso xx Xxxxxxxxxx se configura como un contrato social entre los países capitalistas centrales que, sin embargo, se erige, para todas las otras sociedades nacionales, en un conjunto de condiciones inelu- dibles, que deben aceptarse acríticamente, salvo que se prefiera la implacable exclusión. Estas condiciones ineludibles de carácter gl-o bal sustentan los contratos individuales de derecho civil.
Por todas estas razones, la nueva contractualización no es, en cuanto contractualización social, sino un falso contrato: la aparien- cia engañosa de un compromiso basado de hecho en unas cond-i ciones impuestas sin discusión a la parte más débil, unas condici-o nes tan onerosas como ineludibles. Bajo la apariencia de contrato, la nueva contractualización propicia la renovada emergencia del sta- tus, es decir, de los principios premodernos de ordenación jerárqu-i ca por los cuales las relaciones sociales quedan condicionadas por la posición en la jerarquía social de las partes. No se trata, sin emba-r go, de un regreso al pasado. El status se asienta hoy en día en la enorme desigualdad de poder económico entre las partes del con- trato individual; nace de la capacidad que esta desigualdad confieer a la parte más fuerte para imponer sin discusión las condiciones que le son más favorables. El status posmoderno es el contrato leonin.o
La crisis de la contractualización moderna se manifiesta en el pre- domino estructural de los procesos de exclusión sobre los de inclu-
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sión. Estos últimos aún perviven, incluso bajo formas avanzadas que combinan virtuosamente los valores de la modernidad, pero se van confinando a unos grupos cada vez más restringidos que imponen a grupos muchos más amplios formas abismales de exclusión. El pre- dominio de los procesos de exclusión se presenta bajo dos formas en apariencia opuestas: el post-contractualismo y el per-contractualis- mo. El post-contractualismo es el proceso mediante el cual grupos e intereses sociales hasta ahora incluidos en el contrato social quedan excluidos del mismo, sin perspectivas de poder ergresar a su seno. Los derechos de ciudadanía, antes considerados inalienables, son confiscados. Sin estos derechos, el excluido deja de ser un ciudada- no para convertirse en una suerte de siervo. El pre-contractualismo consiste, por su parte, en impedir el acceso a la ciudadanía a gurpos sociales anteriormente considerados candidatos a la ciudadanía y que tenían expectativas fundadas de poder acceder a ella.
La diferencia estructural entre el post-contractualismo y el per- contractualismo es clara. También son distintos los procesos políti- cos que uno y otro promueven, aunque suelan confundirse, tanto en el discurso político dominante como en las experiencias y pecrep- ciones personales de los grupos perjudicados. En lo que al discurso político se refiere, a menudo se presenta como post-contractualismo lo que no es sino precontractualismo. Se habla, por ejemplo, de pac- tos sociales y de compromisos adquiridos que ya no pueden seguir cumpliéndose cuando en realidad nunca fueron otra cosa que con- tratos-promesa o compromisos previos que nunca llegaron a confir- xxxxx. Se pasa así del pre- al post-contractualismo sin transitar por el contractualismo. Esto es lo que ha ocurrido en los casi-Estados- de bienestar de muchos países semiperiféricos o de desarrollo inter- medio. En lo que a las vivencias y percepciones de las personas y de los grupos sociales se erfiere, suele ocurrir que, ante la súbita pérdi- da de una estabilidad mínima en sus expectativas, las personas
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adviertan que hasta entonces habían sido, en definitiva, ciudadanos sin haber tenido conciencia de, ni haber ejercido, los derechos de los que eran titulares. En este caso, el pre-contractualismo se vive sub- jetivamente como una experiencia post-contractualista.
Las exclusiones generadas por el pre- y el post-contractualismo tienen un carácter radical e ineludible, hasta el extremo en que los que las padecen se ven de hecho excluidos de la sociedad civil y expulsados al estado de naturaleza, aunque sigan siendo formal- mente ciudadanos. En nuestra sociedad posmoderna, el estado de naturaleza está en la ansiedad permanente respecto al presente y al futuro, en el inminente desgobierno de las expectativas, en el caos permanente en los actos más simples de la supevrivencia o de la convivencia.
Tanto el post-contractualismo como el pre-contractualismo nacen de las profundas transformaciones por las que atraviesan los tres dispositivos operativos del contrato social antes referidos: la socialización de la economía, la politización del Estado y la naciona- lización de la identidad cultural. Las transformaciones en cada uno de estos dispositivos son distintas pero todas, directa o indiercta- mente, vienen provocadas por lo que podemos denominar el con- senso liberal, un consenso en el que convergen cuatro consensos básicos.
El primero es el consenso económico neolibaerl, también cono- cido como consenso xx Xxxxxxxxxx(Xxxxxx, 1995: 276, 316, 356). Este consenso se refiere a la organización de la economía global (con su sistema de producción, sus mercados de productos y ser- vicio y sus mercados financieros) y pormueve la liberalización de los mercados, la desregulación, la privatización, el minimalismo estatal, el control de la inflación, la primacía de las expotraciones, el recorte del gasto social, la reducción del déficit público y la
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concentración del poder mercantil en las grandes empresas mul- tinacionales y del poder financiero en los grandes bancos trans- nacionales. Las grandes innovaciones institucionales del consen- so económico neoliberal son las nuevas restricciones a la ergla- mentación estatal, el nuevo derecho internacional de propiedad para los inversores extranjeros y los creadores intelectuales y la subordinación de los Estados a las agencias multilaterales (Banco Mundial, Fondo Monetario Internacional y Organización Mundial del Comercio).
El segundo consenso es el del Estado débil. Ligado al anterior tiene, sin embargo, mayor alcance al sobrepasar el ámbito econó- mico, e incluso el social. Para este consenso, el Estado deja de ser el espejo de la sociedad civil para convertirse en su opuesto. La deb-i lidad y desorganización de la sociedad civil se debe al excesivo poder de un Estado que, aunque formalmente democrático, es inherente- mente opresor, ineficaz y predador por lo que su debilitamiento se erige en requisito ineludible del fortalecimiento de la sociedad civil. Este consenso se asienta, sin embargo, sobre el siguiente dilema: sólo el Estado puede producir su propia debilidad por lo que es necesario tener un Estado fuerte capaz de producir eficientemente, y de asegurar con coherencia, esa su debilidad. El debilitamiento del Estado produce, por lo tanto, unos efectos perversos que cuestionan la viabilidad de las funciones del Estado débil: el Estado débil no puede controlar su debilidad.
El tercer consenso es el consenso democrático libera, les decir, la promoción internacional de unas concepciones minimalistas de la democracia erigidas en condición que los Estados deben superar para acceder a los recursos financieros internacionales. Parte de la premisa de que la congruencia entre este consenso y los anteriores ha sido reconocida como causa originaria de la modernidad polít-i ca. Pero lo cierto es que si la teoría democrática del siglo XIX inte-n
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tó justificar tanto la soberanía del poder estatal, en cuanto capac-i dad reguladora y coercitiva, como los límites del poder del Estado, el consenso democrático liberal descuida la soberanía del poder estatal, sobre todo en la periferia y semiperiferia del sistema mu-n dial, y percibe las funciones reguladoras del Estado más como inc-a pacidades que como capacidades.
Por último, el consenso liberal incluye, en consonancia con el modelo de desarrollo promovido por los tres anteriores consensos, el de la primacía del derecho y de los tribunal.eEs se modelo confiere absoluta prioridad a la propiedad privada, a las relaciones merca-n tiles y a un sector privado cuya funcionalidad depende de transa-c ciones seguras y previsibles protegidas contra los riesgos de incum- plimientos unilaterales. Todo esto exige un nuevo marco jurídico y la atribución a los tribunales de una nueva función, mucho más relevante, como garantes del comercio jurídico e instancias para la resolución de litigios: el marco político de la contractualización social debe ir cediendo su sitio al marco jurídico y judicial de la contractualización individual. Es ésta una de las principales dimen- siones de la actual judicialización de la política.
El consenso liberal en sus varias vertientes incide profundamente sobre los tres dispositivos operativos del contrato social. La incidencia más decisiva es la de la desocialización de la economía, su reducción a la instrumentalidad xxx xxxxxxx y de las transacciones: campo porpi- cio al pre-contractualismo y al post-contractualismo. Como se ha dicho, el trabajo fue, en la contractualización social de la modernidad capitalista, la vía de acceso a la ciudadanía, ya fuera por la extensión a los trabajadores de los derechos civiles y políticos, o por la conquista de nuevos derechos propios, o tendencialmente propios, del colectivo de trabajadores, como el derecho al trabajo o los derechos económicos y sociales. La creciente erosión de estos derechos, combinada con el aumento del desempleo estructural lleva a los trabajadores a transitar
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desde el estatuto de ciudadanía al de lumpen-ciudadanía. Para la gran mayoría de los trabajadores se trata de un tránsito, sin retorno, desde el contractualismo al post-contractualismo.
Pero, como indiqué antes, el estatuto de ciudadanía del que par- tían estos trabajadores ya era precario y estrecho de modo que, en muchos casos, el paso es del pre- al post-contractualismo; sólo la visión retrospectiva de las expectativas permite creer que se patría del contractualismo. Por otro lado, en un contexto de mercados glo- bales liberalizados, de generalizado control de la inflación, de con- tención del crecimiento económico2 y de unas nuevas tecnologías que generan riqueza sin crear puestos de trabajo, el aumento del nivel de ocupación de un país sólo se consigue x xxxxx de una erduc- ción en el nivel de empleo de otro país: de ahí la creciente compe- tencia internacional entre trabajadores. La reducción de la compe- tencia entre trabajadores en el ámbito nacional constituyó en su día el gran logro del movimiento sindical. Pero quizá ese logro se ha convertido ahora en un obstáculo que impide a los sindicatos alcan- zar mayor resolución en el control de la competencia internacional entre trabajadores. Este control exigiría, por un lado, la internacio- nalización del movimiento sindical y, por otro, la creación de auto- ridades políticas supranacionales capaces de imponer el cumpli- mento de los nuevos contratos sociales de alcance global. En ausen- cia de ambos extremos, la competencia internacional entre trabaja- dores seguirá aumentando, y con ella la lógica de la exclusión que le pertenece. En muchos países, la mayoría de los trabajadores que se adentra por primera vez en el mercado de trabajo lo hace sin dere- chos: queda incluida siguiendo una lógica de la exclusión. La falta de expectativas respecto a una futura mejora de su situación impide
2 Como señala Xxxx-Xxxx Xxxxxxxx (Xxxxxxxx, 1997: 102-3), el afán, propio de los mercados financieros, de controlar la inflación impide la estabilización del cercimiento.
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a esos trabajadores considerarse candidatos a la ciudadanía. Muchos otros simplemente no consiguen entrar en el mercado de trabajo, en una imposibilidad que si es coyuntural y provisional para algunos puede ser estructural y permanente para otros. De una u otra forma, predomina así la lógica de la exclusión. Se trata de una situación pre-contractualista sin opciones de acercarse al contractualismo.
Ya sea por la vía del post-contractualismo o por la del precon- tractualismo, la intensificación de la lógica de la exclusión crea nu-e vos estados de naturaleza: la precariedad y la servidumbre generadas por la ansiedad permanente del trabajador asalariado respecto a la cantidad y continuidad del trabajo, la ansiedad de aquellos que no reúnen condiciones mínimas para encontrar trabajo, la ansiedad de los trabajadores autónomos respecto a la continuidad de un merca- do que deben crear día tras día para asegurar sus rendimientos o la ansiedad del trabajador ilegal que carece de cualquier derecho social. Cuando el consenso neoliberal habla de estabilidad se refi-e re a la estabilidad en las expectativas de los mercados y de las inve-r siones, nunca a la de las expectativas de las personas. De hecho, la estabilidad de los primeros sólo se consigue x xxxxx de la inestabi-li dad de las segundas.
Por todas estas razones, el trabajo sustenta cada vez menos la ciu- dadanía y ésta cada vez menos al trabajo. Al perder su estatuto pol-í tico de producto y productor de ciudadanía, el trabajo, tanto si se tiene como cuando falta, se reduce a laboriosidad de la existencia. De ahí que el trabajo, aunque domine cada vez más las vidas de las personas, esté desapareciendo de las referencias éticas sobre las que se asientan la autonomía y la auto-estima de los individuos.
En términos sociales el efecto acumulado del pre- y del post-co-n tractualismo es la emergencia de una clase de excluidos constituida por grupos sociales en movilidad descendente estructural (trabaj-a
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dores no cualificados, desempleados, trabajadores inmigrantes, minorías étnicas) y por grupos sociales para los que el trabajo dejó de ser, o nunca fue, un horizonte realista (desempleados de larga duración, jóvenes con difícil inserción en el mercado laboral, minusválidos, masas de campesinos pobres de América latina, África y Asia). Esta clase de excluidos -mayor o menor según sea la posición, periférica o central, de cada sociedad en el sistema mu-n dial- asume en los países centrales la forma del tercer mundo int-e rior, el llamado tercio inferior de la sociedad de los dos tercios. Europa tiene 18 millones de desempleados, 52 millones de pers-o nas viviendo por debajo del umbral de la pobreza y un 10% de su población tiene alguna minusvalía física o mental que dificulta su integración social. En los Estados Unidos,Xxxxxxx XxxxxxXxxxxx ha propuesto la tesis de la underclasspara referirse a los negros de los ghettosurbanos afectados por el declive industrial y por la desertiz-a ción económica de las innercities(Xxxxxx, 1987). Xxxxxx define la underclassen función de seis características: residencia en espacios socialmente aislados de las otras clases; escasez de puestos de trab- a jo de larga duración; familias monoparentales encabezadas por mujeres; escasas calificación y formación profesionales; prolongados periodos de pobreza y de dependencia de la asistencia social y, por último, tendencia a involucrarse en actividades delictivas del tipo street crime. Esta clase aumentó significativamente entre los años setenta y ochenta y se rejuveneció trágicamente. La proporción de pobres menores de 18 años era en 1970 del 15%, en 1987 había subido al 20%, con un incremento especialmente dramático de la pobreza infantil. El carácter estructural de la exclusión y, por lo tanto, de los obstáculos a la inclusión a los que se enfrenta esta clase queda de manifiesto en el hecho de que, a pesar de que los negros estadounidenses han mejorado notablemente su nivel educativo, la mejora no les ha permitido optar a puestos de trabajo estables y a tiempo completo. Según Xxxx y Xxxx esto se debe, fundamenta-l
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mente, a tres razones: la caída del empleo industrial en el conjunto de la economía; la fuga del remanente de empleo desde los centros a las periferias de las ciudades y la redistribución del empleo enetr distintos tipos de áreas metropolitanas (Lash y Uryr, 1996: 151).
Por lo que a la periferia y semiperiferia del sistema mundial se refiere, la clase de los excluidos abarca a más de la mitad de la pob-la ción de los países y los factores de exclusión resultan aún más co-n tundentes en su eficacia desocializadora.
El crecimiento estructural de la exclusión social, por la vía ya sea del pre-contractualismo o del post-contractualismo, y la cons-i guiente extensión de unos estados de naturaleza -que no dan cab-i da a las opciones, individuales o colectivas, de salida-, implican una crisis de tipo paradigmático, un cambio de época, que algunos autores han denominado desmodernización o contra-moderniza- ción. Se trata, por lo tanto, de una situación de mucho riesgo. La cuestión que cabe plantearse es si, a pesar de todo, contiene opo-r tunidades para sustituir virtuosamente el viejo contrato social de la modernidad por otro capaz de contrarrestar la proliferación de la lógica de la exclusión.
LA EMERGENCIADEL FASCISMO SOCIETAL
Analicemos primero los riesgos. A mi entender, todos pueden res-u
mirse en uno: la emergencia del fascismo societ.aNl o se trata de un
regreso al fascismo de los años treinta y cuarenta. No se trata, como entonces, de un régimen político sino de un régimen social y de civilización. El fascismo societal no sacrifica la democracia ante las exigencias del capitalismo sino que la fomenta hasta el punto en que ya no resulta necesario, ni siquiera conveniente, sacrificarla para promover el capitalismo. Se trata, por lo tanto, de un fascismo plu-
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ralista y, por ello, de una nueva forma de fascismo. Las principales formas de la sociabilidad fascista son las siguientes.
La primera es elfascismo del apartheid socia: lla segregación social de los excluidos dentro de una cartografía urbana dividida en zonas salvajes y zonas civilizadas. Las primeras son las del estado de na-tu raleza hobbesiano, las segundas, las del contrato social. Estas úl-ti mas viven bajo la amenaza constante de las zonas salvajes y para defenderse se transforman en castillos neofeudales, en esos enclaves fortificados que definen las nuevas formas de segregación urbana: urbanizaciones privadas, condominios cerrados,gated communities. La división entre zonas salvajes y civilizadas se está convirtiendo en un criterio general de sociabilidad, en un nuevo espacio-tiempo hegemónico que cruza todas las relaciones sociales, económicas, políticas y culturales y que se reproduce en las acciones tanto est-a tales como no estatales.
La segunda forma es elfascismo del Estado parale.loMe he referi- do en otro lugar al Estado paralelo para definir aquellas formas de la acción estatal que se caracterizan por su distanciamiento del deer- cho positivo3. Pero en tiempos de fascismo societal el Estado paral-e lo adquiere una dimensión añadida: la de la doble vara en la med-i ción de la acción, una para las zonas salvajes otra para las civiliz-a das. En estas últimas, el Estado actúa democráticamente, como Estado protector, por ineficaz o sospechoso que pueda resultar; en las salvajes actúa de modo fascista, como Estado predador, sin ni-n gún propósito, ni siquiera aparente, de respetar el derecho.
