CONSEJO GENERAL DEL PODER JUDICIAL Contratos de gestión
Cuadernos de Derecho Judicial / 9 / 1995 / Páginas 11-64 Contratos de gestión
CONSEJO GENERAL DEL PODER JUDICIAL
Contratos de gestión
Xxxxxx Xxxxxxx, Xxxxxxx Xxxx
Catedrático de Derecho Civil
PERFILES JURIDICOS DE LA RELACION DE GESTION
Ponencia Serie: Civil
VOCES: CONTRATO DE COLABORACION. MANDATO. CONTRATO DE MEDIACION. CONTRATO DE AGENCIA. COMISION MERCANTIL. CONTRATO MERCANTIL. SOCIEDADES CIVILES. DEPOSITO. NEGOCIO JURIDICO. GESTION DE NEGOCIOS AJENOS.
ÍNDICE
I. Estado de la cuestión
1. Gestión e interposición en la tipología legal
2. Las posiciones jurisprudenciales
a) Respecto del mandato
b) La gestión de negocios sin mandato
c) La comisión mercantil
d) En el contrato de agencia
e) El corretaje
II. La gestión como obligación de hacer
1. El servicio de gestión
a) Servicio es un facere
b) Servicio es una utilidad
c) Servicio y remuneración
2. El servicio como obligación de hacer
a) La incoercibilidad del facere
b) Intuitus, infungibilidad y fiducia
a’) Una peculiar o especial intransmisibilidad b’) Revocación ad nutum
c’) Posibilidad de cumplimiento o ejecución por tercero
3. La imposibilidad sobrevenida de las obligaciones de hacer
4. La distinción entre obligaciones de medios y obligaciones de resultado
5. Algunas consideraciones operativas
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III. Gestión y representación
1. Los presupuestos de la actuación representativa
2. Actuación representativa y declaración negocial
3. Actuación representativa y transmisión de derechos
IV. El contenido de la relación de gestión
1. Comportamiento, diligencia y responsabilidad en la gestión
2. Los deberes del gestor
3. Los deberes del principal
V. Conclusiones
TEXTO
I. El estado de la cuestión
1. Gestión e interposición en la tipología legal
La actividad económica, como actividad dirigida a la satisfacción de las necesidades humanas, tiene como objeto directo y principal la obtención y el tráfico de bienes económicos, es decir, de aquellos medios a través de los cuáles pueden ser cubiertas las necesidades. Esta cobertura se realiza mediante el disfrute de la realidad material (cosas) o mediante el disfrute de una actividad realizada por otras personas (servi - cios). El tráfico económico se presenta así como una serie concatenada de actividades dirigidas a la obten - ción y al cambio de cosas y servicios.
Desde este punto de vista, parece claro que se produce una suerte de cosificación de la actividad humana, que aparece en el tráfico como un bien susceptible de satisfacer necesidades. Esta cosificación permite que aparezcan unidas figuras tan heterogéneas como los llamados «arrendamiento de cosas» y
«arrendamiento de servicios». El servicio se presenta como algo desconectado y separable de la persona que la presta, al modo de una conducta o de un comportamiento útil susceptible de disfrute o aprovecha - miento por persona distinta de su autor o agente.
Entre los posibles servicios destacamos, a los efectos de este estudio, los comportamientos que permiten, a través de una actividad de colaboración o de sustitución, que una persona distinta del titular de una determinada relación se ocupe de conducir el conjunto de actuaciones necesarias para obtener un rendimiento o una ventaja que directa o indirectamente llegará al patrimonio del titular. Como después veremos con mayor precisión, esta actividad de colaboración o de sustitución permite el efecto de convertir la ausencia física en presencia jurídica, produciéndose de tal modo que la voluntad del destinatario final del resultado de la actuación sea subsumida en la del agente u operador (XXXX-XXXXXX XXXXXX).
Estamos en una sociedad de managers. La diversidad y profundidad del entramado de actuaciones que requiere el tráfico para obtener utilidad, ventaja o rendimiento de ciertas relaciones, no permite que el destinatario final de este resultado se halle presente física o personalmente en todos los casos y supuestos. Confía frecuentemente, por ello, en actuaciones, conductas o comportamientos de persona distinta, que desarrolla lo que llamamos una gestión de asuntos ajenos. Este agente o actuante (si se me permite llamarle así) se interpone entre el destinatario de la actuación y la relación misma o, mejor dicho, otras personas que intervienen en la relación. Hablamos, por ello, de interposición gestoria.