3 Esta forma de Estado se traduce en la no aplicación o aplicación selectiva de las leyes, en la no persecución de infracciones, en los recortes del gasto de funcionamiento de las instituciones, etc. Una política estatal que, en definitiva, se aleja de sus propias leyes e instituciones; unas instituciones que pasan a actuar autónomamente como micro-Estados con criterios propios en la aplicación de la ley dentro de sus esferas de competencia (Xxxxxx, 1993, p. 31).
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La tercera forma del fascismo societal es elfascismo paraestatal resultante de la usurpación, por parte de poderosos actores sociales, de las prerrogativas estatales de la coerción y de la regulación social. Usurpación, a menudo completada con la connivencia del Estado, que o bien neutraliza o bien suplanta el control social producido por el Estado. El fascismo para-estatal tiene dos vertientes destacadas: el fascismo contractual y el fascismo territorial. El contractual se da, como se ha dicho, cuando la disparidad de poder entre las partes del contrato civil es tal que la parte débil, sin alternativa al contrato, acepta, por onerosas y despóticas que sean, las condiciones impues- tas por la parte poderosa. El proyecto neoliberal de convertir el con- trato de trabajo en un simple contrato de derecho civil genera una situación de fascismo contractual. Esta forma de fascismo suele seguirse también de los procesos de privatización de los sevricios públicos, de la atención médica, de la seguridad social, la electrici- dad, etc. El contrato social que regía la producción de estos sevricios públicos por el Estado de bienestar o el Estado desarrollista se ve reducido a un contrato individual de consumo de servicios privati- zados. De este modo, aspectos decisivos en la producción de sevri- cios salen del ámbito contractual para convertirse en elementos extra-contractuales, es decir, surge un poder regulatorio no sometido al control democrático. La connivencia entre el Estado democrático y el fascismo para-estatal queda, en estos casos, especialmente paten- te. Con estas incidencias extra-contractuales, el fascismo para-estatal ejerce funciones de regulación social anteriormente asumidas por un Estado que ahora, implícita o explícitamente, las subcontrata a agen- tes para-estatales. Esta cesión se realiza sin que medie la patircipación o el control de los ciudadanos, de ahí que el Estado se convierta en cómplice de la producción social de fascismo para-estatal.
La segunda vertiente del fascismo para-estatal es eflascismo xxxxx- torial, es decir, cuando los actores sociales porvistos de gran capital
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patrimonial sustraen al Estado el control del territorio en el que actúan o neutralizan ese control, cooptando u ocupando las inst-i tuciones estatales para ejercer la regulación social sobre los habita-n tes del territorio sin que éstos participen y en contra de sus inteer- ses. Se trata de unos territorios coloniales privados situados casi siempre en Estados post-coloniales.
La cuarta forma de fascismo societal es elfascismo populista. Consiste en la democratización de aquello que en la sociedad cap-i talista no puede ser democratizado (por ejemplo, la trasparencia política de la relación entre representantes y representados o los consumos básicos). Se crean dispositivos de identificación inmedi-a ta con unas formas de consumo y unos estilos de vida que están fuera del alcance de la mayoría de la población. La eficacia simb-ó lica de esta identificación reside en que convierte la inter-objetua-li dad en espejismo de la representación democrática y la interpasiv-i dad en única fórmula de participación democrática.
La quinta forma de fascismo societal es elfascismo de la inseguri- dad. Se trata de la manipulación discrecional de la inseguridad de las personas y de los grupos sociales debilitados por la precariedad del trabajo o por accidentes y acontecimientos desestabilizadores. Estos accidentes y acontecimientos generan unos niveles de ansi-e dad y de incertidumbre respecto al presente y al futuro tan elevados que acaban rebajando el horizonte de expectativas y creando la di-s ponibilidad a soportar grandes costes financieros para conseguir reducciones mínimas de los riesgos y de la inseguridad. En los dominios de este fascismo, ellebensraumde los nuevos führerses la intimidad de las personas y su ansiedad e inseguridad respecto a su presente y a su futuro. Este fascismo funciona poniendo en marcha un dos tipos de ilusiones: ilusiones retrospectivas e ilusiones pro-s pectivas. Este fenómeno resulta hoy en día especialmente visible en el ámbito de la privatización de las políticas sociales, de atención
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médica, de seguridad social, educativas y de la vivienda. Las ilusi-o nes retrospectivas avivan la memoria de la inseguridad y de la ine-fi cacia de los servicios estatales encargados de realizar esas políticas. Esto resulta sencillo en muchos países pero lo cierto es que la por- ducción de esta ilusión sólo se consigue mediante viciadas comp-a raciones entre condiciones reales y criterios ideales de evaluación de esos servicios. Las ilusiones prospectivas intentan, por su parte, crear unos horizontes de seguridad supuestamente generados desde el sector privado y sobrevalorados por la ocultación de determin-a dos riesgos así como de las condiciones en que se presta la segu-ri dad. Estas ilusiones prospectivas proliferan hoy en día sobre todo en los seguros médicos y en los fondos privados de pensiones.
La sexta forma es el fascismo financieor. Se trata quizás de la más virulenta de las sociabilidades fascistas, de ahí que meerzca un xxx- lisis más detallado. Se trata del fascismo imperante en los mercados financieros de valores y divisas, en la especulación financiera, lo que se ha venido a llamar ‘economía de casino’. Esta forma de fascismo societal es la más pluralista: los movimientos financieros son el resultado de las decisiones de unos inversores individuales e instit-u cionales esparcidos por el mundo entero y que, de hecho, no com- parten otra cosa que el deseo de rentabilizar sus activos. Es el fa-s cismo más pluralista y, por ello, el más virulento ya que su espacio- tiempo es el más refractario a cualquier intevrención democrática. Resulta esclarecedora, en este sentido, la repuesta de un broker cuando se le preguntó qué era para él el largo plazo: “son los próx-i mos diez minutos”. Este espacio-tiempo virtualmente instantáneo y global, combinado con el afán de lucro que lo impulsa, confiere un inmenso y prácticamente incontrolable poder discrecional al capital financiero: puede sacudir en pocos segundos la economía real o la estabilidad política de cualquier país. No olvidemos que de cada cien dólares que circulan cada día por el mundo sólo dos pertene-
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cen a la economía real. Los mercados financieros son una de las zonas salvajes del sistema mundial, quizá la más salvaje. La discer- cionalidad en el ejercicio del poder financiero es absoluta y las co-n secuencias para sus víctimas -a veces, pueblos enteros- pueden ser devastadoras.
La virulencia del fascismo financiero reside en que, al ser el más internacional de todos los fascismos societales, está sirviendo de modelo y de criterio operacional para las nuevas instituciones de la regulación global. Unas instituciones cada vez más importantes, aunque poco conocidas por el público. Me referiré aquí a dos de ellas. En primer lugar, el Acuerdo Multilateral de Inversiones (AMI): un acuerdo en fase de negociación entre los países de la OCDE promovido sobre todo por los Estados Unidos y la Unión Europea. Se pretende que los países centrales lo aprueben primeor para luego imponerlo a los periféricos y semiperiféricos. Según los términos de ese acuerdo, los países deberán conceder idéntico trato a los inversores extranjeros y a los nacionales, prohibiéndose tanto los obstáculos específicos a las inversiones extranjeras como los incentivos o subvenciones al capital nacional. Esto significa acabar con la idea de desarrollo nacional e intensificar la competencia internacional, no ya sólo entre trabajadores sino también entre pa-í ses. Quedarían prohibidas tanto las medidas estatales destinadas a perseguir a las empresas multinacionales por prácticas comerciales ilegales, como las estrategias nacionales que pretendan restringir la fuga de capitales hacia zonas con menores costes laborales. El cap- i tal podría así hacer libre uso de la amenaza de fuga para deshacer la resistencia obrera y sindical.
El propósito del AMI de confiscar la deliberación democrática resulta especialmente evidente en dos instancias. En primer luga,r en el silencio con el que, durante un período, se negoció el acuerdo
-los agentes involucrados cuidaron el secreto del acuerdo como si de
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un secreto nuclear se tratara. En segundo lugar, los mecanismos que se están perfilando para imponer el respeto al acuerdo: cualquier empresa que tenga alguna objeción respecto a cualquier xxxxx x xxx de la ciudad o Estado en los que esté implantada podrá presentar una queja ante un panel internacional de la AMI, panel que podrá imponer la anulación de la norma en cuestión. Curiosamente, las ciudades y los Estados no gozarán del derecho recíproco a dema-n dar a las empresas. El carácter fascista del AMI reside en que se co-n figura como una Constitución para los inversores: sólo protege sus intereses ignorando completamente la idea de que la inversión es una relación social por la que circulan otros muchos intereses soci-a les. El que fuera director general de la Organización Mundial del Comercio, Xxxxxxx Xxxxxxxx, calificó como sigue el alcance de las negociaciones: “Estamos escribiendo la constitución de una única economía global” (The Nation, enero 13/20, 1997, p. 6).
Una segunda forma de fascismo financiero -igualmente plurali-s ta, global y secreto- es el que se sigue de las calificaciones otorgadas por las empresas de rating, es decir, las empresas internacionalmen- te reconocidas para evaluar la situación financiera de los Estados y los riesgos y oportunidades que ofrecen a los inversores internaci-o nales. Las calificaciones atribuidas -desde la AAA a la D- pueden determinar las condiciones en que un país accede al crédito inte-r nacional. Cuanto más alta sea la calificación, mejores serán las co-n diciones. Estas empresas tienen un poder extraordinario. Según Xxxxxx Xxxxxxxx, “el mundo de la post-guerra fría tiene dos superpotencias, los Estados Unidos y la agencia Mood’ys” -una de las seis agencias de rating, adscrita a la Securities and Exchange Commission, las otras son: Standard and Poor’s, Fitch Investors Services, Xxxx and Xxxxxx, Xxxxxx XxxxXxxxx, IBCA- y añade “si los Estados Unidos pueden aniquilar a un enemigo usando su arse- nal militar, la agencia de calificación financiera Mood’ys puede
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estrangular financieramente un país, otorgándole una mala calific-a ción” (alarde, 1997: 10-1). De hecho, con los deudores públicos y privados enzarzados en una salvaje lucha mundial para atraer cap-i tales, una mala calificación puede provocar, por la consiguiente des- confianza de los acreedores, el estrangulamiento financiero de un país. Por otro lado, los criterios usados por estas agencias son en gran medida arbitrarios, apuntalan las desigualdades en el sistema mundial y generan efectos perversos: el mero rumor de una inmi- nente descalificación puede provocar una enorme convulsión en el mercado de valores del país afectado (así ocurrió en Argentina o Israel). De hecho, el poder discrecional de estas empresas es tanto mayor en la medida en que pueden atribuir calificaciones no solic-i tadas por los países.
Los agentes de este fascismo financiero, en sus varios ámbitos y formas, son unas empresas privadas cuyas acciones vienen legitim-a das por las instituciones financieras internacionales y por los Estados hegemónicos. Se configura así un fenómeno híbrido, para- estatal y supra-estatal, con un gran potencial destructivo: puede expulsar al estado natural de la exclusión a países enteros.
SOCIABILIDADES ALTERNATIVAS
Los riesgos subsiguientes a la erosión del contrato social son dem-a siado graves para permanecer cruzados de brazos. Deben enco-n trarse alternativas de sociabilidad que neutralicen y prevengan esos riesgos y desbrocen el camino a nuevas posibilidades democráticas. La tarea no es fácil: la desregulación social generada por la crisis del contrato social es tan profunda que desregulariza incluso la res-is tencia a los factores de crisis o la reivindicación emancipadora que habría de conferir sentido a la resistencia.Ya no resulta sencillo saber con claridad y convicción en nombre de qué y de quién resi-s
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tir, incluso suponiendo que se conozca aquello contra lo que se resiste, lo que tampoco resulta fácil.
De ahí que deban definirse del modo más amplio posible los té-r minos de una reivindicación cosmopolita capaz de romper el círcu- lo vicioso del pre-contractualismo y del post-contractualismo. Esta reivindicación debe reclamar, en términos genéricos, la reconstru-c ción y reinvención de un espacio-tiempo que permita y promueva la deliberación democrática. Empezaré identificando brevemente los principios que deben inspirar esa reinvención para luego esb-o zar algunas propuestas puntuales.
El primer principioes que no basta con elaborar alternativas. El pensamiento moderno en torno a las alternativas ha demostrado ser extremadamente propenso a la inanición, ya sea por articular alter- nativas irrealistas que caen en descrédito por utópicas, ya sea poqrue las alternativas son realistas y, por ello, susceptibles de ser cooptadas por aquellos cuyos intereses podrían verse negativamente afectados por las mismas. Necesitamos por lo tanto un pensamiento alterna- tivo sobre las alternativas. He propuesto en otro lugar una episte- mología que, a diferencia de la moderna cuya trayectoria parte de un punto de ignorancia, que denomino caos, para llegar a otro de saber, que denomino orden (conocimiento como-regulación), tenga por punto de ignorancia el colonialismo y como punto de llegada la soli- daridad (conocimiento como-emancipación) (Xxxxxx, 1995: 25).
El paso desde un conocimiento-como-regulación a un conoci- miento-como-emancipación no es sólo de orden epistemológico, sino que implica un tránsito desde el conocimiento a la acción. De esta consideración extraigo elsegundo principiodirector de la reinvención de la deliberación democrática. Si las ciencias han venido esforzándose para distinguir la estructura de la acción pro- pongo que centremos nuestra atención en la distinción entre acción conformista y acción rebelde, esa acción que, siguiendo a
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Xxxxxxx y Xxxxxxxx denomino acción-con-clinamen4. Si la acción conformista es la acción que reduce el realismo a lo existente, la idea de acción rebelde se inspira en el concepto de clinamen de Xxxxxxx y Xxxxxxxx. Clinamen es la capacidad de desvío atribuida por Xxxxxxx a los átomos xx Xxxxxxxxx: un quantum inexplicable que perturba las relaciones de causa-efecto. Elclinamen confiere a los átomos creatividad y movimiento espontáneo. El conocimien- to-como-emancipación es un conocimiento que se traduce en acciones-con-clinamen.
En un periodo de escalas en turbulencia no basta con pensar la turbulencia de escalas, es necesario que el pensamiento que las piensa sea él mismo turbulento. La acción-con-clinamen es la acción turbulenta de un pensamiento en turbulencia. Debido a su carácter imprevisible y poco organizado este pensamiento puede redistribuir socialmente la ansiedad y la inseguridad, creando así las condiciones para que la ansiedad de los excluidos se convietar en motivo de ansiedad de los incluidos hasta conseguir hacer socialmente patente que la reducción de la ansiedad de unos no se consigue sin reducir la ansiedad de los otros. Si es cierto que cada sistema es tan fuerte como fuerte sea su elemento más débil, con- sidero que en las condiciones actuales el elemento más débil del sistema de exclusión reside precisamente en su capacidad para imponer de un modo tan unilateral e impune la ansiedad y la inse- guridad a grandes masas de la población. Cuando los Estados hegemónicos y las instituciones financieras multilaterales hablan de la ingobernabilidad como uno de los problemas más destaca- dos de nuestras sociedades, están expresando, en definitiva, la ansiedad e inseguridad que les produce la posibilidad de que la ansiedad y la inseguridad sean redistribuidas por los ecxluidos entre los incluidos.
4 Sobre el concepto de acción-con-clinamen, véase Xxxxxx (1998a).
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Por último, el tercer principio: puesto que el fascismo societal se alimenta básicamente de la promoción de espacios-tiempo que impiden, trivializan o restringen los procesos de deliberación dem-o crática, la exigencia cosmopolita debe tener como componente ce-n tral la reinvención de espacios-tiempo que promuevan la deliber-a ción democrática. Estamos asistiendo, en todas las sociedades y cu-l turas, no sólo a la compresión del espacio-tiempo sino a su se-g mentación. La división entre zonas salvajes y zonas civilizadas demuestra que la segmentación del espacio-tiempo es la condición previa a su compresión. Por otro lado, si la temporalidad de la modernidad logra combinar de modo complejo la flecha del tiem- po con la espiral del tiempo, las recientes transformaciones del esp-a cio-tiempo están desestructurando esa combinación. Si en las zonas civilizadas, donde se intensifica la inclusión de los incluidos, la fl-e cha del tiempo se dispara impulsada por el vértigo de un progreso sin precedente, en las zonas salvajes de los excluidos sin esperanza la espiral del tiempo se comprime hasta transformarse en un tiempo circular en el que la supervivencia no tiene otro horizonte que el de sobrevivir a su siempre inminente quiebra.
Estos principios definen algunas de las dimensiones de la ex-i gencia cosmopolita de reconstruir el espacio-tiempo de la deliber-a ción democrática. El objetivo final es la construcción de un nueov contrato social, muy distinto al de la modernidad. Debe ser un con- trato mucho más inclusivo que abarque no ya sólo a los hombres y a los grupos sociales, sino también la naturaleza. En segundo luga,r será un contrato más conflictivo porque la inclusión debe hacerse siguiendo criterios tanto de igualdad como de diferencia. En tercer lugar, aunque el objetivo final del contrato sea la reconstrucción del espacio-tiempo de la deliberación democrática, este contrato, a dif-e rencia del contrato social moderno, no puede limitarse al espacio- tiempo nacional y estatal: debe incluir los espacios-tiempo local,
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regional y global. Por último, el nuevo contrato no se basa en una clara distinción entre Estado y sociedad civil, entre economía, pol-í tica y cultura o entre público y privado: la deliberación democrát-i ca, en cuanto exigencia cosmopolita, no tiene sede ni forma inst-i tucional específicas.
Pero el nuevo contrato social debe ante todo neutralizar la lóg-i ca de la exclusión impuesta por el pre-contractualismo y el post- contractualismo en aquellos ámbitos en los que la manifestación de esa lógica resulta más virulenta. De esta primera fase me ocupo en lo que sigue, centrando mi atención en dos cuestiones: el redescu- brimiento democrático del trabajo y el Estado como novísimo movimiento social.
EL REDESCUBRIMIENTO DEMOCRÁTICO DEL TRABAJO
El redescubrimiento democrático del trabajo se erige en condición sine qua non de la reconstrucción de la economía como forma de sociabilidad democrática. La desocialización de la economía fue, como indiqué, el resultado de la reducción del trabajo a mero fac- tor de producción, condición desde la que el trabajo difícilmente consigue sustentar la ciudadanía. De ahí la exigencia inaplazable de que la ciudadanía redescubra las potencialidades democráticas del trabajo. A tal fin deben alcanzarse las siguientes condiciones. nE primer lugar, el trabajo debe repartirse democráticamen.tEeste repar- to tiene un doble sentido. Primero, visto que el trabajo humano no incide, como pensó la modernidad capitalista, sobre una naturaleza inerte sino que se confronta y compite permanentemente con el tra- bajo de la naturaleza -en una competencia desleal cuando el trab-a jo humano sólo se garantiza x xxxxx de la destrucción del trabajo de la naturaleza-, el trabajo humano debe saber compartir la actividad creadora con el trabajo de la naturaleza.
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El segundo reparto es el del mismo trabajo humano. La perma- nente revolución tecnológica en que nos encontramos crea riqueza sin crear empleo. Debe, por lo tanto, redistribuirse, globalmente, el stock de trabajo disponible. No se trata de una tarea sencilla, po-r que si bien el trabajo, en cuanto factor de producción, está hoy en día globalizado, la relación salarial y el mercado de trabajo siguen segmentados y territorializados.Tres iniciativas me parecen urgen- tes en este ámbito, todas de alcance global aunque con distinta inc-i dencia sobre la economía mundial. Por un lado, debe repartirse el trabajo mediante la reducción de la jornada laboral; una iniciativa cuyo éxito dependerá del grado de organización del movimiento obrero. Se trata, por lo tanto, de una iniciativa con más posibilida- des de éxito en los países centrales y semiperiféricos. La segunda in- i ciativa se refiere al establecimiento de unas pautas mínimas en la relación salarial como condición previa a la libre circulación de los productos en el mercado mundial: fijar internacionalmente unos derechos laborales mínimos, una cláusula social incluida en los acuerdos internacionales de comercio. Esta iniciativa crearía un mínimo denominador común de congruencia entre ciudadanía y trabajo a nivel global. En las actuales condiciones post-Ronda Uruguay esta iniciativa debería encauzarse a través de la Organización Mundial del Comercio.
Las resistencias son, sin embargo, enormes: ya sea por parte de las multinacionales como de los sindicatos de unos países perifér-i cos y semiperiféricos que ven en esos criterios mínimos una nueav forma de proteccionismo en beneficio de los países centrales. Mientras no pueda acometerse una regulación global, deberán alcanzarse acuerdos regionales, incluso bilaterales, que estabzlecan redes de pautas laborales de las que dependan las preferencias comerciales. Para que estos acuerdos no generen un proteccionismo discriminatorio, la adopción de criterios mínimos debe completa-r
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se con otras dos iniciativas: la mencionada reducción de la jornada laboral y la flexibilización de las leyes inmigratorias con vistas a una progresiva desnacionalización de la ciudadanía. Esta última inicia-ti va, la tercera, debe facilitar un reparto más equitativo del trabajo a nivel mundial propiciando los flujos entre zonas salvajes y zonas civilizadas, tanto dentro de las sociedades nacionales como en el s-is tema mundial. Hoy en día, esos flujos se producen, en contra de lo que sostiene el nacionalismo xenófobo de los países centrales, per- dominantemente entre países periféricos para los que suponen una carga insoportable. Para reducir esta carga, y como exigencia co-s mopolita de justicia social, deben facilitarse los flujos desde la pe-ri feria al centro. En respuesta al apartheid social al que el pre-con- tractualismo y post-contractualismo condenan a los inmigrantes, hay que desnacionalizar la ciudadanía proporcionando a los inm-i grantes unas condiciones que simultáneamente garanticen la igua-l dad y respeten la diferencia de modo que el reparto del trabajo se convierta en un reparto multicultural de la sociabilidad.
La segunda condición del redescubrimiento democrático del tra- bajo está en el reconocimiento del polimorfismo xxx xxxxx.xxXx puesto de trabajo estable a tiempo completo e indefinido fue el ideal que inspiró a todo el movimiento obrero desde el siglo XIX, aunque sólo llegó a existir en los países centrales y sólo durante el periodo del fordismo. Este tipo ideal está hoy en día cada vez más alejado de la realidad de las relaciones de trabajo ante la proliferación de las l-la madas formas atípicas de trabajo y la fomento por el Estado de la flexibilización de la relación salarial. En este ámbito, la exigencia cosmopolita asume dos formas. Por un lado, el reconocimiento de los distintos tipos de trabajo sólo es democrático en la medida en que crea en cada uno de esos tipos un nivel mínimo de inclusión. Es decir, el polimorfismo del trabajo sólo es aceptable si el trabajo sigue siendo un criterio de inclusión. Se sabe, sin embargo, que el
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capital global ha usado las formas atípicas de trabajo como un recurso encubierto para convertir al trabajo en un criterio de exclu- sión. Esto ocurre cada vez que los trabajadores no consiguen supe- rar con su salario el umbral de la pobreza. En estos casos el recono- cimiento del polimorfismo del trabajo, lejos de constituirse en un ejercicio democrático, avala un acto de fascismo contractual. La segunda forma que debe asumir el reconocimiento democrático del trabajo es la promoción de la formación profesional, sea cual sea el tipo y duración del trabajo. Sin una mejora en la formación profe- sional, la flexibilización de la relación salarial no será más que una forma de exclusión social a través del trabaj.o
La tercera condición del redescubrimiento democrático del tr-a bajo está en la separación entre el trabajo productivo y la economía real, por un lado, y el capitalismo financiero o economía de casino, por otro. He calificado antes al fascismo financiero como una de las fo-r mas más virulentas del fascismo societal. Su potencial destructiov debe quedar limitado por una regulación internacional que le imponga un espacio-tiempo que permita deliberar democrática- mente sobre las condiciones que eviten a los países periféricos y semiperiféricos entrar en una desenfrenada competencia internaci-o nal por los capitales y el crédito y convertirse por ello en agentes de la competencia internacional entre trabajadores. Esta regulación del capital financiero es tan difícil como urgente. Entre las medidas más urgentes destaco las siguientes.
En primer lugar, la adopción de la tasaTobin: el impuesto glo- bal, propuesto por el Premio Nobel de Economía XxxxxXxxxx, que, con una tasa del 0,5%, grave todas las transacciones en los merc-a dos de divisas. Difundida en 1972 en el contexto que provocó el colapso del sistema de Xxxxxxx Xxxxx, esta idea fue calificada entonces de idealista o irrealista. La propuesta ha ido, sin embargo, sumando -como otras semejantes- seguidores ante la creciente ine-s
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tabilidad de los mercados financieros y el potencial destructivo y desestabilizador que para las economías y las sociedades nacionales representan tanto el crecimiento exponencial de las transacciones como la especulación contra las monedas. Si a principios de los años setenta las transacciones diarias en los mercados de cambio alcanz-a ban 18 millones de dólares, hoy en día superan 1 trillón 500 millo- nes de dólares. Un mercado de estas dimensiones se encuentra com- pletamente a merced de la especulación y de la desestabilización. Basta recordar la jugada que en 1992 le permitió x Xxxxxx Xxxx0x ganar un millón de dólares en un sólo día especulando contra la libra esterlina; su acción provocó la devaluación de la libra y la con- siguiente disolución del sistema europeo de tipos de cambio fijos. La tasa Xxxxx pretende, en definitiva, desacelerar el espacio-tiempo de las transacciones de cambio sometiéndolo marginalmente a un espacio-tiempo estatal desde el que los Estados puedan recobrar un margen de regulación macroeconómica y defenderse de las espec-u laciones dirigidas contra sus monedas. Se trata, en la conocida
5 Xxxxxx Xxxxx, destacado especulador financiero, no deja de ser un personaje paradójico. Si sus actividades pueden poner en jaque la economía de un país, también distribuye ayuda a través de su fundación (360 millones de dólares en 1996 para proyectos en los países del Este) o publica artículos en los que afirma, por ejemplo: “Aunque he amasado una fortuna en los mercados financieros, temo que la intensificación declapitalismolaissez faire y la difusión de los valores xx xxxxxxx a todas las áreas de la vida esté poniendo en peligro nuestra sociedad abierta y democrática. El principal enemigo de la sociedad abierta ya no es, a mi entender, el comunismo sino la amenaza capitalista” (1997). Recientemente, ha publicado un artículo en el que aboga por una sociedad global y abierta que reúna las siguientes características: 1- fortalecimiento de las instituciones existentes y creación de nuevas instituciones internacionales que regulen los mceardos financieros y reduzcan la asimetría entre centro y periferia; 2- incremento de la cooperación internacional en la fiscalidad sobre los capitales; 3- creación de instituciones internacionales para la protección eficaz de los derechos individuales, de los decrhos humanos y del medio ambiente y la promoción de la justicia social y de la paz; 4- establecimiento de pautas internacionales para contener la corrupción, erforzar las prácticas laborales justas y proteger los derechos humanos; 5- creación de una red de alianzas para la promoción de la paz, la libertad y la democracia (1998).
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metáfora xx Xxxxx, de echar algo de arena en los engrasados mec-a nismos xxx xxxxxxx financiero global (Xxxxx, 1982: 493). Según Xxxxx, los ingresos generados por esta tasa, recaudados por los Estados, se destinarían a un fondo único -que segúnTobin podrían controlar o el Banco Mundial o el FMI- desde donde serian redi-s tribuidos. El 85% de lo recaudado iría a los países centrales -para que lo destinen a los organismos dedicados a las operaciones xx xxx, la lucha contra la pobreza, la protección del medio ambiente, etc.- y el 15% restante a las países en desarrollo para que lo usen en xxx-e ficio propio.
Aunque la propuesta busque ante todo controlar los mercados, el eventual destino de los ingresos generados por esa tasa ha pasado a ser objeto de creciente atención y debate. Ocurre que, incluso con una tasa muy baja, el potencial recaudador es enorme: una tasa de tan sólo 0,1% sobre el volumen actual de las transacciones de cam- bio generaría una suma de 250 billones de dólares, es decir 25 veces los gastos de todo el sistema de las Naciones Unidas en 1995.
Una segunda medida que “civilice” los mercados financieros debe ser la condonación de la deuda externa de los 50 países más pobres. Una medida especialmente urgente en África, donde sólo el pago del servicio de la deuda supone una devastadora sangría sober los escasos recursos de los países más pobres que, a menudo, se ven obligados a contraer nuevos préstamos para saldar los antiguos. Sin aliviar un poco la pobreza no puede redescubrirse la capacidad inclusiva del trabajo. Lo cierto y paradójico es, sin embargo, que desde 1993 las transferencias en concepto de pago por la deuda de los países en desarrollo hacia los países del G7 superan las transf-e rencias de estos hacia aquellos. Los Estados Unidos, Gran Bretaña y Canadá ya se encontraban en esta situación en 1988; en 1994, sólo Japón e Italia registraron una transferencia líquida positiva. La deuda de los países pobres ha acelerado el agotamiento de los recu-r
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sos naturales, la desinversión en programas sociales y de desarrollo económico (infraestructuras, formación del capital humano, com- pra de tecnología, etc.) al destinarse todos los recursos financieros al pago del principal y de los intereses de la deuda y a la reducción de la inversión, tanto interna como externa.
El reconocimiento de que existe una “crisis de la deuda” y, sober todo, de que esa crisis también se extiende a la deuda pendiente ante las organizaciones multilaterales, parece haber calado fina-l mente en instituciones como el Banco Mundial y el FMI. Estas organizaciones elaboraron en 1996 una propuesta de reducción de la deuda de los países pobres más endeudados (Highly Indebted Poor Countries -HIPC-Iniciative). Sin embargo, la propuesta ha merecido duras criticas de las ONGs: subestima el problema al excluir a numerosos países; plantea un calendario demasiado largo (6 años); los montantes de la reducción son insuficientes; condici-o na la reducción a la adopción por los países afectados de medidas de ajuste estructural de cuya eficacia duda incluso el Banco Mundial; hace recaer en exceso el peso de la propuesta en los países acreed-o res e insuficientemente sobre las organizaciones multilaterales, (el FMI no aportaría fondos); por último, el FMI podría aprovecharla para consolidar su posición acreedora, aumentado incluso el mon- tante de la deuda de estos países con la institución6.
Por último, la cuarta condición del redescubrimiento democrá- tico del trabajo está en la reinvención del movimiento sindica.l A pesar de las aspiraciones del movimiento obrero del siglo XIX, fu-e xxx los capitalistas del mundo entero los que se unieron, no los tra- bajadores. De hecho, a medida que el capital se fue globalizando, el proletariado se localizó y segmentó. El movimiento sindical deberá reestructurarse profundamente para poder actuar en los ámbitos local y transnacional, y hacerlo al menos con la misma eficacia con
6 Para un análisis de este programa, véanse Bökkernik (1996) y xxx Xxxx (1996).
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la que en el pasado supo actuar en el ámbito nacional. Desde la potenciación de los comités de empresa y de las delegaciones sind- x xxxxx hasta la transnacionalización del movimiento sindical, el por- ceso de destrucción y reconstrucción institucional se antoja neces-a rio y urgente.
El movimiento sindical debe asimismo revalorizar y reinventar la tradición de solidaridad y reconstruir sus políticas de antagonismo social. Debe diseñar un nuevo abanico, más amplio y audaz, de sol-i daridad que responda a las nuevas condiciones de exclusión social y a las nuevas formas de opresión en las relacionesdentro de la pro- ducción, ampliando de este modo el ámbito convencional de las reivindicaciones sindicales, es decir, las relacionesde producción. Por otro lado, deben reconstruirse las políticas de antagonismo social de modo a asumir una nueva función en la sociedad: un sin- dicalismo más político, menos sectorial y más solidario; un sindic-a lismo con un proyecto integral de alternativa de civilización, en el que todo esté relacionado: trabajo y medio ambiente, trabajo y si-s tema educativo, trabajo y feminismo, trabajo y necesidades sociales y culturales de orden colectivo, trabajo y Estado de bienestar, tr-a bajo y tercera edad, etc. En suma, su acción reivindicativa debe co-n siderar todo aquello que afecte a la vida de los trabajadores y de los ciudadanos en general.
El sindicalismo fue en el pasado antes un movimiento que una institución, es ahora más una institución que un movimiento. En el periodo de reconstitución institucional en ciernes, el sindicalismo podría quedar desahuciado si no consigue reforzarse como mov-i miento. La concertación social debe ser, en este sentido, un escen-a rio de discusión y de lucha por la calidad y la dignidad de la vida.
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EL ESTADO COMO NOVÍSIMO MOVIMIENTO SOCIAL
El segundo gran momento de la exigencia cosmopolita de un nuevo contrato social está en la transformación del Estado nacional en un “novísimo movimiento social”. Esta expresión puede causar extr-a ñeza. Pretendo con la misma señalar que el proceso de descentrado al que, debido ante todo al declive de su poder regulador, está som-e tido el Estado nacional convierte en obsoletas las teorías del Estado hasta ahora imperantes, tanto las de raigambre liberal como las de origen marxista. La despolitización del Estado y la desestatalización de la regulación social inducidas por la erosión del contrato social indican que bajo la denominación “Estado” está emergiendo una nueva forma de organización política más amplia que el Estado: un conjunto híbrido de flujos, organizaciones y redes en las que se combinan y solapan elementos estatales y no estatales, nacionales y globales. El Estado es el articulador de este conjunto.
La relativa miniaturización o municipalización del Estado den- tro de esta nueva organización política ha venido interpretándose como un fenómeno de erosión de la soberanía y de las capacidades normativas del Estado. Pero lo que de hecho está ocurriendo es una transformación de la soberanía y de la regulación: éstas pasan a eje-r cerse en red dentro de un ámbito político mucho más amplio y con- flictivo en el que los bienes públicos hasta ahora producidos por el Estado (legitimidad, bienestar económico y social, seguridad e ide-n tidad cultural) son objeto de luchas y negociaciones permanentes que el Estado coordina desde distintos niveles de superordenamien- to. Esta nueva organización política, este conjunto heterogéneo de organizaciones y flujos, no tiene centro: la coordinación del Estado funciona como imaginación del centro.