Diversas relaciones jurídicas típicas suponen una interposición gestoria. Han sido cristalizadas históri - camente al socaire de las necesidades globales del tráfico, en función de los diversos tipos de organiza - ciones y sistemas económicos que se han producido a lo largo de la historia. En la sociedad preindustrial, la
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interposición gestoria se presentaba como un esquema de auxilio o cooperación para actividades singu - larmente determinadas. El desarrollo del comercio impulsó la frecuencia y la expansión de las actividades de intermediación, y la sociedad industrial y postindustrial las ha ampliado y profundizado.
En nuestro Derecho tienen un tratamiento arcaico, disperso y a veces caótico.
En primer lugar, el tratamiento gira alrededor de la distinción entre relaciones o contratos civiles y mercantiles. Una distinción que, como después comprobaremos, es de escasa utilidad en la práctica, está desacreditada y ha sido exagerada por la doctrina y por la jurisprudencia.
En segundo lugar, el Código Civil trata la materia con esquemas y soluciones procedentes de una organización económica ya superada. Como un residuo de la disciplina romana o romanística, todavía anclada en la idea de prestación de servicio gratuito, sólo excepcionalmente remunerado o profesional: el mandatario, cuyo contrato se presume gratuito, el depositario, el comodatario... Un conjunto de colabora - dores por amistad o favor.
En tercer lugar, no se ha realizado un esfuerzo adecuado para encontrar los rasgos comunes a las prestaciones que consisten en gestión de intereses ajenos, especialmente cuando implican o suponen interposición. Por esta razón, carecemos de un modelo central, y es preciso proceder en cada caso a una técnica de integración muchas veces basada en el argumento analógico.
No es difícil comprobar lo que venimos afirmando. Figuras que implican interposición gestoria se encuentran en contratos denominados mercantiles como la comisión, la agencia y la mediación o corretaje. Se encuentran en relaciones tenidas por civiles, como el mandato y la gestión de negocios ajenos sin mandato. Al tratar de ordenarlas y exponerlas razonadamente, la doctrina destaca que se trata, en todos estos casos, de contratos de gestión de intereses ajenos o de contratos de colaboración en la estipulación de negocios jurídicos por cuenta ajena (por último, XXXXXX XXXXXX).
Cuando se trata de precisar sus rasgos o caracteres, se entra en zonas de sombra y en cuestiones xx xxxxx o detalle para señalar que la composición de intereses en cada caso tiene rasgos diferenciales. Se dice así que se trata de contratos que implican representación en sentido amplio, aunque no en todos los casos (por ejemplo, en el supuesto xxx xxxxxxxx), de diverso tracto, con o sin exclusiva, revocables o no, etcétera. En definitiva, carecemos de un esquema conceptual unitario que facilitara la técnica de solución de los conflictos socialmente detectados.
La gestión ha de ser entendida en sentido amplio, como «manejo, administración, disposición o pose - sión» (sentencia del T.S. de 16 de octubre de 1978) y puede comprender tanto actos jurídicos como actos puramente materiales, actos de carácter económico o que revistan interés exclusivamente personal (DIEZ-XXXXXX, sub art. 1.888 del C.C.).
En el tráfico aparecen un conjunto de actividades (profesionales o no) que implican gestión o interposi - ción gestoría. Comisionistas, como las agencias de transportes o de viajes o las agencias de valores y bolsa, o los propios bancos cuando se comportan como tales en gestiones de pago, de cobro o de admi - nistración de valores. También se caracterizan por la gestión y la interposición gestoría los denominados agentes, como los comerciales, los de seguros, los corresponsales bancarios, etc. Y son también gestores los corredores o mediadores, como los agentes de la propiedad inmobiliaria, corredores de seguros, agen - tes de publicidad, etc.
Otros gestores no responden a ninguno de estos modelos más o menos tipificados, y se subsumen bajo la condición general de mandatarios o de gestores de negocios ajenos sin más calificación, por no haber cristalizado y no hallarse tipificadas las relaciones en que intervienen.
Tratamos, a la vista de esta panorama, de construir un modelo central de relación gestoria, y espe - cialmente de interposición gestoria, al que quepa acudir en defecto de previsión pacticia o de insuficiencia del modelo legalmente tipificado.
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2. Las posiciones jurisprudenciales
No contribuye a la claridad ciertamente la jurisprudencia en este punto. Sigue girando, en buena medida, alrededor de la distinción entre relaciones jurídico-civiles y relaciones jurídico-mercantiles, lo que en el tráfico presenta cada vez más dificultad y ofrece menos utilidad. De una parte, porque la calificación de una posición o de una relación como mercantil no siempre conduce a una regla de clara aplicación. De otra parte, porque no hay un linde o una separación nítida entre lo civil y lo mercantil. Finalmente, porque la actividad empresarial utiliza indistintamente esquemas de composición de intereses que podemos deno - minar mercantiles o civiles.