Esto significa que la mencionada despolitización del Estado sólo se da en el marco de la forma tradicional del Estado. En la nueva
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organización política, el Estado se encuentra, por el contrario, en el punto xx xxxxxxx de su repolitización como elemento de coordina- ción. En este nuevo marco, el Estado es ante todo una relación pol-í tica parcial y fracturada, abierta a la competencia entre los agentes de la subcontratación política y por la que transitan concepciones alternativas del bien común y de los bienes públicos. Antes que una materialidad institucional y burocrática, el Estado está llamado a ser el terreno de una lucha política mucho menos codificada y reglada que la lucha política convencional. Y es en este nuevo marco donde las distintas formas de fascismo societal buscan articulaciones para amplificar y consolidar sus regulaciones despóticas, convirtiendo al Estado en componente de su espacio privado. Y será también en este marco donde las fuerzas democráticas deberán luchar por la democracia redistributiva y convertir al Estado en componente del espacio público no estatal. Esta última transformación del Estado es la que denomino Estado como novísimo movimiento socia. l
Las principales características de esta transformación son las siguientes: compete al Estado, en esta emergente organización políti- ca, coordinar los distintos intereses, flujos y organizaciones nacidos de la desestatilización de la regulación social. La lucha democrática se convierte así, ante todo, en una lucha por la democratización de las funciones de coordinación. Si en el pasado se buscó democratizar el monopolio regulador del Estado ahora se debe, ante todo, democra- tizar la desaparición de ese monopolio. Esta lucha tiene varias facetas. Las funciones de coordinación deben tratar sobre todo con inteerses divergentes e incluso contradictorios. Si el Estado moderno asumió como propia y, por tanto, como interés general una determinada ver- sión o composición de esos intereses, ahora el Estado se limita a coor- dinar los distintos intereses, unos intereses que no son sólo naciona- les sino también globales o transnacionales. Esto significa que, en contra de lo que pueda parecer, el Estado está más directamente com-
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prometido con los criterios de redistribución y por tanto con los cri- terios de inclusión y exclusión. De ahí que la tensión entre democra- cia y capitalismo, de urgente reconstrucción, sólo pueda reconstruir- se si la democracia se concibe como democraciaerdistributiva.
En un espacio público en el que el Estado convive con intere- ses y organizaciones no estatales cuyas actuaciones coordina, la democracia redistributiva no puede quedar confinada dentro de una democracia representativa concebida para la acción política en el marco del Estado. De hecho, aquí radica la causa de la mis- teriosa desaparición de la tensión entre democracia y capitalismo en nuestros días: con la nueva constelación política, la democra- cia representativa perdió las escasas capacidades distributivas que pudo llegar a tener. En las actuales condiciones, la democracia redistributiva debe ser una democracia participativa y la partici- pación democrática debe incidir tanto en la acción de coodr ina- ción del Estado como en la actuación de los agentes privados (empresas, organizaciones no gubernamentales y movimientos sociales) cuyos intereses y prestaciones coordina el Estado. En otras palabras: no tiene sentido democratizar el Estado si no se democratiza la esfera no estatal. Sólo la convergencia entre estos dos procesos de democratización permite er construir el espacio público de la deliberación democrática.
Ya se conocen distintas experiencias de redistribución democr-á tica de los recursos a través de mecanismos de democracia partic-i pativa o de combinaciones de democracia participativa y democr-a cia representativa. En Brasil, por ejemplo, destacan las experiencias de elaboración participativa de los presupuesteons los municipios ges- tionados por el Partido de los Trabajadores -especialmente exitosas en Porto Alegre7. Aunque estas experiencias sean de ámbito local
7 Sobre la experiencia de Porto Alegre, xxxxxx Xxxxxx (1998b), Xxxxxxx (1997) y Xxxxxxxx et al. (1995).
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nada indica que la elaboración participativa del presupuesto no pueda adoptarse por los gobiernos estatales o incluso en la Unión Europea. De hecho, resulta imperioso extender esta experiencia si se pretende erradicar la privatización patrimonialista del Estado.
La limitación de este tipo de experiencias está en que sólo tratan del uso de los recursos estatales, no de su obtención. A mi entende,r la lógica participativa de la democracia redistributiva debería aba-r car esta última cuestión, es decir, el sistema fiscal. Aquí, la dem-o cracia redistributiva debe significar solidaridad fiscal. La solidaridad fiscal del Estado moderno es, cuando existe, abstracta y, en el marco de la nueva organización política y de la miniaturización del Estado, esa solidaridad se hace aun más abstracta hasta resultar ininteligible al común de los ciudadanos. De ahí las numerosastax revoltsde los últimos años y el que muchas de ellas no hayan sido activas sino pasivas: recurrieron a la evasión fiscal. rPopongo una modificación radical de la lógica del sistema fiscal para adecuarlo a las nuevas co-n diciones de la dominación política. Se trata de lo que llamo lafis - calidad participativa Cuando al Estado le compete desempeñar, res- pecto del bienestar, funciones de coordinación antes que de por - ducción directa, el control de la relación entre recursos obtenidos y uso de los mismos resulta prácticamente imposible con los mec-a nismos de la democracia representativa. De ahí la necesidad de añ-a dir a la democracia representativa elementos de democracia partic-i pativa. El incremento relativo de la pasividad del Estado resultante de la pérdida de su monopolio regulador debe compensarse inten- sificando la ciudadanía activa; a menos que queramos ver cómo los fascismos societales invaden y colonizan esa pasividad.
La fiscalidad participativa permite recuperar la “capacidad extractiva” del Estado y ligarla a la realización de unos objetivos sociales colectivamente definidos. Fijados los niveles generales de tributación, fijados -a nivel nacional mediante mecanismos que
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combinen democracia representativa y participativa- los objetivos financiados por el gasto público, los ciudadanos y las familias deben poder decidir, mediante refrendo, para qué y en qué proporción deben gastarse sus impuestos. Si algunos ciudadanos prefieren que sus impuestos se destinen preferentemente a la atención medica, otros darán prioridad a la educación, otros a la seguridad social, etc. Aquellos ciudadanos cuyos impuestos se deduzcan en origen -caso, en muchos países, de los asalariados- deben poder indicar, en las sumas deducidas, sus preferencias entre los distintos sectores de actuación así como el peso relativo de cada inversión social.
Tanto el presupuesto como la fiscalidad participativos son piezas fundamentales de la nueva democracia redistributiva. Su lógica política responde a la creación de un espacio público no estatal del que el Estado es el elemento determinante de articulación y coord-i nación. La creación de este espacio público es, en las actuales co-n diciones, la única alternativa democrática ante la proliferación de esos espacios privados avalados por una acción estatal que favorece los fascismos societales. La nueva lucha democrática es, en cuanto lucha por la democracia redistributiva, una lucha antifascista aun- que se desenvuelva en un ámbito formalmente democrático. Este ámbito democrático, aunque formal, dispone, no obstante, de la materialidad de las formas, de ahí que la lucha antifascista de nue-s tros días no tenga que asumir las formas que asumió en el pasado la lucha democrática contra el fascismo de Estado. Pero tampoco puede limitarse a las formas de lucha democrática consagradas por el Estado democrático surgido de los escombros del viejo fascism.o Nos encontramos, por lo tanto, ante la necesidad de crear nuevas constelaciones de lucha democrática que multipliquen y ahonden las deliberaciones democráticas sobre los aspectos cadaevz más dife- renciados de la sociabilidad. En este contexto, adquiere sentido la
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definición que, en otro lugar, he hecho del socialismo como demo- cracia sin fin (Xxxxxx, 19951).
La democracia redistributiva debe ser el primer empeño en la conversión del Estado en novísimo movimiento social. Otro empe- ño es el que denomino el Estado experimental.Cuando la función de regulación social del Estado atraviesa grandes mutaciones, la rí-gi da materialidad institucional del Estado se verá progresivamente sometida a grandes vibraciones que la desestructurarán, desnatur-x xxxxxxx y convertirán en terreno propicio a los efectos pevrersos. Además, esa materialidad se inserta en un espacio-tiempo nacional estatal que, como se ha dicho, sufre el impacto cruzado de los esp-a cios-tiempo locales y globales, instantáneos y glaciales. Ante esta situación resulta cada vez más evidente que la institucionalización del Estado-articulador aún está por inventar. De hecho, aún es pronto para saber si esa institucionalidad se plasmará en organiz-a ciones o, por el contrario, en redes y flujos o incluso en dispositivos híbridos, flexibles y reprogramables. No cabe, sin embargo, duda de que las luchas democráticas de los próximos años serán fundame-n talmente luchas por esquemas institucionales alternativos.
Como las épocas de transición paradigmática se caracterizan por la coexistencia de las soluciones del viejo paradigma con las del nuevo (y éstas suelen ser tan contradictorias entre sí como puedan serlo respecto de las del viejo paradigma), entiendo que esta misma circunstancia debe convertirse en un principio rector de la creación institucional. Adoptar en esta fase decisiones institucionales irreve-r sibles resultaría imprudente. El Estado debería convertirse en un terreno de experimentación institucional en el que coexistan y com- pitan por un tiempo distintas soluciones institucionales a modo de experiencias piloto sometidas al seguimiento permanente de los colectivos ciudadanos como paso previo a la evaluación comparada de las prestaciones de cada una de ellas. La prestación de bienes
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públicos, sobre todo en el ámbito social, podría de este modo real-i zarse bajo distintas formas y la opción entre las mismas, de tener que hacerse, sólo debería producirse una vez analizadas por los ciu- dadanos la eficacia y la calidad democrática de cada alternativa.
Este nuevo Estado democrático debería basarse en dos principios de experimentación política. Primero: el Estado sólo es genuin-a mente experimental cuando las soluciones institucionales en xxxx xxxxx de idénticas condiciones para desarrollarse conforme a su propia lógica. Es decir, el Estado experimental será democrático en la medida en que dé igualdad de oportunidades a las distintas por- puestas de institucionalidad democrática. Sólo así puede la lucha democrática convertirse en una lucha entre alternativas democrát-i cas. Sólo así puede lucharse democráticamente contra el dogmati-s mo democrático. Esta experimentación institucional dentro del ámbito de la democracia generará inevitablemente inestabilidad e incoherencia en la acción estatal. Por otro lado, al amparo de esta fragmentación estatal, podrían producirse, subrepticiamente, nue- vas exclusiones. Se trata de un riesgo importante, tanto más cuan- do en esta nueva organización política sigue siendo competencia del Estado democrático estabilizar mínimamente las expectativas de los ciudadanos y crear pautas mínimas de seguridad y de inclusión que reduzcan la ansiedad de modo a permitir el ejercicio activo de la ciudadanía.
El Estado experimental debe, por lo tanto, asegurar no sólo la igualdad de oportunidades entre los distintos proyectos de institu- cionalidad democrática, sino -y se trata del segundo principio de la experimentación política- unas pautas mínimas de inclusión que hagan posible una ciudadanía activa capaz de contorlar, acompañar y evaluar la valía de los distintos proyectos. Estas pautas son necesa- rias para hacer de la inestabilidad institucional un ámbito de delibe- ración democrática. El nuevo Estado de bienestar debe ser un Estado
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experimental y en la experimentación continua con una activa par- ticipación de los ciudadanos estará la sostenibilidad del bienestar.
El ámbito de las luchas democráticas se plantea, por lo tanto, en esta fase, dentro de un vasto y decisivo espacio. Sólo en este espacio encontrarán respuesta la fuerza y la extensión de los fascismos que nos amenazan. El Estado como novísimo movimiento social es un Estado articulador que, aunque haya perdido el monopolio de la gobernación, conserva el monopolio de la meta-gobernación, es decir, de la articulación en el interior de la nueva organización po-lí tica. La experimentación externa del Estado, en las nuevas funci-o nes de articulación societal, debe completarse, como vimos, con una experimentación interna, en su esquema institucional, que ase- gure la eficacia democrática de la articulación. Se trata, por todo ello, de un espacio político turbulento e inestable en el que los fa-s cismos societales pueden instalarse con facilidad capitalizando las inseguridades y ansiedades inevitablemente generadas por esas in-es tabilidades. De ahí que el campo de la democracia participativa sea potencialmente vastísimo debiendo ejercerse tanto en el interior del Estado, como en las funciones de articulación del Estado o en las organizaciones no estatales que tienen subcontratada la regulación societal. En el contexto del Estado como novísimo movimiento social, la democratización del Estado pasa por la democratización societal y, viceversa, la democratización societal por la democratiz-a ción del Estado.
Pero las luchas democráticas no pueden, como se desprende de lo dicho, agotarse en el espacio-tiempo nacional. Muchas de las pro- puestas planteadas aquí a favor del redescubrimiento democrático del trabajo exigen una coordinación internacional, una colaboración entre los Estados para reducir la competencia internacional a la que se libran y con ello la competencia internacional entre los trabajado- res de sus países. Visto que el fascismo societal intenta reducir el
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Estado a un mecanismo que interiorice en el espacio-tiempo nacio- nal los imperativos hegemónicos del capital global, compete a la democracia redistributiva convertir al Estado nacional en elemento de una red internacional que disminuya o neutralice el impacto des- tructivo y excluyente de esos imperativos y que, en la medida de lo posible, invierta el sentido de los mismos en beneficio de una erdis- tribución equitativa de la riqueza globalmente producida. Los Estados del Sur, sobre todo los grandes Estados semiperiféricos, como Brasil, la India, Sudáfrica, una futura China o una Rusia des- mafializada, deben desempeñar en este ámbito un papel decisivo. La intensificación de la competencia internacional entre ellos seria desastrosa para la gran mayoría de sus habitantes y fatal para las poblaciones de los países periféricos. La lucha nacional por la demo- cracia redistributiva debe, por lo tanto, sumarse a la lucha por un nuevo derecho internacional más democrático y participativo.
El dilema neoliberal, antes mencionado, radica en que sólo un Estado fuerte puede organizar con eficacia su propia debilidad. Este dilema debe ser el punto xx xxxxxxx de las fuerzas democráticas en su empeño por consolidar el contenido democrático tanto de la articulación estatal dentro de la nueva organización política como del espacio público no estatal articulado por el Estado. Pero, visto que los fascismos societales se legitiman o naturalizan intername-n te como precontractualismos y post-contractualismos dictados por insoslayables imperativos globales o internacionales, ese xxxxxxx-ci miento democrático resultará vano mientras la articulación estatal se limite al espacio nacional.
El fascismo no es una amenaza. El fascismo está entre nosotros. Esta imagen desestabilizadora alimenta el sentido radical de la ex-i gencia cosmopolita de un nuevo contrato social.
LA REINVENCIÓN SOLIDARIA Y PARTICIPATIVA DEL ESTADO
LA CUESTIÓN de la reforma del Estado resulta, cuando menos, intri- gante. La modernidad ha conocido dos paradigmas de transforma- ción social: la revolución y el reformismo. El primero se pensó para ejercerse contra el Estado, el segundo para que lo ejerciera el Estado. Este último acabó imponiéndose en los países centrales, antes de extenderse a todo el sistema mundial. Para el reformismo, la socie- dad es la entidad problemática, el objeto de la reforma, y el Estado, la solución del problema, el sujeto de la reforma. Cabe, por lo tanto, hacer una primera observación: si, como ocurre hoy en día, el Estado se torna él mismo problemático, se convierte en objeto de reforma, nos encontramos, entonces, ante una crisis del erformismo.
De esta observación se siguen otras que pueden plantearse como preguntas: si durante la vigencia del reformismo, el Estado fue el sujeto de la reforma y la sociedad su objeto, ahora que el Estado se ha convertido en objeto de reforma ¿quién es el sujeto de la refo-r
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ma? ¿acaso la sociedad? Y de ser así ¿quién dentro de la sociedad? O
¿será el propio Estado el que se auto-reforme? Y en este caso ¿quién dentro del Estado es el sujeto de la reforma de la que es objeto el propio Estado? o ¿será que la reforma del Estado deshace la disti-n ción hasta ahora vigente entre Estado y sociedad?
Iniciaré este ensayo con un análisis del contexto social y político en el que se ha perfilado la tendencia a favor de la reforma del Estado. Me referiré después, brevemente, a las distintas alternativas de reforma que se han propuesto para, por último, centrar mi aten- ción en la función que puede desempeñar el llamado tercer sector en la reforma del Estado, subrayando las condiciones que determ-i nan el sentido político de esa función así como el tipo de reforma a la que apunta.
Tras un breve periodo durante el que intentó convertirse en el camino del cambio gradual, pacífico y legal hacia el socialismo, el reformismo, en su sentido más amplio, vino a significar el proceso a través del cual el movimiento obrero y sus aliados encauzaron su resistencia contra la reducción de la vida social a la ley del valor, a la lógica de la acumulación y a las reglas xxx xxxxxxx. De esa res-is xxxxxx nació una institucionalidad encargada de asegurar la perv-i vencia de las interdependencias de carácter no mercantil, es dec,ir las interdependencias cooperativas, solidarias y voluntarias. Con esta institucionalidad, el interés general o público consiguió tene,r en el seno de la sociedad capitalista, alguna vigencia a través del de-s arrollo de tres grandes cuestiones: la regulación del trabajo, la por- tección social contra los riesgos sociales y la seguridad contra el d-es orden y la violencia. La institucionalidad reformista se asentó sober una articulación especifica de los tres principios modernos de reg-u lación: los principios del Estado, xxx xxxxxxx y de la comunidad. La articulación estableció un círculo virtuoso entre el principio del Estado y el xxx xxxxxxx, del que ambos salieron fortalecidos, al
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mismo tiempo que el principio de comunidad, basado en la obliga- ción política horizontal -de ciudadano a ciudadano-, se vio desn-a turalizado al quedar reducido el reconocimiento político de la coo- peración y de la solidaridad entre ciudadanos a aquellas formas de cooperación y solidaridad mediadas por el Estado.