Como veremos, es preciso realizar una lectura integrada de los preceptos que en nuestro derecho se refieren a relaciones de gestión para resolver cuestiones suscitadas por la práctica, independientemente de que se hayan dictado para regular relaciones mercantiles o civiles.
Aun a riesgo de que pueda entenderse que la selección es un tanto arbitraria, un repaso a la jurispru - dencia del T.S. en esta materia nos va a dar una idea de las principales cuestiones suscitadas entorno a las relaciones de gestión.
a) Respecto del mandato
Algunas cuestiones históricas se siguen planteando y se trata de corregir y adaptar la previsión conte - nida en el Código Civil a la realidad económica presente. Así cuando se matiza (sentencia del T.S. de 30 xx xxxxx de 1993) que la presunción de gratuidad del mandato ha de entenderse en defecto de convenio de retribución que puede ser explícito o implícito. Se abre así la posibilidad de que en relaciones que los usos o la práctica social han convertido en remuneradas o profesionales se evite la idea de gratuidad por razón de un convenio implícito.
Se sigue la tesis ya consolidada en punto a la diferencia entre mandato y otros contratos más o menos afines. El mandatario actúa siempre por cuenta de quien le confiere el mandato, no sólo por encargo. De este modo se acentúa el rasgo o el carácter de alienidad de la actuación del mandatario, con el difícil problema de la representación en sentido amplio. Por ejemplo, en la sentencia del T.S. de 17 xx xxxx de 1993, con precedente en la de 17 de diciembre de 1986. En el caso, para distinguir entre arrendamiento de obra y mandato, buscando la nota distintiva en la independencia con que se produce el arrendador de la obra.
Otras veces, se ha tenido que buscar solución correctora de la letra, y a veces también xxx xxxxxxxx, de la regulación legal del mandato. En el Código Civil la idea de revocabilidad del mandato aparece fuerte - mente asentada. Se ha creado jurisprudencialmente la figura de un mandato irrevocable. La sentencia del
T.S. de 00 xx xxxx xx 0000, xxxxxxxxx xxx xxxxx ya formuladas con anterioridad en sentencia del T.S. como las de 26 de noviembre de 1991, 27 xx xxxxx de 1989 y 31 de octubre de 1987, entre otras, destaca la posibilidad de un mandato irrevocable en los supuestos en que el mandato no es simple expresión de confianza o del mero interés del mandante, sino que «responde a exigencias de cumplimiento de otro contrato... es mero instrumento formal en relación jurídica bilateral o plurilateral que le sirve de causa o de razón de ser y cuya ejecución o cumplimiento exige o aconseja la irrevocabilidad para evitar la frustración del fin perseguido...».
Esta línea jurisprudencial presente especial interés a los efectos de este estudio. Como veremos, muchos supuestos de interposición deben ser tratados como casos de mandato, pero con adaptación de las normas del Código, pues la configuración de nuestro primer cuerpo legal sigue anclada en la figura de un contrato ex fide bona de prestación de un servicio gratuito, con insuficiente e inexacto tratamiento del
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efecto representativo.
En esta misma línea, la de precisar y corregir el tratamiento del efecto representativo, la jurisprudencia, a partir de la sentencia del T.S. de 5 xx xxxxx de 1986 (comentada por XXXXXXXX en C.C.J.C., bajo el núm.
294) intenta perfilar la posición del mandatario en un mandato para adquirir, en el que, actuando el mandatario proprio nomine nada adquiere, pues adquiere siempre y desde el principio del mandante. Se consagra así una línea jurisprudencial ya apuntada en sentencia del T.S. de 22 de noviembre de 1965, 31 de octubre de 1970, 19 de diciembre de 1963, etc.
La respuesta jurisprudencial al problema de la adquisición realizada por un mandatario en el caso del mandato ad acquirendum ofrece un interés fundamental. Este mandatario, en las relaciones internas con el mandante, realmente no ha adquirido nada, pero frente a terceros se le ha de reconocer una cierta y pecu - liar titularidad, que la sentencia del T.S. de 22 de noviembre de 1965 califica como titularidad sólo aparente, esgrimible frente a terceros, pero sin valor frente al mandante y la sentencia del T.S. de 16 xx xxxx de 1983 como una titularidad necesariamente provisional en tránsito hacia el patrimonio del mandante. El mandatario es así un trustee, y esta composición aparece como de gran utilidad en las figuras de interposi - ción, sin embargo todavía no bien perfiladas. Así cuando esa aparente titularidad del mandatario parece suficiente para que los terceros que de él adquieran de buena fe sean mantenidos en su adquisición (sen - tencia del T.S. de 4 xx xxxx de 1950) o cuando se dice que no podrá usucapir (sentencia del T.S. de 7 de febrero de 1959, 00 xx xxxxxxxxx xx 0000, 00 xx xxxx de 1983) o se señala que debe padecer la reivin - dicación por parte del mandante (sentencia del T.S. de 22 de noviembre de 1950) pero queda sin precisión el problema de una eventual responsabilidad de orden fiscal, o frente a terceros que hayan sufrido daños por razón de la cosa, etc. Como tampoco se resuelve con nitidez el problema de transmisión o del traspaso de la cosa adquirida del mandatario al mandante. La posición jurisprudencial más consolidada (sentencia del T.S. de 26 xx xxxx de 1950, 19 de diciembre de 1963, 22 xx xxxx de 1964, etc.) entiende suficiente el otorgamiento de un acto de simple reconocimiento de la titularidad del mandante. Se trata de un acto no transmisivo, en que el mandatario puede incluso ser sustituido por el Juez. Pero alguna sentencia (por ejemplo, 16 xx xxxx de 1983) considera que el mandatario está obligado a una prestación de hacer que consistiría en el otorgamiento de un nuevo negocio de transmisión en favor del mandante (sobre todo ello XXXXXXXX, XXXXXXX XXXXX, XXXXXX).
Este planteamiento, a parte de suscitar la fundada cuestión de si este efecto adquisitivo es consecuen -
cia o no de la representación, sugiere la necesidad de un perfil más preciso de la figura para facilitar en el tráfico la adquisición de determinados bienes para el mandante sin necesidad de que el mandatario actúe investido del poder o se produzca en el caso la contemplatio domini.
En este orden de cosas, los problemas de imbricación entre mandato y representación siguen presen - tándose en el tráfico y no siempre se resuelven con la claridad que fuera de desear. La sentencia del T.S. de 3 xx xxxxx de 1994 (comentada bajo el núm. 942 en C.C.J.C. por XXXXXXXXX XXXXXX) presenta un supuesto de venta de cosa ajena con inoponibilidad de la revocación del poder que no había sido inscrita en el Registro Mercantil. Se eluden las referencia al Derecho Mercantil en la solución del caso y se decide en favor del primer adquirente en documento privado, que derivaba su derecho de la actuación de un apoderado cuyo poder había sido revocado pero sin llevar al Registro Mercantil la revocación. La sentencia plantea, entre otras, cuestiones sobre el valor de la actuación realizada por el apoderado tras la revocación de su poder, y toma posición sobre las delicadas cuestiones que suscita el art. 1.259 en relación con el art. 1.738, ambos del Código Civil.
De modo que podemos deducir de estas líneas jurisprudenciales que precisamente se presenta como problemático el tratamiento que se ha de dar a la posición del mandatario como intermediario o interpuesto entre mandante y terceros. Algo que el tráfico demanda cada vez más.
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b) La gestión de negocios sin mandato
El llamado «quasicontrato» de gestión de negocios ajenos o negotiorum gestio nunca ha sido bien perfilado respecto del mandato. En todo caso, se concibe en el Código como una obligación que nace ex negotio gesto y no se funda sobre un consentimiento presunto, sino sobre el hecho mismo de gestionar negocios de otro, por lo que no puede establecerse, en cuanto a sus efectos, «ninguna ecuación jurídica perfecta con el mandato» (sentencia del T.S. de 9 xx xxxxx de 1987).
También aquí estamos ante una gestión lícita, un caso de cooperación o colaboración, un supuesto de interposición en un negocio ajeno, en que la alienidad es requisito esencial.
La figura tiene aplicación fundamentalmente a lo que se ha llamado el «intermediario altruista» (XXXXXX, DIEZ-XXXXXX) y su desarrollo en el tráfico es más bien escaso.
c) La comisión mercantil
En las últimas sentencias del T.S. sobre la materia (sentencia del T.S. de 23 de julio de 1991, 17 de julio de 1992, 25 xx xxxxx de 1993, 17 xx xxxx de 1993, etc.), además de intentarse un perfil de la rela - ción jurídica de comisión, se presenta también el problema de la relación del comisionista con el comitente desde el punto de vista de la idea de representación. La sentencia del T.S. de 17 xx xxxx de 1993 exige la contemplatio domini en un comisionista de transporte que contrata en nombre propio y, no habiendo hecho saber al porteador que actuaba en nombre y representación del comitente, ha de asumir la total responsa - bilidad.