Con esa articulación de la regulación, la capacidad xxx xxxxxxx para generar situaciones caóticas -la llamada “cuestión social” (an-o mia, exclusión social, disgregación de la familia, violencia)- quedó sujeta a control político al entrar la cuestión social a formar parte, a través de la democracia y de la ciudadanía, de la actuación polí-ti ca reglada. La politización de la cuestión social significó pasar a co-n siderarla desde criterios no capitalistas, aunque no con la finalidad de eliminarla sino tan sólo de apaciguarla. Este control sobre el “capitalismo como consecuencia” (la cuestión social) permitió leg-i timar el “capitalismo como causa”. El Estado fue, en este sentido, el escenario político en el que el capitalismo intentó realizar, desde el reconocimiento de sus propios límites, todas sus potencialidades. La forma política más completa del reformismo político fue, en los países centrales del sistema mundial, el Estado de bienestar y, en los países periféricos y semiperiféricos, el Estado desarrollista.
El reformismo se basa en la idea de que sólo es normal el cam- bio social que puede ser normalizado. La lógica de la normalización se basa en la simetría entre mejora y repetición. Los dispositivos de la normalización son el derecho, el sistema educativo y la identidad cultural. La repetición es la condición del orden y la mejora, la co-n dición del progreso. Ambas se complementan y el ritmo del cambio social normal viene marcado por la secuencia entre los momentos de repetición y los de mejora.
El reformismo tiene, pues, algo de paradójico: si una determin-a da condición social se repite no mejora y si mejora no se repite. Peor
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esta paradoja, lejos de paralizar la política reformista, constituye su gran fuente de energía. Esto se debe, principalmente, a dos razones. Por un lado, debido a su carácter fragmentario, desigual y selectivo, el cambio social normal resulta en gran medida opaco, de modo que una misma condición o acción política puede ser interpretada por unos grupos sociales como repetición y por otros como mejora; los conflictos entre estos grupos son los que de hecho impulsan las reformas. Por otro lado, la ausencia de una dirección global del cambio social permite que los procesos de cambio puedan percibi-r se bien como fenómenos de corto plazo, bien como manifestacio- nes puntuales de fenómenos de largo plazo. La indeterminación de las temporalidades confiere al cambio un sentido de inevitabilidad del que deriva su legitimidad.
La opacidad e indeterminación del cambio social normal se dan asimismo en otros tres niveles que también contribuyen a reforzar la legitimidad del paradigma reformista. En primer lugar, la articu- lación entre repetición y mejora permite concebir el cambio social como un juego de suma positiva en el que los procesos de inclusión social superan en número a los de exclusión. Cualquier dato emp-í rico que indique lo contrario siempre puede interpretarse, en el supuesto de que no pueda refutarse, como un fenómeno transitorio y reversible. En segundo lugar, las medidas reformistas tienen un carácter intrínsecamente ambiguo: su naturaleza capitalista o ant-i capitalista resulta, por principio, discutible. En tercer lugar, la ind-e terminación y la opacidad confieren a las políticas reformistas una gran plasticidad y abstracción: de ahí que puedan funcionar como modelos políticos creíbles en los más variados contextos sociales. Conviene recordar, en este sentido, que, más allá de las apariencias y de los discursos, el paradigma de la transformación reformista siempre fue más internacional y transnacional que el de la transfo-r mación revolucionaria.
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El Estado nacional desempeñó su función central en el cambio social reformista a través de tres estrategias básicas: acumulación, confianza y legitimación o hegemonía. Mediante las estrategias de acumulación, consiguió estabilizar la producción capitalista. Con las estrategias de confianza, estabilizó las expectativas de los ciud- a danos, contrarrestando los riesgos derivados de las externalidades de la acumulación social y del distanciamiento entre las acciones té-c nicas y sus efectos, es decir, el contexto inmediato de las interacci-o nes humanas. Con las estrategias de hegemonía, el Estado afianzó la lealtad de las distintas clases sociales para con la gestión estatal de las oportunidades y de los riesgos; garantizando así su propia est-a bilidad, ya sea como entidad política o como entidad administrat-i va. Veamos con más detalle el ámbito de intervención social de cada una de estas estrategias estatales así como la manera en que operan, en cada una de ellas, la simetría entre repetición y mejora y sus cód-i gos binarios de evaluación política.
El ámbito de intervención social de la estrategia de acumulación es el de la mercantilización del trabajo, de los bienes y de los serv-i cios. El momento de repetición del cambio social es aquí la sost-e nibilidad de la acumulación y el momento de mejora, el crecimien- to económico. La evaluación política sigue el código binario “por- mover/restringir el mercado”. La estrategia de hegemonía abarca, por su parte, tres ámbitos sociales de intevrención: 1- la participa- ción y la representación políticas, con su código binario “democr-á tico/antidemocrático”, su repetición en la democracia liberal y su mejora en el desarrollo de los derechos; 2- el consumo social, con su código “justo/injusto”, repetición, en la paz social y mejora, en la equidad social; y, 3- el consumo cultural, la educación y la com-u nicación de masas: aquí el código es “xxxx/desleal”, la repetición, identidad cultural y la mejora, distribución de los conocimientos y de la información. La tercera estrategia, la de la confianza, también
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abarca tres ámbitos de intervención social: 1- los riesgos en las rel-a ciones internacionales, evaluados con el código “amigo/enemigo”; el momento de repetición está en la soberanía y la seguridad nacio- nales y el de mejora, en la lucha por consolidar la posición del país en el sistema mundial. 2- El ámbito de los riesgos en las relaciones sociales (desde los delitos hasta los accidentes), sujeto a un doble código binario: “legal/ilegal”, “relevante /irrelevante”; la repetición es aquí el orden jurídico vigente y la mejora, la prevención de los riesgos y el incremento de la capacidad represivaY. , por último, 3- los riesgos tecnológicos y los accidentes medio ambientales. En este ámbito, los códigos de evaluación son “seguro/inseguor” y “previsi- ble/imprevisible”, el momento de repetición está en el sistema de expertos y el de mejora, en el desarrollo tecnológic.o
El paradigma reformista se basa en tres presupuestos: 1- los mecanismos de repetición y mejora son eficaces en el ámbito del territorio nacional y cuando no se producen interferencias externas ni turbulencias internas; 2- la capacidad financiera del Estado depende de su capacidad reguladora y viceversa, ya que la seguridad y el bienestar social se consiguen produciendo en masa productos y servicios bajo forma de mercancías (aunque no se distribuyan a tr-a vés xxx xxxxxxx); y, 3- los riesgos y los peligros que el Estado ge-s tiona con sus estrategias de confianza no son frecuentes y cuando se producen lo hacen sin sobrepasar la escala que permite la intevren- ción política y administrativa del Estado.
Estos tres presupuestos dependen, en última instancia, de un meta-presupuesto: el reformismo, en cuanto cambio social normal, no puede pensarse sin el contrapunto del cambio social anormal, es decir, la revolución. Lo mismo cabe decir de la revolución. Del an-á lisis de las grandes revoluciones modernas se desprende que todas acaban recurriendo al reformismo para consolidarse: consumada la ruptura revolucionaria, las primeras medidas de los nuevos poderes
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invariablemente pretenden prevenir el estallido de nuevos episodios revolucionarios acudiendo para ello a la lógica reformista de la rep-e tición y mejora. Analizadas retrospectivamente, las revoluciones aparecen así como momentos inaugurales del reformismo, ya que éste sólo tiene sentido político en cuanto proceso post-revolucion-a rio. Aunque su objetivo sea prevenir el estallido de la revolución, su lógica es la de la anticipación de la situación post-revolucionaria.
LA CRISIS DEL REFORMISMO
Venimos asistiendo, desde la década de los ochenta, a la crisis del paradigma del cambio normal. La simetría entre repetición y mejo- ra se ha roto y la repetición ha pasado a percibirse como la única mejora posible. El juego de la suma positiva ha sido sustituido por el de la suma cero y los procesos sociales de exclusión predominan sobre los de inclusión. Uno tras otro, los presupuestos del reformi-s mo social han quedado en entredicho. El capitalismo global y su brazo político, el consenso deWashington, han desestructurado los espacios nacionales del conflicto y la negociación, han minado la capacidad financiera y reguladora del Estado y han aumentado la escala y frecuencia de los riesgos hasta deshacer la viabilidad de la gestión nacional. La articulación reformista de las tres estrategias del Estado -acumulación, hegemonía y confianza- se ha ido disgrega-n do hasta verse sustituida por una articulación nueva, enteramente dominada por la estrategia de acumulación.
El Estado débil auspiciado por el consenso deWashington sólo lo es en lo que a las estrategias de hegemonía y confianza se refiere. En lo relativo a la estrategia de acumulación, el Estado resulta tener más fuerza que nunca, en la medida en que asume la gestión y leg-i timación, en el espacio nacional, de las exigencias del capitalismo global. No estamos, por lo tanto, ante una crisis general del Estado,
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sino ante la crisis de un determinado tipo de Estado. Esta nueva articulación no representa, por otro lado, una simple vuelta al prin- cipio xx xxxxxxx, sino una articulación más directa y estrecha enter el principio del Estado y el xxx xxxxxxx. En realidad, la debilidad del Estado no es un efecto secundario o perverso de la globalización de la economía, sino el resultado de un proceso político que inten- ta conferir al Estado otro tipo de fuerza, una fuerza más sutilmente ajustada a las exigencias políticas del capitalismo global. Si durante la vigencia del reformismo político el Estado expresó su fuerza por- moviendo interdependencias no mercantiles, ahora esa fuerza se manifiesta en la capacidad de someter todas las interdependencias a la lógica mercantil. Algo que el mercado no podría hacer por sí sólo, salvo con graves riesgos de generar ingobernabilidad.
Pero la crisis del reformismo se debe, ante todo, a la crisis de su meta-presupuesto, la post-revolución. Con la caída xxx xxxx de Berlín hemos pasado de un periodo post-revolucionario a otro que podemos denominar “post-post-revolucionario”. Eliminado el con- texto político de la post-revolución, el reformismo perdió su sent-i do: dejó de ser posible porque dejó de ser necesario (no dejó de ser necesario porque dejara de ser posible). Y mientras no se vislumber otro momento revolucionario no habrá nuevo paradigma reformis- ta. La quiebra de la tensión entre repetición y mejora -tensión con-s titutiva del paradigma de la transformación social- y la consiguie-n te conversión de la repetición en única hipótesis posible de mejora, trae consigo exclusión social y degradación de la calidad de vida de la mayoría de la población. Pero no supone estagnación. Presenciamos, al contrario, un movimiento intenso, caótico, que extrema tanto las inclusiones como las exclusiones y que ya no puede controlarse con el ritmo de la repetición y mejora.Ya no es un cambio normal, pero tampoco es anormal. La preocupación por la reforma se ve relegada por la de la gobernabilidad. Se trata del
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movimiento de cambio social propio de un periodo histórico, el nuestro, demasiado prematuro para ser pre-revolucionario y en exceso tardío para ser post-revolucionario.
LA PRIMERA FASE: EL ESTADO IRREFORMABLE
El reformismo pretendía, al igual que la ervolución, transformar la sociedad. Las fuerzas sociales que lo pormovían usaron del Estado como instrumento de transformación social. Y como cada inter- vención estatal en la sociedad suponía una intervención en el pro- xxx Xxxxxx, éste se transformó profundamente a lo largo de los últimos cincuenta años. El fin del reformismo social dio inicio al movimiento a favor de la reforma del Estado; movimiento con dos fases principales. La primera partió, paradójicamente, de la idea de que el Estado es irreformable: intrínsecamente ineficaz, parasitario y predador, el Estado sólo se reforma reduciéndolo al mínimo que permita asegurar el funcionamiento xxx xxxxxxx. Su propensión al fracaso y su capacidad para causar daños sólo se limitan erducien- do su tamaño y el ámbito de su actuación. Vuelve a surgir, en esta fase, el decimonónico debate en torno a las funciones del Estado. Se retoma la distinción entre sus funciones exclusivas y aquellas que ha ido asumiendo por usurpación o competencia con otras instan- cias no estatales de regulación social: distinción que pretendía dar a entender que el Estado debía limitarse a ejercer las funciones que le serían exclusivas.
Esta primera fase se prolongó hasta los primeros años de los noventa. Fue, al igual que el reformismo social, un movimiento de carácter global. Impulsado por las instituciones financieras multila- terales y la acción concertada de los Estados centrales recurrió a unos dispositivos normativos e institucionales que por su naturaleza abs- tracta y unidimensional resultaron poderosos: deuda externa, ajuste
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estructural, control del déficit público y de la inflación, privatiza- ción, desregulación, amenaza de inminente quiebra del Estado de bienestar y, sobre todo, del sistema de seguridad social, subsiguiente (drástica) reducción del consumo colectivo de protección social, etc.
Esta primera fase de reforma, la del Estado mínimo, alcanzó su punto culminante con las convulsiones políticas de los países comu- nistas de Europa central y del este. Pero fue en esta misma región donde los límites de su lógica reformadora empzearon a manifestarse. La emergencia de las mafias, la generalización de la corrupción políti- ca o la quiebra de algunos de los Estados del llamado Tercer Mundo vinieron a subrayar el dilema básico sobre el que se asienta la idea del Estado débil: como es el Estado el que tiene que acometer suerforma, sólo un Estado fuerte puede producir con eficacia su propia debilidad. Por otro lado, como toda desregulación nace de una regulación, el Estado tiene que intervenir, paradójicamente, para dejar de intervenir.
Ante estas circunstancias se fue asentando la idea de que el cap-i talismo global no puede prescindir del Estado fuerte. La fuerza est-a tal, necesaria, debía ser distinta a la imperante durante la vigencia del reformismo, con su reflejo en el Estado de bienestar o en el Estado desarrollista. El problema del Estado no se resuelve, por lo tanto, reduciendo la cantidad de Estado, sino modificando su natu- raleza, para lo cual debe partirse de la idea de que el Estado sí es reformable. Esta premisa define el perfil general de la segunda, y actual, fase del movimiento a favor de la reforma xxx Xxxxx.o
LA SEGUNDA FASE: EL ESTADO REFORMABLE
En esta fase, el péndulo del reformismo pasa inequívocamente del reformismo social impulsado por el Estado al reformismo estatal promovido por sectores sociales con capacidad de intevrención en el Estado. Aparentemente simétrica, esta oscilación esconde, sin
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embargo, una profunda asimetría: si el reformismo social fue un movimiento transnacional de baja intensidad impulsado, dentro de cada espacio-tiempo nacional (la sociedad nacional o el Estado nación), por fuerzas sociales y políticas de ámbito nacional, el refo-r mismo estatal es un movimiento transnacional de alta intensidad en el que las fuerzas que con mayor denuedo lo están promoviendo son ellas mismas transnacionales. La sociedad nacional es ahora el esp-a cio-miniatura de un escenario social global y el Estado nacional
-sobre todo en la periferia del sistema mundial-, la caja de resona-n cia de unas fuerzas que lo trascienden.
Esta segunda fase es social y políticamente más compleja que la primera. La fase del Estado mínimo, irreformable, estuvo compl-e tamente dominada por la fuerza y los intereses del capitalismo gl-o bal. Fue la edad de oro del neoliberalismo. En los países centrales, el movimiento sindical quedó maltrecho por la disgregación de la legislación fordista: la izquierda marxista, que desde los años sese-n ta venía criticando el Estado de bienestar, se vio desarmada para defenderlo y los movimientos sociales, celosos de presevrar su auto- nomía frente al Estado y centrados en ámbitos de intervención social considerados marginales por el bloque corporativo sobre el que se apoyaba el Estado de bienestar, no se sintieron llamados a defender el reformismo que ese Estado protagonizaba.
En los países semiperiféricos, donde el Estado desarrollista era a menudo autoritario y represivo, las fuerzas progresistas concentr-a xxx sus esfuerzos en propiciar transiciones a la democracia. Muchas medidas neoliberales, al desmantelar el intevrencionismo del Estado autoritario y poder interpretarse en consecuencia como propiciato- rias de democratización, se beneficiaron de la legitimidad que el proceso de transición política suscitó entre la clase media y los tr-a bajadores de la industria. En los países periféricos, la desvalorización de los escasos productos que accedían al comercio internacional, la
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deuda externa y el ajuste estructural convirtieron al Estado en una entidad inviable, un lumpen-Estado a merced de la benevolencia internacional.
La primera fase de reforma del Estado fue, por las razones ind-i cadas, un periodo de pensamiento único, de diagnósticos inequívo- cos y de terapias de choque. Sin embargo, los resultados “disfu-n cionales” de este movimiento, las brechas aparecidas en el consenso xx Xxxxxxxxxx, la reorganización de las fuerzas progresistas, así como el fantasma de la ingobernabilidad y de su posible incidencia en los países centrales a través de la inmigración, de las epidemias o del terrorismo abrieron paso a la segunda fase.Todos estos factores también contribuyeron a que el marco político de esta nueva fase sea mucho más amplio, sus debates más sistemáticos y sus altern-a tivas más creíbles. En términos de ingeniería institucional, esta fase se asienta, preferentemente, sobre dos pilares: la reforma del sistema jurídico, sobre todo del judicial, y la función del llamado tercer se-c tor. En lo que queda de ensayo centraré mi atención en este segun- do xxxxx.