También aquí se echa de menos un tratamiento central de la posición del intermediario. Por ejemplo, en la sentencia del T.S. de 23 de julio de 1991 cuando se trata de calificar el supuesto como una subcomi - sión mercantil y se ha de acudir a la relación con el mandato y la representación.
d) En el contrato de agencia
Después de la vigencia de la Ley 12/1992, de 27 xx xxxx, sobre contrato de agencia, que incorpora al Derecho español el contenido normativo de la Directiva 86/653/C.E.E., de 18 de diciembre de 1986, pare - cen resueltos problemas de identificación y de tipicidad de la relación suscitados por la jurisprudencia reciente (sentencias del T.S. de 19 de septiembre de 1989, 16 de febrero de 1990, 00 xx xxxxx xx 0000, xxxxx xxxxx).
La norma apunta con acierto que la agencia ha surgido entre otros muchos contratos de colaboración distintos del contrato de comisión, a impulso de nuevas necesidades económicas y sociales resultantes de la transformación del sistema de distribución de bienes y servicios.
La agencia se concibe como un contrato de colaboración estable o duradera, de carácter mercantil, en que el agente se presenta como un intermediario independiente y autónomo, que puede ser un mero negociador, es decir, una persona dedicada a promover actos y promociones de comercio sin asumirlos, o que puede también tener la función de concluir actos u operaciones promovidos por su actuación. El acto u operación de comercio promovido, o promovido y concluido, por el agente puede estar dirigido a la circula - ción de bienes muebles, pero también de servicios. Pero la ley remite al tratamiento general el problema de la actuación representativa del agente, al que supone permanente o estable, y desde luego concibe como remunerado o retribuido.
Aparte de otros problemas, en tema de agencia se suscita alguna cuestión en orden a la justificación del principio general de imperatividad de los preceptos, y en orden a la integración con las normas que sean de aplicación cuando el agente tenga atribuida la facultad de concluir en nombre del empresario los
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actos u operaciones objeto del contrato de agencia.
La jurisprudencia viene exigiendo un mandato expreso. Así, la sentencia del T.S. de 19 de octubre de 1993.
e) El corretaje
La jurisprudencia lo presenta como un contrato atípico próximo al mandato, al arrendamiento de servi - cios y a la relación laboral, cuyo contenido es predominantemente preparatorio o de gestión (sentencia del
T.S. de 21 xx xxxx de 1992) y señala que la «esencia de la mediación» radica en que la función del mediador está dirigida a poner en conexión a los que pueden ser contratantes, sin intervención del media - dor en el contrato ni actuar como mandatario (sentencia del T.S. de 19 de octubre y 30 de noviembre de 1993).
Otras decisiones sitúan esta relación contractual en la órbita de los contratos de colaboración mercan - til, presentando la posición del mediador x xxxxxxxx como una prestación de actividad en que no se compromete la obtención de un resultado concreto y en la que la retribución normalmente sólo tiene lugar en el caso de que llegue a tener realidad el negocio jurídico objeto de la mediación como consecuencia de la actividad desplegada por el mediador (sentencia del T.S. de 1 de diciembre de 1986). Se señala también la necesidad de integrar las disposiciones pacticias con las relativas al contrato de mandato (sentencia del
T.S. de 6 de octubre de 1990). O se subraya la proximidad de este contrato con el mandato, destacando que predomina la función de gestión mediadora, como en el caso del contrato de agencia inmobiliaria (sentencia del T.S. de 21 xx xxxx de 1992).
En definitiva, pues, contemplamos en todos estos casos de relaciones más o menos típicas, la proxi - midad de las figuras entre sí, y la referencia a un tronco central que sería una relación gestoria cuya expresión, por más que anticuada, insuficiente e inexacta, se encontraría en el contrato de mandato que aparece regulado en el Código Civil. La comisión no es más que un mandato mercantil que se supone concedido para una colaboración aislada y esporádica. Cuando se hace permanente e independiente o autónoma se configura como agencia. Pero la agencia requiere su integración con el mandato en cuanto se haya concedido al agente la posibilidad de concluir los actos u operaciones. Y la mediación o corretaje se imbrica también con el mandato como función de gestión.
II. La gestión como obligación de hacer
1. El servicio de gestión
Servicio es expresión que en el Código Civil y en la jurisprudencia se presenta con al menos dos signi - ficados:
a) En general es el resultado último o final de una actividad, en beneficio o utilidad derivado de la conducta de una persona.
b) En sentido más específico es a veces entendido como una organización destinada al cuidado de un interés, a la satisfacción de una necesidad o a la obtención de un fin con carácter permanente. Así se habla de servicio público (arts. 336, 339 y 344 del C.C.) y también como la actividad instrumental incorporada a esta organización (vgr. art. 1.903 del C.C.).
En las relaciones obligatorias es donde tiene el sentido que vamos a desarrollar la idea de servicio. Una actividad que se desarrolla en virtud de una relación obligatoria, es decir, el objeto de una relación jurídica.
En este sentido, servicio y actividad debida son conceptos que se aproximan.
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Para una mayor precisión del concepto de servicio hemos de poner de relieve los siguientes caracte -
res:
a) Servicio es un facere
El servicio es una prestación incorporada a una obligación de hacer. Una prestación no es más que un comportamiento económicamente valioso que se hace objeto de una relación obligatoria, esto es: una conducta que el deudor viene obligado a realizar y que el acreedor está facultado para exigir.
En el facere, aunque venga referido a una cosa material, no hay el tránsito de la utilización o del aprovechamiento de las cosas materiales que es propio de las obligaciones de dar. La actividad no es un puro medio instrumental para hacer posible un determinado aprovechamiento de bienes materiales, sino la sustancia misma de la prestación.
b) Servicio es una utilidad
La idea de servicio presupone una relación intersubjetiva. El servicio es una actividad que se despliega en favor de otra persona. Por ello no hay servicio cuando el sujeto actúa en su propio interés y en su exclusivo beneficio. Diríamos que «nadie se sirve a sí mismo».
Ello significa que los resultados prácticos de esa actividad, los beneficios y las ventajas que de ella se derivan, van a ser aprovechados por otro. Servicio, en puridad de conceptos, es el desarrollo de una acti - vidad con la finalidad primordial de proporcionar a otra persona las ventajas o los resultados de esa activi - dad.
De donde deriva:
En primer lugar, que no hay servicio sin esa contemplación de la alienidad del resultado, esto es, sin el intento (conseguido o no, esa es otra cuestión) de reportar una utilidad a otra persona. El servicio ha de proyectarse como útil.
En segundo lugar, la utilidad para otro ha de ser la finalidad primordial del desarrollo de la actividad. No se presta un servicio cuando la utilidad adviene por vía indirecta o por obra xxx xxxx. Se deduce con clari - dad esta idea, en tema de mandato, de los arts. 1.720 y 1.727 del C.C. La atribución al mandante de los resultados del mandato no sólo es una nota característica del contrato, sino también parte integrante de su contenido.
c) El servicio y la remuneración
Los servicios ciertamente pueden ser con o sin remuneración, esto es, con o sin que la persona que ha de recibirlo, que ha de aprovecharlo, quede obligada a realizar una contraprestación en favor de quien desarrolle el servicio.
Pero si el servicio no va a ser remunerado, probablemente no estamos ante una verdadera relación obligatoria, ante una prestación exigible, ni por tanto ante un servicio en sentido estricto.
El problema más importante que plantean los servicios gratuitos es el que se refiere a la posibilidad de considerarlos incorporados a una obligación, y por tanto, la consideración de este tipo de «servicios» como objeto de la relación misma a fin de que las partes queden efectivamente obligadas a prestarlos y faculta - das para exigirlos.
Es dudoso en nuestro derecho que la promesa de prestar un servicio gratuito genere el deber jurídico de realizarlo y el correlativo derecho o pretensión para exigirlo. Es también dudoso que el incumplimiento de
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la promesa genere una especial responsabilidad sometida al régimen general de la responsabilidad contractual.
Si entendemos que la promesa de prestación gratuita de servicios puede ser fuente de constitución de relaciones obligatorias, estaríamos en efecto ante una relación jurídica, pero sabido es que en nuestro sistema no se admite con carácter general que la voluntad unilateral sea fuente de obligación, sin perjuicio de que en algunos casos la declaración unilateral del deudor pueda constituir a éste en el deber de llevar a cabo una prestación, generalmente mediando la previa aceptación del beneficiario, con lo que el problema se traslada a una suerte o manera especial de convención.
Como ha señalado XXXX-XXXXXX (Fundamentos del Derecho civil patrimonial, II, cuarta edición, págs. 143 y sigs.) el fenómeno químicamente puro de la declaración obligatoria, salvo en los casos expresamente tipificados por la Ley, que son, por ello, excepcionales. La promesa unilateral puede engendrar, añade este autor, solamente una situación de vinculación del promitente, en tanto no sea revocada, con valor simple - mente preparatorio de la constitución de la relación por virtud de la aceptación del destinatario, por lo que cabe llegar a la conclusión de que la voluntad unilateral inter vivos, en cuanto categoría abstracta equipa - rable a la del contrato, no es fuente de obligaciones. Tal declaración por regla general no vincula, y a lo más constituye una oferta de liberalidad revocable (XXXXXXX XXXXXXXXXX), no obstante una doctrina jurisprudencial que ha sido calificada por XX XXXXXX como desconcertante y por ALBALADEJO como confusa, contradictoria e intermitente (sentencias del T.S. de 21 xx xxxxx de 1945, 1 de diciembre de 1955, 3 de febrero de 1973, 6 xx xxxxx xx 0000, 00 xx xxxxx xe 1977, 10 xx xxxxx xx 0000, 00 xx xxxxx xe
1983, 13 de julio de 1984, etc.).