EL TERCER SECTOR
“Tercer sector” es la denominación, residual e imprecisa, con la que se intenta dar cuenta de un vastísimo conjunto de organizaciones sociales que se caracterizan por no ser ni estatales ni mercantiles, es decir, todas aquellas organizaciones sociales que, siendo privadas, no tienen fines lucrativos y que, aunque respondan a unos objetivos sociales, públicos o colectivos, no son estatales: cooperativas, mutuas, asociaciones no lucrativas, ONGs, organizaciones casi-no gubernamentales, organizaciones de voluntarios, comunitarias o de base, etc. El nombre en lengua vernácula de este sector varía de un país a otro, en una variación que no es sólo terminológica sino que
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responde a las diferencias en la historia, las tradiciones, la cultura o los contextos políticos entre los distintos países. En Francia se suele hablar de “economía social”, en los países anglosajones de “sector voluntario” y de “organizaciones no lucrativas” y en los países del llamado Tercer Mundo predomina el calificativo de “organizaciones no gubernamentales”.
El tercer sector surgió en el siglo XIX en los países centrales, en Europa sobre todo, como alternativa al capitalismo. Aunque de heterogéneas raíces ideológicas -desde las varias caras del socialismo hasta el cristianismo social o el liberalismo- su propósito consistía en articular nuevas formas de producción y de consumo que o bien desafiaban los principios de la ascendente economía política bu-r guesa, o bien se limitaban a aliviar, a modo de compensación o con- tra-ciclo, el coste humano de la Revolución Industrial. Subyacía a todo este movimiento, al que buena parte de la clase obrera y de las clases populares se adscribió, el propósito de contrarrestar el proc-e so de aislamiento al que el Estado y la organización capitalista de la producción y de la sociedad sometían al individuo. La idea de auto- nomía asociativa tiene, en este sentido, carácter nuclear en este movimiento. El principio de autonomía asociativa ordena y articu-
la los vectores normativos del movimiento: ayuda mutua, xxxxxx-a ción, solidaridad, confianza y educación para formas de produ-c ción, de consumo y, en definitiva, de vida, alternativas.
No es este lugar para trazar la evolución de la economía social en el siglo XX. Cabe tan sólo señalar que si, por un lado, el mov-i miento socialista y comunista renunció pronto a la economía social para sumarse a unos principios y objetivos que consideró más de-s arrollados y eficaces en la construcción de una alternativa al capit-a lismo, por otro, las cooperativas y las mutuas consiguieron, en muchos países europeos, consolidar importantes márgenes de inte-r vención en el ámbito de la protección social.
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Lo que aquí merece destacarse es que desde finales de los años setenta se ha producido, en los países centrales, un renacer del te-r cer sector o de la economía social. Este fenómeno no es un simple regreso al pasado -algunos autores han hablado de “nueva economía social”-, por muy notoria que pueda resultar la presencia de los ecos, de los recuerdos o de la cultura institucional del viejo tercer sector. Antes de detenerme sobre el significado político de este resurgimiento conviene mencionar que una de las novedades más destacadas del nuevo tercer sector es el hecho de que también haya surgido con pujanza en las países periféricos y semiperiféricos del sistema mundial bajo la forma de las ONGs, tanto de ámbito nacional como transnacional. Si en algunos de estos países las ONGs fueron el resultado de la consolidación, y a veces también del declive, de los nuevos movimientos sociales, en otros, sobre todo en los más periféricos, su aparición se debió al cambio en la estrat-e gia de ayuda y cooperación internacionales de los países centrales, una estrategia que pasó a contar con actores no estatales.
No resulta fácil determinar el alcance político de este resurg-i miento. La heterogeneidad política que viene caracterizando al te-r cer sector desde el siglo XIX se ha visto ahora potenciada por la simultánea presencia del sector en países centrales y periféricos, es decir, en contextos sociales y políticos muy distintos. La unidad de análisis del fenómeno resulta igualmente problemática en la med-i da en que el tercer sector responde en los países centrales a fuerzas endógenas mientras que en algunos países periféricos, sobre todo en los menos desarrollados, es ante todo el efecto local de inducciones, cuando no de presiones e injerencias, internacionales. Cabe deci,r no obstante y en términos muy genéricos, que el renacer del sector significa que el tercer xxxxx de la regulación social de la modernidad occidental, el principio de la comunidad, consigue deshacer la hegemonía que los otros dos pilares, el principio del Estado y el del
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xxxxxxx, venían compartiendo con distinto peso relativo según el periodo histórico.
Xxxxxxxx fue el gran teórico del principio de la comunidad. El ginebrino lo concibió como el contrapunto indispensable al princ-i xxx del Estado. Si este principio establecía la obligación política ve-r tical entre los ciudadanos y el Estado, el de la comunidad afirmaba la obligación política horizontal y solidaria entre ciudadanos. Para Xxxxxxxx, esta última obligación política es la originaria, la que establece el carácter inalienable de la soberanía del pueblo, sober-a nía de la que deriva la obligación política para con el Estad.x
Xxxxxxxx concibe la comunidad como un todo, de ahí sus rese-r vas ante las asociaciones y las corporaciones -y de ahí que pueda so-r prender el que se invoque al ginebrino como principal inspirador del principio de comunidad. Lo cierto es que para Xxxxxxxx la comunidad es un todo y como todo debe salvaguardarse. A tal fin, deben eliminarse los obstáculos que interfieran las interacciones políticas entre ciudadanos, puesto que sólo de estas interacciones puede surgir una voluntad general no distorsionada. Con esta con- cepción de la soberanía popular, Xxxxxxxx no necesita, a diferencia xxx Xxxxxxxxxxx del Esprit des Xxxx, concebir las asociaciones y las corporaciones como barreras contra la tiranía del Estado. Al con- trario, lo que le preocupa es que las asociaciones y las corporaciones se puedan convertir en grupos que con su poder y privilegios di-s torsionen la voluntad general en beneficio de intereses particulares. De ahí que sugiera que, de haber asociaciones, éstas deberán ser pequeñas, todo lo numerosas que se pueda y todas con parecido poder. El planteamiento rousseauniano adquiere hoy renovada actualidad. Cuando el tercer sector se invoca cada vez más como un antídoto contra la privatización del Estado de bienestar por parte de grupos de interés corporativos, conviene recordar la advertencia xx Xxxxxxxx: el tercer sector también puede generar corporativismo.
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El actual renacer del tercer sector podría interpretarse como una oportunidad para que el principio de comunidad contraste sus ven- tajas comparativas frente a los principios xxx xxxxxxx y xxx Xxxxx.o Unos principios que habrían fracasado en sus respectivos intentos históricos de hegemonizar la regulación social: el principio del me-r cado durante la fase del capitalismo desorganizado o liberal, el pri-n cipio del Estado durante la del capitalismo organizado o fordista. Pero esta interpretación peca por su excesiva superficialidad. En p-ri mer lugar, no está nada claro que nos encontremos ante el doble fra- caso del Estado y xxx xxxxxxx. En segundo lugar, de existir ese fr-a caso, resulta aún menos claro que el principio de comunidad siga teniendo, después de un siglo de marginación y de colonización por el Estado y el mercado, la autonomía y la energía necesarias para liderar una nueva propuesta de regulación social, más justa y capaz de restablecer aquella ecuación entre regulación social y emancip-a ción social que fuera matriz originaria de la modernidad occidental.
No parece que el principio xxx xxxxxxx esté en crisis. Al contra- rio, el periodo actual puede interpretarse como una época de abso- luta hegemonía xxx xxxxxxx. La hubris con que la lógica empresa- rial del beneficio ha ido extendiéndose sobre áreas de la sociedad civil hasta ahora respetadas por la incivilidad xxx xxxxxxx (la cul- tura, la educación, la religión, la administración pública, la portec- ción social o la producción y gestión de sentimientos, atmósferas, emociones, gustos, atracciones, repulsas o impulsos) avala la exis- tencia de esa hegemonía. La mercantilización de la vida se está con- virtiendo en el único modo racional de afrontar la vida en un mundo mercantil.
Por lo que al principio del Estado se refiere, no cabe duda de que la crisis, en el centro como en la periferia, del reformismo social (o del fordismo) implica la crisis de las formas político-estatales vige-n tes en el periodo anterior: el Estado de bienestar en el centro del si-s
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tema mundial, el Estado desarrollista en la semiperiferia y periferia. Pero no se trata de una crisis total del Estado, mucho menos de una crisis terminal como pretenden las tesis más extremistas en torno a la globalización. La persistencia del carácter represivo del Estado, su protagonismo en los procesos de regionalización supranacional y de liberalización de la economía mundial, su función de fomento y protección de aquellas empresas privadas que ejercen funciones consideradas de interés público, no parecen estar en crisis. Lo que está en crisis es su función en la promoción de las intermediaciones no mercantiles entre ciudadanos. Una función que el Estado venía ejerciendo principalmente a través de las políticas fiscales y sociales. La creciente exigencia de mejorar la sintonía entre las estrategias de hegemonía y de confianza, por un lado, y las estrategias de acum-u lación, por otro, bajo el predominio de esta última, ha fortalecido todas aquellas funciones del Estado que propician la difusión del capitalismo global.
Como se desprende del World Development Report, 1997del Banco Mundial, estas funciones estatales son cada evz más impor- tantes y exigen para su desempeño un Estado fuerte. Lo que inteer- sa, en este sentido, es saber qué incidencia tiene este cambio en la naturaleza del Estado sobre la producción de los cuatro bienes públicos que el Estado venía asumiendo en el periodo anterior: leg-i timidad, bienestar social y económico, seguridad e identidad cultu- ral. Cada uno de estos bienes públicos se asentó sobre una articul-a ción específica de las distintas estrategias estatales; articulación que se ha roto. De ahí que cuando se habla de reforma del Estado, los problemas que se plantean sean principalmente los dos siguientes: 1°- dilucidar si esos bienes son ineludibles y, 2°- en el supuesto de que lo sean, saber cómo van a producirse en el modelo de regul-a ción y en la forma política en ciernes. La cuestión del tercer sector surge con toda acuidad, precisamente, en la respuesta a estos dos
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problemas. De ahí que al abordar el fenómeno del tercer sector con- venga partir de la consideración de que lo que está en juego es, en definitiva, la nueva forma política del Estado.
Para poder evaluar la posible aportación del tercer sector en este ámbito debe, primero, encontrar respuesta una cuestión antes ref-e rida: tras décadas de marginación y de colonización ¿de qué recu-r sos dispone este sector para contribuir con credibilidad a la reforma del Estado? Para responder a esta pregunta puede resultar útil rep-a sar los principales debates y reflexiones suscitados en torno al tercer sector en las dos últimas décadas. Como se verá, el Estado siemper está presente en esos debates, aunque no con la centralidad que le atribuiremos en la parte final de este texto.
Conviene, ante todo, señalar que los términos del debate difie- ren notablemente a lo largo y ancho del espacio-tiempo del sistema mundial. En los países centrales, el contexto viene marcado ante todo por la crisis, desde finales de la década de los setenta, del Estado de bienestar. La interpretación neoliberal de esta crisis apo-s tó por la decidida privatización de los servicios sociales prestados por el Estado (seguridad social, sanidad, educación, vivienda), así como por la privatización de los servicios de seguridad pública y penitenciaria. La eficiencia xxx xxxxxxx en la gestión de los recu-r sos se consideró indiscutiblemente superior al funcionamiento burocrático del Estado. Pero la eficacia xxx xxxxxxx en la gestión de los recursos contrasta con su absoluta ineficacia (cuando no, pe-r versión) en la distribución equitativa de los recursos (distribución antes confiada al Estado). Pero las organizaciones sociales y polí-ti cas xx xxxxx progresista, aunque desarmadas para defender una administración pública del Estado que ellas mismas habían critic-a do, han conseguido, no obstante, mantener vigente la tensión polí- tica entre eficacia y equidad. El tercer sector surgió entonces para
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hacerse cargo de esa tensión y administrar los compromisos enter sus extremos.
El recurso al tercer sector en un momento de gran turbulencia institucional no deja de ser sorprendente. En efecto, durante mucho tiempo se pensó que una de las limitaciones propias del se-c tor estribaba en la rigidez institucional de sus organizaciones (por entonces sobre todo cooperativas y mutualidades); una rigidez, inadecuada para responder a los desafíos de un cambio social acel-x xxxx, que contrastaba con la flexibilidad xxx xxxxxxx y de un Estado que con la ductilidad de su sistema jurídico conseguía aba-r car nuevas áreas de intervención social. Sin embargo, desde la déc-a da de los setenta, esta rigidez institucional o parece haber desapaer- cido o ha dejado de ser relevante. Algunos autores han señalado que la popularidad del sector se debe, precisamente, a su plasticidad conceptual. Como dicen Xxxxxxx y Xxxxxx, “el amplio abanico de características sociales y económicas al que da cabida el término ‘t-er cer sector’, permite a los políticos hacer uso de aquellos elementos o aspectos del sector que avalan su crítica y su interpretación de la crisis del Estado de bienestar” (1990: 8).
Esta, políticamente útil, ductilidad conceptual dificulta la sist-e matización del análisis y las comparaciones internacionales e inte-r sectoriales. Como dice Xxxxxxxx, “la pluralidad de soluciones jur-í dicas, la dificultad para encontrar términos equivalentes en las di-s tintas lenguas, las distintas tradiciones de asociacionismo y los d-is tintos contextos sociales, culturales y políticos... (permiten que) el tercer sector pueda entenderse internacionalmente como teniendo, al mismo tiempo, una identidad bien definida y flexibilidad para manifestarse en función de las circunstancias” (1992: 46).
Pero más allá de la ambigüedad conceptual del tercer sector, lo cierto es que en los países centrales su resurgimiento está ligado a la
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crisis del Estado de bienestar. Esto significa que el sector no renace en un contexto de intensas luchas sociales y políticas en pro de la sustitución del Estado de bienestar por formas más desarrolladas de cooperación, solidaridad y participación, sino que renace coinc-i diendo con el inicio de una fase de retraimiento de las políticas por- gresistas, cuando los derechos humanos de la tercera generación -los derechos económicos y sociales conquistados por las clases traba-ja doras después de 1945- empiezan a ponerse en tela de juicio, su so-s tenibilidad empieza a cuestionarse y su recorte empieza a consid-e rarse inevitable.
Esto significa, en los países centrales, que el renacer de un tercer sector capaz de atender mejor que el Estado la dimensión social no responde a un proceso político de carácter autónomo. No cabe duda de que las organizaciones del tercer sector aporvecharon el momento político para reforzar su acción delobby frente al Estado y conseguir ventajas y concesiones para desarrollar sus intevrencio- nes, pero también es cierto que muchas de estas nuevas iniciativas del tercer sector surgieron inicialmente de cooperativas de parados, del control obrero de empresas en quiebra o abandonadas, de in-i ciativas locales para promover la reinserción de trabajadores y fam-i lias afectadas por la crisis y la reestructuración industriales, etc. lE renacer del tercer sector fue, por lo tanto, el resultado del vacío id-e ológico generado por una doble crisis: la de la socialdemocracia, que sostenía el reformismo social y el Estado de bienestar, por un lado, y la del socialismo, por otro, que durante décadas se erigió como alternativa a la socialdemocracia y, también, como obstáculo frente al desmantelamiento de ésta por las fuerzas consevradoras.
Podemos concluir que el tercer sector surge, en los países cen- trales, en un contexto de crisis, de expectativas decrecientes respe-c to de la capacidad del Estado para seguir produciendo los cuator bienes públicos antes mencionados. Este contexto sugiere que exi-s
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te un claro riesgo de que el tercer sector se consolide, no por la valía de los valores adscritos al principio de comunidad (cooperación, solidaridad, participación, equidad, transparencia, democracia interna), sino para actuar como apaciguador de las tensiones gen-e radas por los conflictos políticos resultantes del ataque neoliberal a las conquistas políticas logradas por los sectores progresistas y pop-x xxxxx en el periodo anterior. De ser así, el tercer sector podría co-n vertirse en la “solución” a un problema insoluble y el mito del te-r cer sector podría estar condenado al mismo fracaso que ya conoci-e ran el mito del Estado y, antes, el xxx xxxxxxx. Esta advertencia, lejos de minimizar las potencialidades del tercer sector en la con-s trucción de una regulación social y política más solidaria y partic-i pativa, pretende tan sólo señalar que las oportunidades que se le presentan en este ámbito no están exentas de riesgo.
El contexto del debate en torno al tercer sector es muy distinto en los países periféricos y semiperiféricos. Destacan aquí dos cond- i ciones: 1- el crecimiento acelerado desde la década de los setenta de las llamadas ONGs tenía escasos antecedentes locales y 2- ese cre-ci miento ha venido inducido, en los países periféricos sobre todo -el caso de los semiperiféricos es más complejo-, principalmente por los países centrales, cuando éstos empezaron a canalizar sus ayudas al desarrollo a través de actores no estatales.
Por otro lado, el contexto político en estos países no es el de la crisis de un inexistente Estado de bienestar sino el que viene conf-i gurado por el objetivo de crear mercado y sociedad civil proporcio- nando unos servicios básicos que el Estado no está, y a menudo nunca estuvo, en condiciones de prestar. Entre 1975 y 1985, la ayuda al desarrollo canalizada por las ONGs creció un 1.400% (Xxxxxx, 1991: 55). El número de ONGs pasó en Nepal de 220 en 1990 a 1.210 en 1993, en Túnez de las 1.886 de 1988 a las 5.186 de 1991 (Xxxxx y Xxxxxxx, 1997: 4). En Kenia, las ONGs con-
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trolan entre el 30 y el 40% del gasto en desarrollo y el 40% del gasto sanitario (Xxxxxx, 1994: 23). En Mozambique, los progra- mas de emergencia, la ayuda humanitaria y otras actividades ligadas al desarrollo están en gran medida controlados por unas ONGs internacionales que coordinan sus acciones con las (164, en 1996) ONGs nacionales. La visibilidad nacional e internacional de las ONGs aumentó claramente en los años noventa a raíz de distintas Conferencias de la ONU (Cumbre de la Tierra de Río, 1992, o Conferencia sobre la Mujer, celebrada en Beijing en 1995).