La exigencia de un precio cierto en los contratos de servicios, que parece obtenerse de la norma contenida en el art. 1.544 del C.C., donde se contiene la única aunque muy insuficiente regulación del contrato de servicio (arts. 1.583 a 1.587 del C.C.), y el hecho de que en ciertas relaciones tipificadas como relaciones obligatorias perfectas se prevenga la posibilidad de prestación gratuita de servicios (el mandato y el depósito) se puede interpretar en el sentido de que sólo en los casos estrictamente tipificados el servi - cio gratuito engendra una verdadera relación obligatoria. Incluso unius, exclusio alterius.
No quedaría claro qué tipo de contrato es el que da lugar a que una de las partes quede obligada a realizar un servicio o un trabajo material por encargo de otra y sin retribución.
Ello es independiente de que un servicio efectuado de modo gratuito funcione como una justa causa de atribución patrimonial. Pero si el servicio no llega a ser efectivamente prestado, el promisario carece de acción para exigir el cumplimiento de la promesa y su eventual responsabilidad no encontrará apoyo en la carencia de ejecución, sino en el defectuoso modo de prestarla, si se ha llegado a realizar. A menos que la promesa de prestación gratuita de un servicio haya creado una base de confianza de la que resulten daños efectivos que deberán resarcirse más que por corresponder a lo prometido, por haber sido causados al obrar una de las partes sobre la base de la confianza despertada por la promesa de la otra.
No cabe objetar esta conclusión desde el art. 1.098 del C.C., pues ello implicaría la existencia de una donación. Pero otra cosa es que el prestador de los servicios pueda originar, con base en la confianza y por razón de su conducta una relación jurídica que derivará del deber de reparar el perjuicio causado, pero esta responsabilidad no será contractual sino extracontractual, y se regirá por los artículos 1.902 y concordantes del C.C.
x709 Finalmente, en cuanto el hecho de proporcionar un servicio puede constituir, como he dicho, una atribución patrimonial que se fundará o tendrá su causa en la promesa de prestación, hay que añadir que si el servicio se presta en cumplimiento de un deber social o moral, aún cuando no haya una atribución gratuita en sentido propio, el cumplimiento de tal deber funcionará como causa de la atribución que de otro
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modo sería inexigible.
2. El servicio como obligación de hacer
El servicio es, pues, en el sentido que venimos indicando, un aliquid faciendum, una prestación de hacer.
Como tal, presenta específicos caracteres en nuestro sistema. Fundamentalmente, la necesidad de que la prestación se ajuste a lo pactado (al tenor de la obligación, art. 1.098.II del C.C.) y las especialidades que se presentan en caso de incumplimiento.
El punto xx xxxxxxx de los análisis de las obligaciones de hacer se suele encontrar en la regla preten - didamente romana nemo precise potest cogi ad factum. Se trata de que el deudor de actividad no puede ser constreñido, so pena de violar su libertad de modo intolerable, a la realización de la prestación, por lo que el incumplimiento de este tipo de obligaciones se mediría por razón de conformidad con el tenor y abocaría, recta vía, a la reparación de daños y perjuicios.
Si observamos las escasas reglas del C.C. sobre este tipo de obligaciones, fundamentalmente conte - nidas en los arts. 1.088, 1.098, 1.151.II, 1.161, 1.166.II y 1.184 del C.C., obtendríamos los rasgos caracte - rísticos que a continuación vamos a exponer.
a) La incoercibilidad del facere
En primer lugar, se ha de destacar el llamado principio de incoercibilidad del facere. Se obtiene de una comparación entre los artículos 1.098, en relación con el 1.091, de una parte; y 1.096 y 1.101 de otra, todos ellos del Código Civil.
El obligado a dar, en caso de no ejecutar la prestación, será compelido a ello e, independientemente, deberá resarcir los daños y perjuicios. El obligado a hacer, si no hiciese lo prometido de acuerdo con lo pactado, no será compelido a ello, sino sustituido en la prestación, si ello se entendiere útil para el deudor, a su cargo y dentro de los límites del art. 1.161 del C.C. Independientemente de ello, será responsable de los daños y perjuicios.