Al ser muy distintos los contextos políticos y funcionales del te-r cer sector en el centro y en la periferia del sistema mundial, no so-r prende que también sean distintos los temas de debate suscitados en torno al sector en uno y otro contexto. Existen, claro está, algunos puntos coincidentes: el renacer del tercer sector se produce en un contexto de expansión de una ortodoxia transnacional: el neolibe- ralismo y el consenso deWashington; por otro lado, parte del ter- cer sector de los países centrales, las ONGs de ayuda al desarrollo, tiene un papel decisivo en la promoción, financiación y funcion-a miento de las ONGs de los países periféricos y semiperiféricos.
Una breve referencia a los temas de debate puede ayudar a escl-a recer los términos en que se plantea la refundación o reinvención solidaria y participativa del Estado así como la función que el tercer sector puede desempeñar en esa refundación. Me referiré a cuator debates destacados en torno al tercer sector: su localización estru-c tural entre lo público y lo privado; su organización interna, tran-s parencia y responsabilidad; las redes nacionales y transnacionales sobre las que se asienta; y, por último, sus relaciones con el Estad.o
El debate sobre la localización estructural del tercer sectosre cen- tra en la cuestión de dilucidar qué es lo que, en última instancia, lo distingue de los tradicionales sectores público y privado, consid-e
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xxxxx que la particularidad del tercer sector se construye mediante la combinación de características pertenecientes tanto al sector público como al privado. La motivación y la iniciativa de la acción colectiva del tercer sector lo asemeja al sector privado, aunque en el primero el motor de la acción sea la cooperación y la ayuda mutua y en el segundo el afán de lucro. Esta característica permite atribuir al tercer sector una eficiencia en la gestión de los recursos parecida a la del sector privado capitalista. Pero, la ausencia de afán de lucro, la orientación hacia un interés colectivo distinto del privado (ya sea de quien presta, o contribuye para que se preste, el servicio como del que lo recibe), la gestión democrática e independiente, la distr-i bución de recursos basada en valores humanos y no en valores de capital, son características que acercan al tercer xxxxxx xx xxxxxx público estatal y son las que permiten considerar que el tercer se-c tor está capacitado para combinar la eficiencia con la equidad.
Estas características son, claro está, muy genéricas y se formulan como tipos-ideales. En el terreno empírico, las distinciones son más complejas. En primer lugar, hay organizaciones que por el tipo de servicio que prestan o los productos que ofrecen, están mucho más cerca del sector privado que del público. Este es el caso, por ejem- plo, de las cooperativas de trabajadores; pero incluso aquí deben establecerse distinciones. Si las pequeñas y medianas cooperativas suelen ser intensivas en trabajo (al ser muchas veces el resultado del downsizing de empresas capitalistas) y suelen incentivar la partic-i pación del trabajador en la propiedad, en la gestión y en el benef-i cio, las grandes cooperativas no se distinguen tanto de las grandes empresas capitalistas, aunque ofrezcan precios reducidos a sus socios y distribuyan un mayor porcentaje de sus beneficios. Por ejemplo, en el caso de las mutualidades, su lógica del seguro es en general muy distinta a la del seguro privado. Además de que los ga-s tos corrientes tiendan a ser reducidos, se favorece la solidaridad
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entre asegurados de modo que los asegurados de bajo riesgo contr-i buyen a los seguros de los asegurados de alto riesg.o
Otras organizaciones del tercer sector se dedican a actividades o prestan servicios que no tienen fácil traducción en términos mon-e tarios, caso del trabajo humanitario, de la ayuda de emergencia o de la educación popular. Se trata de organizaciones que, en la línea continua que va del sector privado al público, están más próximas xxx xxxx público. En los países centrales y semiperiféricos estas organizaciones suelen prestar servicios anteriormente prestados por el Estado, mientras que en los países periféricos prestan servicios hasta entonces inexistentes o que aseguraban las comunidades. En este último caso, tiene indudable interés la función de las asoci-a ciones de crédito, crédito informal o crédito rotatorio como expre- sión más formalizada de mecanismos tradicionales de crédito mutuo entre clases populares, tanto rurales como urbanas.
La localización estructural del tercer sector resulta aún más com- pleja en el caso de aquellas organizaciones que, aunque legalmente adscritas al tercer sector, nada tienen que ver con su filosofía. Este es el caso de las organizaciones de fachada, cuya lógica interna se rige básicamente por el afán de lucro, pero que se organizan bajo la forma del tercer sector para facilitar su aceptación social, obtener subvenciones, acceder al crédito o a beneficios fiscales. Existen, asi- mismo, organizaciones duales con partes que se rigen por la lógica de la solidaridad o del mutualismo y otras por la del capital. La reflexión en torno a la localización estructural del tercer sector sirev, en suma, para especificar las condiciones bajo las cuales puede el sector contribuir a la reforma del Estado. Se trata, en definitiva, de un ejercicio de redefinición de los límites entre lo público y lo pri- vado y de la estructuración y calidad democráticas de la esfera públi- ca, especialmente en lo que atañe a los grupos sociales perferente-
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mente atentidos por las acciones de las organizaciones del tercer sec- tor, es decir, las clases medias-bajas y los excluidos y marginados.
El segundo debate se refiere a la organización, a la transparencia y a los mecanismos de responsabilidadel tercer sector. La diversidad de organizaciones englobadas por el sector es enorme. Si algunas di-s ponen de una organización altamente formalizada, otras son ba-s tante informales; si unas tienen asociados a los que restringen su actividad, otros no los tienen o, de tenerlos, no limitan sus activ-i dades a los mismos. El origen de la organización tiene aquí una importancia crucial. Así, en los países centrales, deben distinguirse las organizaciones que vienen funcionando desde hace décadas de aquellas que surgieron en el contexto político de los años setenta.
Las primeras, generalmente de origen obrero o filantrópico, suelen ser organizaciones de asociados, con una elevada formalización en sus estilos de actuación y de organización, mientras que las segu-n das o resultan de las recientes reestructuraciones de la economía global y restringen su acción a sus asociados, o son el resultado de la evolución de los nuevos movimientos sociales y extienden su acción más allá de sus miembros a través de estructuras ligeras y de-s centralizadas y de actuaciones informales.
La estructura interna de las organizaciones varía mucho en lo que a democracia interna, participación y transparencia se refiere. En los países periféricos y semiperiféricos las pautas normativas de las organizaciones se ven claramente condicionadas por las fuentes de financiación de sus actividades -casi siempre donantes extranj-x xxx- y por las exigencias de los donantes respecto a la orientación, a la gestión y a los mecanismos de responsabilidad de sus actividades. En estos casos, suele establecerse un conflicto que, debido a su pe-r sistencia, cabe calificar como estructural: el conflicto entre lo que puede denominarse la responsabilidad ascendente y la responsabi-li dad descendente. La responsabilidad ascendente se refiere a las re-n
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dición de cuentas ante, y satisfacción de las exigencias planteadas por, los donantes internacionales, donantes que, en ocasiones, tam- bién son ONGs. Como la continuidad de la financiación suele depender de la satisfacción de estas exigencias, la responsabilidad ascendente se convierte en un poderoso condicionante de las prio- ridades y de la orientación de la actuación de las organizaciones receptoras. La autonomía frente al Estado nacional suele consegui-r se así a cambio de depender de los donantes extranjeros.
La responsabilidad ascendente entra a menudo en conflicto con la descendente, es decir, con la toma en consideración de las exigencias, prioridades y orientaciones de los miembros de las organizaciones o de las poblaciones por ellas atendidas y ante las cuales las organiza- ciones también deben responder. Siempre que se produce un con- flicto, las organizaciones deben buscar compromisos que den perfe- rencia a una u otra de las responsabilidades. En casos extremos, la sujeción a los donantes aliena a la organización de su público y de su base; por el contrario, una atención prioritaria a estos últimos puede suponer la alienación del donante. Los conflictos de ersponsabilidad siempre acaban condicionando, por una u otra vía, la democracia interna, la participación y la transparencia de las organizaciones.
En los países periféricos la cuestión de la responsabilidad de-s cendente se manifiesta en otra faceta importante y no directamen- te ligada al conflicto con la responsabilidad ascendente. Se trata de la superposición de las organizaciones formales sobre las ancestrales redes informales de solidaridad y de ayuda mutua propias de las sociedades rurales. En estos países, el tercer sector suele representar un principio “derivado” de comunidad, relativamente artificial y débil frente a las tradicionales experiencias, estructuras y prácticas comunitarias. De ahí que pueda generarse un distanciamiento enter las organizaciones y las comunidades por el que los recursos de las
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primeras se transforman en ejercicios de represiva benevolencia, más o menos paternalista, sobre las segundas.
Los conflictos de responsabilidad también existen en los países centrales, pero responden a otras causas. Aquí, la ersponsabilidad ascendente es la que debe rendirse ante el Estado, la Iglesia o las xxx- tes locales que formal o informalmente se apropian de las organiza- ciones. Cuando estas elites proceden de sectores religiosos conserva- dores -como ocurre en Portugal con muchas instituciones privadas de solidaridad social- existe el peligro de que la autonomía externa de las organizaciones no sea sino la otra cara de un autoritarismo interno. Los derechos de los asociados y de las poblaciones beneficiadas se transforman, entonces, en benevolencia represiva, la libertad, en sub- versión, y la participación, en sujeción. Si las exigencias de democra- cia interna, participación y transparencia no se toman en serio, el ter- cer sector puede fácilmente convertirse, por estos y otros mecanis- mos, en una forma de despotismo descentralizado. La transformación de los asociados o beneficiarios en clientes o consumidores no atenúa el riesgo de autoritarismo sino que puede llegar a potenciarlo, sobre todo cuando se trata de grupos sociales vulnerables.
El tercer debate se refiere al tipo de relaciones que mantienen entre ellas las organizaciones del tercer sectoyra la incidencia de esas rela- ciones en el fortalecimiento del sector. En términos genéricos este debate aborda lo que cabria denominar el casi-dilema al que se enfrenta el sector: aunque sus objetivos son de tipo universalista, público o colectivo, lo cierto es que sus interacciones cooperatiavs, ya sea por la especificidad del ámbito de actuación, ya sea por la deli- mitación de las poblaciones o de la base social atendidas, siempre se encuentran confinadas. El establecimiento de uniones, asociaciones, federaciones, confederaciones o redes entre las organizaciones per- mite compatibilizar la vocación universalista con la práctica patricu- larista, maximizando la vocación sin desnaturalizar la acción.
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También en este debate difiere el contexto según se trate de pa-í ses centrales o de países periféricos y semiperiféricos. En los prim-x xxx, el debate se centra ante todo en las vías para conseguir, esp-e cialmente en aquellos sectores en competencia más directa con el sector capitalista, economías de escala sin desnaturalizar la filosofía ni la democracia interna y sin eliminar la especificidad de cada org-a nización y de su base social. En los países periféricos y semiperifé-ri cos el debate se ha centrado sobre todo en las, determinantes como se ha visto, relaciones entre las ONGs nacionales y las de los países centrales. Si se rigen por unas reglas respetuosas con la autonomía y la integridad de las distintas organizaciones involucradas, estas relaciones pueden llegar a ser el cimiento sobre el que construir las nuevas formas de globalización contra-hegemónica. Porglobaliza - ción contra-hegemónicaentiendo la actuación transnacional de aque- llos movimientos, asociaciones y organizaciones que defienden int-e reses y grupos relegados o marginados por el capitalismo global. Esta globalización contra-hegemónica es fundamental a la hora de organizar y difundir estrategias políticas eficaces, de crear alterna-ti vas al comercio libre mediante el comercio justo y de garantizar el acceso de las ONGs de los países periféricos al conocimiento técn-i co y a las redes políticas sobre las que se asientan las políticas heg-e mónicas que afectan a sus países.
Estas relaciones han cambiado en los últimos años debido a dos factores: por un lado, la ayuda internacional ha ido perdiendo importancia para los países centrales, especialmente la ayuda no de emergencia destinada a proyectos estructurales de inversión social y política; por otro, los donantes estatales o no estatales han ido del-x xxxxx en las ONGs de sus países la relación con las ONGs de los países periféricos (Xxxxx y Xxxxxxx, 1997).
La importancia de la reflexión en torno a las relaciones y las redes, tanto nacionales como internacionales, en el seno del tercer
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sector reside en que sirve para contrastar perspectivas opuestas: aquellas que pretenden transformar al sector en una fuerza de com- bate y resistencia contra las relaciones de poder autoritarias y de-s iguales que caracterizan al sistema mundial y aquellas que intentan convertirlo en un instrumento dócil, sólo aparentemente benévolo, de esas relaciones de pode.r
El cuarto y último debate se centra en lasrelaciones entre el ter - cer sector y el Estado nacion.alSe trata del debate que aquí más nos interesa. Como he señalado, el tercer sector surgió históricamente celoso por mantener su autonomía frente al Estado y cultivó una posición política de distanciamiento, cuando no de hostilidad, frente al Estado. En los países centrales, el Estado de bienestar, si vació o bloqueó, con su consolidación, las potencialidades de des- arrollo del tercer sector, también permitió, a través de sus porcesos democráticos, que el tercer xxxxxx xxxxxxxxxx su autonomía y, al mismo tiempo, se acercara a, y cooperara con, el Estado. En muchos países, el tercer sector, a menudo vinculado a los sindica- tos, se benefició de políticas de diferenciación positiva y pudo con- solidar importantes complementariedades con el Estado en el ámbito de las políticas sociales.
En los países periféricos y semiperiféricos, las limitaciones del Estado de bienestar, las vicisitudes de la democracia -casi siempre de baja intensidad e interrumpida por periodos más o menos prolon- gados de dictadura- y los procesos que dieron lugar al tercer secto,r hicieron que sus relaciones con el Estado fueran mucho más inest-a bles y problemáticas: desde la prohibición o fuerte restricción de las acciones de las organizaciones hasta la conversión de las mismas en simples apéndices o instrumentos de la acción estatal.
La cuestión central es aquí la de determinar la función que el te-r cer sector puede desempeñar en las políticas públicas. Como se
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verá, esto depende tanto del propio sector como del Estado, pero también del contexto internacional en que uno y otro operen, de la cultura política dominante y de las formas y niveles de movilización y de organización social.
Esta función puede limitarse a la ejecución de políticas públicas, pero también puede abarcar la selección de prioridades políticas e incluso la definición del programa político (Xxxxxx, 1996). Por otro lado, esta función puede desempeñarse desde la complement-a riedad o desde la confrontación con el Estado. Xxxxxxxxxx y Xxxxxxxxxx distinguen tres posibles tipos de relación en los que el tercer sector puede convertirse en: 1- instrumento del Estado, 2- amplificador de los programas estatales o 3- asociado en las estru-c turas de poder y coordinación (1993: 212-5).
En los países periféricos, la situación en la última década ha generado grandes turbulencias en las relaciones entre el tercer se-c tor y el Estado. Si los objetivos tradicionales consistían en presevrar la autonomía e integridad de las organizaciones y luchar para que su función se extendiera, más allá de la ejecución de las políticas, a la participación en la definición de las mismas, hoy en día la virtual quiebra a la que se enfrentan algunos países ha invertido el probl-e ma. El reto consiste ahora en preservar la autonomía, incluso la soberanía, del Estado frente a las ONGs transnacionales y en garan- tizar la participación del Estado, no ya sólo en la ejecución, sino en la definición de las políticas sociales adoptadas por las organizaci-o nes en su territorio.
Las relaciones entre el Estado y el tercer sector son, por lo tanto, además de diversas dentro del sistema mundial, complejas e inest-a bles. Conviene tener esto presente cuando, como seguidamente haremos, se analiza la posible participación del tercer sector en la reforma del Estado.
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LA REFORMA DEL ESTADO Y EL TERCER SECTOR
La actual fase de la reforma estatal es compleja y contradictoria. Bajo el mismo calificativo de “reinvención del Estado” caben dos concepciones diametralmente opuestas: las que denomino del “Estado-empresario” y del “Estado como novísimo movimiento social”.
La concepción del Estado-empresario guarda muchas afinidades con la filosofía política imperante en la primera fase de la reforma estatal, la fase del Estado irreformable. Esta concepción plantea dos recomendaciones básicas: privatizar todas las funciones que el Estado no debe desempeñar con exclusividad y someter la admini-s tración pública a los criterios de eficiencia, eficacia, creatividad, competitividad y servicio a los consumidores propios del mundo empresarial. Subyace aquí el propósito de encontrar una nueva y más estrecha articulación entre el principio del Estado y el del me-r cado, bajo el liderazgo de este último. La sistematización más con-o
cida y difundida de esta concepción está en el libor Reinventing
Government de Xxxxx Xxxxxxx y Xxx Xxxxxxx, publicado en 1992 (y en el que se inspiró la reforma de la administración pública por- movida por la Administración Xxxxxxx en base al “Informe Gore” presentado por el vicepresidente Xx Xxxx en 1993). Parecida con- cepción subyace, con algunos matices, en las propuestas de reforma del Estado planteadas en los últimos años por el Banco Mundial.
La xxxxxxx xxxxxxxxxx, la del “Estado como novísimo mov-i miento social”, parte de la idea de que ni el principio del Estado ni el de la comunidad pueden garantizar aisladamente, vista lahubris avasalladora del principio xx xxxxxxx, la sostenibilidad de las inte-r dependencias no mercantiles -en ausencia de las cuales la vida en sociedad se convierte en una forma de fascismo societal. Esta co-n cepción propone una nueva y privilegiada articulación entre los
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principios del Estado y de la comunidad, bajo el predominio de este último. Si la primera concepción potencia los isomorfismos entre el mercado y el Estado, esta segunda potencia los isomorfismos enter la comunidad y el Estado.
Concebir el Estado como “novísimo movimiento social” puede, sin duda, causar extrañeza. El calificativo sivre para indicar que las transformaciones que está conociendo el Estado han convertido en obsoletas las tradicionales teorías liberal y marxista del Estado, hasta al punto en que, al menos transitoriamente, el Estado se compren- de en hoy día mejor desde perspectivas teóricas antes usadas para analizar los procesos de resistencia o autonomía, precisamente, fre-n te al Estado.
La supuesta inevitabilidad de los imperativos neoliberales ha afectado de modo irreversible al ámbito y a la forma del poder de regulación social del Estado. Este cambio no supone, sin embargo, una vuelta al pasado ya que sólo un Estado post-liberal puede aco- meter la desestabilización de la regulación social post-liberal. Esta desestabilización crea el antiEstado dentro del propio Estado. A mi entender, estas transformaciones son tan profundas que, bajo la misma denominación de Estado, está surgiendo una nueva forma de organización política más vasta que el Estado; una organización integrada por un conjunto híbrido de flujos, redes y organizaciones en el que se combinan e interpenetran elementos estatales y no estatales, tanto nacionales, como locales y globales, y del que el Estado es el articulador. Esta nueva organización política no tiene centro, la coordinación del Estado funciona como imaginación del centro. La regulación social que surge de esta nueva forma política es mucho más amplia y férrea que la regulación protagonizada por el Estado en el periodo anterior, pero como es también más frag- mentaria y heterogénea, tanto por sus fuentes como por su lógica, se confunde fácilmente con la desregulación social. De hecho,
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buena parte de la nueva regulación social la producen, a través de subcontratación política, distintos grupos y agentes en competen- cia que representan distintas concepciones de los bienes públicos y del interés general.
En este nuevo marco político, el Estado se convierte él mismo en una relación política fragmentada y fracturada, poco coherente desde el punto de vista institucional y burocrático, terreno de una lucha política menos codificada y regulada que la lucha política convencional. Esta “descentración” del Estado significa no tanto su debilitamiento como un cambio en la naturaleza de su fuerza. El Estado pierde el control de la regulación social, pero gana el control de la metaregulación, es decir, de la selección, coordinación, jera-r quización y regulación de aquellos agentes no estatales que, por subcontratación política, adquieren concesiones de poder estatal. La naturaleza, el perfil y la orientación política del control sobre la meta-regulación se constituyen así en el principal objeto de la actual lucha política. Esta lucha se produce en un espacio público mucho más amplio que el espacio público estatal: un espacio público no estatal del que el Estado no es sino un componente, si bien desta- cado, más. Las luchas por la democratización de este espacio púb-li co tienen así un doble objetivo: la democratización de la meta-regu- lación y la democratización interna de los agentes no estatales de la regulación. En esta nueva configuración política, la máscara liberal del Estado como portador del interés general cae definitivamente. El Estado se convierte en un interés sectorial sui generis cuya esp-e cificidad consiste en asegurar las reglas de juego entre los distintos intereses sectoriales. En cuanto sujeto político, el Estado pasa a caracterizarse más por su emergencia que por su coherencia. De ahí que pueda concebirse como un “novísimo movimiento social”.
Esta concepción se traduce en las siguientes proposiciones fu-n damentales:
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1- Los conflictos de interés corporativos que configuraban el espacio público, ya sea del Estado de bienestar o del desarrollista, resultan hoy en día liliputianos comparados con los conflictos enter los intereses sectoriales que compiten por la conquista del espacio público no estatal. El ámbito de estos intereses sectoriales desborda el espacio-tiempo nacional, las desigualdades entre ellos son eno-r mes y las reglas de juego atraviesan una turbulencia constante.
2- La descentración del Estado en la regulación social neutralizó las posibilidades distributivas de la democracia representativa de modo que ésta empezó a coexistir, más o menos pacíficamente, con formas de sociabilidad fascista que empeoran las condiciones de vida de la mayoría de la población al mismo tiempo que, en nom- bre de imperativos transnacionales, trivializan ese empeoramient.o
3- En estas condiciones, el régimen político democrático, al qu-e dar confinado en el Estado, ya no puede garantizar el carácter democrático de las relaciones políticas en el espacio público no est-a tal. La lucha antifascista pasa así a formar parte integrante del com- bate político en el Estado democrático, lucha que se resuelve art-i culando la democracia representativa con la participativa.
4- En las nuevas condiciones, la lucha antifascista consiste en estabilizar mínimamente entre las clases populares aquellas expect-a tivas que el Estado dejó de garantizar al perder el control de la reg-u lación social. Esta estabilización exige una nueva articulación enetr el principio del Estado y el de la comunidad, una articulación que potencie sus isomorfismos.
El tercer sector emerge en esta articulación como una fuerza potencialmente antifascista en el espacio público no estatal.
Sería, sin embargo, inadecuado pensar que el tercer sector pueda, por sí solo, transformarse en un agente de la reforma demo- crática del Estado. Antes al contrario, aislado, el tercer sector puede
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contemporizar fácilmente ya sea con el autoritarismo del Estado o con el autoritarismo xxx xxxxxxx. Ante la ausencia de una acción política democrática que incida simultáneamente sobre el Estado y sobre el tercer sector, puede fácilmente confundirse como transición democrática lo que no sería sino una transición desde el autorita- rismo centralizado al autoritarismo descentralizado.
Sólo la simultánea reforma del Estado y del tercer secto,r mediante la articulación entre democracia representativa y demo- cracia participativa, puede dar efectividad al potencial democratiz-a dor de cada uno de ellos frente a los fascismos pluralistas que inten- tan apropiarse del espacio público no estatal. Sólo así podrán alca-n zar credibilidad política los isomorfismos normativos entre el Estado y el tercer sector: los valores de la cooperación, la solida-ri dad, la democracia o la prioridad de las personas sobre el capital.
La principal novedad de la actual situación está en que la obl-i gación política vertical entre Estado y ciudadano ya no puede, deb-i do a su debilitamiento, asegurar por sí sola la realización de esos valores; una realización que, aunque siempre precaria en las soci-e dades capitalistas, fue, sin embargo, suficiente para otorgar una mínima legitimidad al Estado. A diferencia de lo que ocurrió con el Estado de bienestar, la obligación política vertical, ya no puede prescindir, si ha de pervivir políticamente, del concurso de la obl-i gación política horizontal propia del principio de comunidad. Esta última obligación política, aunque se reconozca en valores semeja-n tes o isomórficos a los de la obligación política vertical, asienta esos valores, no en el concepto de ciudadanía, sino en el de comunidad. Ocurre, sin embargo, que aquellas condiciones que han debilitado el concepto de ciudadanía y su consiguiente sentido vertical de la obligación política también están debilitando el concepto de comunidad y su sentido horizontal de la obligación política. La fuerza avasalladora del principio xx xxxxxxx impulsado por el cap-i
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talismo global hace zozobrar todas las interdependencias no me-r cantiles, tanto las que se generan en el contexto de la ciudadanía como las que lo hacen en el de la comunidad. De ahí la necesidad de lograr una nueva congruencia entre la ciudadanía y la comun-i dad que contrarreste el principio xxx xxxxxxx. Esta nueva con- gruencia es la que pretende alcanzar el por yecto de reinvención solidaria y participativa del Estado.
Este proyecto político se basa en la xxxxxxxx de una doble tarea: refundar democráticamente tanto la administración pública como el tercer sector.
La refundacion democrática de la administración públicsae sitúa en las antípodas del proyecto del Estado-empresario, especialmente en la versión xx Xxxxxxx y Xxxxxxx (1992). Si se ercuerda que uno de los principales mitos de la cultura política estadounidense sostiene que el Estado es un obstáculo para la economía, no sorprende que las propuestas que abogan por el Estado-empresario, apaerntemente destinadas a revitalizar la administración pública, hayan supuesto, en realidad, un ataque en toda regla contra la misma, contribuyendo a debilitar aún más su legitimidad en la sociedad estadounidense. La noción de empresa y, con ella, la de contractualización de las xxxx- ciones institucionales ocupan una posición hegemónica en el discur- so contemporáneo sobre la reforma de las organizaciones (du Gay, 1996: 155). No cabe duda de que la redefenición del gobierno y del servicio público en términos empresariales implica re-imaginar lo social como una forma de lo económico (Xxxxxx, 1991: 42-5).
Para Xxxxxxx y Xxxxxxx, el gobierno debe ser una empresa ded-i cada a promocionar la competencia entre los servicios públicos; debe regirse por la consecución de objetivos antes que por la ob-e diencia a las normas; debe preocuparse más de la obtención de recursos que de su gasto; debe convertir a los ciudadanos en consu-
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midores y debe descentralizar su poder siguiendo mecanismos xx xxxxxxx y no mecanismos burocráticos (du Gay, 1996: 166). El modelo burocrático no responde adecuadamente a las exigencias de la era de la información, xxx xxxxxxx global y de la economía bas-a da en los conocimientos y es demasiado lento e impersonal en la consecución de sus objetivos.
La crítica a la burocracia no surge, sin embargo, con la propue-s ta del Estado-empresario y perdurará una vez desvanecida esa pro- puesta. Lo que la actual crítica tiene, no obstante, de específico es su negativa a reconocer que muchos de los defectos de la burocr-a cia se siguen de unas decisiones que pretendían alcanzar objetivos políticos democráticos tales como la neutralización de los poderes fácticos, la equidad, la probidad, la previsibilidad de las decisiones y de los agentes, la accesibilidad e independencia de los servicios, etc. Al no reconocer estos objetivos, la crítica evita considerarlos,y por tanto, evaluar la capacidad de la gestión empresarial para rea-li zarlos. En estas condiciones, la crítica a la burocracia, en lugar de analizar los mecanismos que desviaron a la administración pública de la consecución de esos objetivos, puede acabar transformando esos objetivos en unos costes de transacción que conviene reduc,ir incluso eliminar, en nombre de la eficiencia, elevada a criterio úl-ti mo o único de la gestión del Estado.
Quedan así sin respuesta preguntas que desde el punto de vista de la concepción que aquí perfilo resultan fundamentales: ¿cómo compatibilizar la eficiencia con la equidad y la democracia? ¿cómo garantizar la independencia de los funcionarios cuando la calidad de sus funciones depende exclusivamente de la evaluación que los consumidores hagan de los servicios que prestan? ¿qué ocurre con los consumidores insolventes o con aquellos sin capacidad para co-n trarrestar los desajustes burocráticos? ¿cuáles son los límites de la competencia entre los servicios públicos? ¿dónde está el umbral en
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el que el afán por mejorar los resultados se convierte en nuevas fo-r mas de privatización, cuando no de corrupción, del Estado? ¿cómo se estabilizan, en un contexto de inestabilidad, discrecionalidad y competitividad, las expectativas de los ciudadanos respecto de cada uno de los cuatro bienes públicos (legitimidad política, bienestar social, seguridad e identidad cultural)?
La refundación democrática de la administración pública per- tende responder a estas preguntas. La función del tercer sector en la consecución de este objetivo es crucial, pero, a diferencia de lo que puede parecer, la nueva articulación entre el Estado y el tercer se-c tor no supone necesariamente complementariedad entre ambos ni mucho menos sustitución de uno por otro. Dependiendo del con- texto político, la articulación puede incluso resolverse como con- frontación u oposición. Unos de los casos más recientes y signific-a tivos está en la lucha que las ONGs xx Xxxxx mantuvieron contra un gobierno empeñado en promulgar legislación que las sometía al control político del Estado. Unidas en red y con el apoyo de los paí- ses donantes y de ONGs transnacionales, las ONGs kenianas con- siguieron forzar sucesivas modificaciones legales abriendo así nu-e vos espacios para su acción autónoma, lo que, en el contexto pol-í tico de ese país, significa nuevos espacios para el ejercicio democr-á tico. Pero la articulación por confrontación no se limita a los Estados autoritarios, no democráticos. También en los Estados democráticos, la confrontación, sobre todo cuando pretende abrir nuevos espacios de democracia participativa en contextos de dem-o cracia representativa de baja intensidad, puede constituirse en una vía eficaz para contribuir a la reforma solidaria y participativa del Estado desde el tercer sector.
En los países democráticos, la otra gran vía de creación de un espacio público no estatal está en la complementariedad entre el te-r cer sector y el Estado. Conviene, sin embargo, no confundir com-
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plementariedad con sustitución. Esta última se asienta sobre una diferenciación entre las funciones del Estado: las exclusivas, por un lado, y las no exclusivas (o sociales), por otor. Esta diferenciación pretende, en última instancia, dar a entender que cuando el Estado demuestra no disponer en el ejercicio de las funciones no exclusivas de una ventaja comparativa deben sustituirlo instituciones privadas de carácter mercantil o pertenecientes al tercer sector. Esta diferen- ciación no resulta en modo alguno concluyente. Del análisis de la génesis del Estado moderno se desprende que ninguna de las fun- ciones del Estado le fue originalmente exclusiva: la exclusividad de las funciones fue siempre el resultado de una lucha política. Si no hay funciones intrínsecamente exclusivas tampoco hay, por lo tanto, funciones intrínsecamente no exclusivas.
En lugar de establecer esta distinción es preferible partir de los mencionados cuatro bienes públicos y analizar qué tipo de articul-a ciones entre el Estado y el tercer sector, qué nuevas constelaciones políticas de carácter híbrido, pueden construirse en torno a cada uno de esos bienes. Las condiciones varían para cada bien público, pero en ninguno de ellos puede la complementariedad o la con- frontación resolverse como sustitución, toda vez que sólo el princi- xxx del Estado puede garantizar un pacto político de inclusión basa- do en la ciudadanía. Desde el punto de vista de la nueva teoría de la democracia, resulta tan importante reconocer los límites del Estado en el mantenimiento efectivo de ese pacto como su insust-i tuibilidad en la definición de las reglas de juego y de la lógica po-lí tica que debe inspirarlo. Los caminos para una política progresista se perfilan hoy en día en la articulación virtuosa entre la lógica de la reciprocidad propia del principio de comunidad y la lógica de la ciudadanía propia del principio del Estado. El Estado como novís-i mo movimiento social es el fundamento y el cauce de la lucha po-lí
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tica que transforme la ciudadanía abstracta, fácilmente falsificable e inconducente, en un ejercicio efectivo de reciprocidad.
Pero para que esta lucha tenga sentido, la refundación democrá- tica de la administración pública debe complementarse con una refundación democrática del tercer sect.oEr l repaso a los principales debates en torno al tercer sector dejó entrever que el sector está suj-e to a los mismos vicios que se vienen atribuyendo al Estado, aunque se considere que puede superarlos con mayor facilidad. El debate sobre la localización estructural señaló la dificultad a la que se enfrenta el tercer sector en el intento de conferir un carácter genu-i no a sus objetivos, así como su propensión a la promiscuidad, ya sea con el Estado o con el mercado. El debate sobre la organización interna, la democracia y la responsabilidad indicó lo fácil que resu-l ta desnaturalizar la participación para convertirla en una forma más o menos benévola de paternalismo o autoritarismo. El debate sober las relaciones entre las organizaciones adscritas al tercer sector ind- i có la dificultad de alcanzar una coherencia mínima entre el unive-r salismo de sus objetivos y las escalas de su acción y de su organiz-a ción. Por último, el debate sobre las relaciones del tercer sector con el Estado indicó que el desarrollo de la democracia, de la solidar-i dad y de la participación, pretendido por la nueva articulación enter el principio de la comunidad y el del Estado, sólo es uno, y no el más evidente, de los posibles resultados de esas relaciones. Abundan las experiencias de promiscuidad antidemocrática entre el Estado y el tercer sector, en el que el autoritarismo centralizado del Estado se apoya en el autoritarismo descentralizado del tercer sector y cada uno de ellos usa al otro como excusa para rehuir responsabilidades ante sus respectivos constituyentes, los ciudadanos en el caso del Estado, los asociados o las comunidades en el caso del tercer secto.r
Confiar a un tercer sector que aún no se ha democratizado en profundidad la tarea de democratizar el Estado o, incluso, el esp-a
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cio público no estatal, no sería sino una invitación al fraude. De hecho, en muchos países, la democratización del tercer sector ten- drá que surgir de un acto originario, ya que el sector, tal y como aquí se ha definido, no existe y no cabe esperar que surja de modo espontáneo. En estas situaciones, será el propio Estado el que deba promover la creación del tercer sector mediante políticas de dif-e renciación positiva respecto del sector privado capitalista. El perfil que adopten estas políticas indicará con claridad la naturaleza, democrática o clientelista, de los pactos políticos que se pretendan articular entre el principio de comunidad y el principio del Estado.
Cabe, por lo tanto, concluir que el isomorfismo entre los valores que subyacen a estos dos principios -cooperación, solidaridad, pa-r ticipación, democracia y prioridad de la distribución sobre la acu- mulación- no se erige en punto xx xxxxxxx sino en el resultado de una esforzada lucha política por la democracia; una lucha que sólo logrará tener éxito en la medida en que sepa denunciar los poryec- tos de fascismo social que subrepticiamente se infiltran y esconden en su seno.
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