La contravención del tenor de la obligación es un criterio que, en las obligaciones de hacer, tiene un doble juego: como patrón del exacto cumplimiento (y por ende del incumplimiento) y como criterio de responsabilidad por los daños ulteriores.
La formulación del texto procede del Proyecto xx XXXXXXXXXXXX, que tomó una línea media entre la doctrina clásica (Partidas 5, 27,3) y la formulación del art. 1.142 en el Código francés. No obedece ni al respeto absoluto por la libertad del deudor ni a la coerción de la doctrina clásica. Integrando el texto del art.
1.098 del Código Civil con los 1.161 del C.C. y 924 de la L.E.C., se obtiene la conclusión de que hay un determinado tipo de obligaciones de hacer en las que la calidad y circunstancias de la persona del deudor impiden el cumplimiento por tercero. En tal supuesto, no parece que pueda funcionar la regla del art. 1.098 del C.C., pero es cierto que corresponde al acreedor la decisión sobre si le conviene o no que cumpla el deudor o un tercero por él y a sus expensas. El ar-tículo 924 de la L.E.C. parece volver a poner las cosas como en el artículo 1.142 del Code Xxxxxxxx. Pero parece claro, tanto en la doctrina francesa cuanto en la italiana sobre el antiguo Código de 1865, que el art. 1.142 del C.C. francés pudiera ser entendido como una opción o una electio por parte del deudor. Ya lo señalaba XXXXX XX XXXXXXXXX al presentar el texto ante el Corps Législatif en 1804, posición que fue seguida por XXXXXXXXX, XXXXXXX y otros.
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Por esa vía se llega a concebir una obligación de hacer fungible, en las que la actividad del deudor es sustituible, y otra infungible, en las que no cabe sustitución. Y es de observar cómo para llegar a la misma conclusión, la doctrina española y la doctrina xxxxxx-italiana corren en la misma dirección pero en sentido opuesto. La doctrina española busca las excepciones al principio de coerción establecido en general respecto de todo tipo de deudores, y centra su atención en el acreedor (art. 1.161 del C.C.) que no ha de recibir prestación o servicio de un tercero cuando la calidad y circunstancias de la persona del deudor se hubiesen tenido en cuenta al establecer la obligación. La doctrina francesa intenta demostrar que el princi - xxx de la coerción sólo se refiere a las obligaciones cuyo contenido consiste en una fe infungible del deudor. El art. 1.161 exceptúa la regla general del art. 1.098 del C.C.
b) Intuitus, infungibilidad y fiducia
Ahora bien, la tipología del incumplimiento en las obligaciones de hacer, en cuanto se refiere a las prestaciones denominadas infungibles, se confunde habitualmente con otros conceptos que son próximos pero no equivalentes. Se habla indistintamente de intuitus, infungibilidad y fiducia.
Bien observados, son conceptos complementarios, pero que no deben ser confundidos.
El intuitus o intuitu personae aparece como una especial relevancia, motivada por exigencias diversas del tráfico jurídico, de la persona del contratante deudor, es decir, de la persona que asume, en virtud de una estipulación contractual, una obligación de hacer que requiere una personal actividad de cumplimiento (XXXXXXXXXX, XXXXXXXXX). En nuestro derecho, aparece básicamente formulado en preceptos como los arts. 1.161 y 1.266.II del Código Civil.
La infungibilidad es una cualidad objetiva de la prestación. O, si se prefiere, del contenido-resultado de la prestación debida. Apunta a esta cuestión el art. 1.166.II del C.C. que se refiere a la imposibilidad de que pueda «ser sustituido un hecho por otro» contra la voluntad del acreedor.
La fiducia es un elemento de determinadas relaciones, que explicaría algunos rasgos específicos, entre los cuáles, sin perjuicio de otros más discutidos, la posibilidad de revocación ad nutum.
Se presenta valorado por la doctrina el elemento fiducia o confianza en el mandato (especialmente los arts. 1.732.1 y 1.733 del Código Civil), en el depósito (1.766 y 1.775 del C.C.), en el arrendamiento de servicios tal y como depauperadamente lo regula el Código Civil (art. 1.584 del C.C.), en el arrendamiento de obra (art. 1.594 del C.C.) y menos subrayado en la sociedad civil (arts. 1.700.3 y 1.696 del C.C.). Pero se trata de reglas de origen heterogéneo que unas veces la evolución de los textos legales y otras la muta - ción de la interpretación usual han explicado de otro modo o han aplicado desde otras pautas, corrigiendo e incluso anulando la intentio de los redactores del Código.
El problema de conexión o combinación entre fiducia, intuitus e infungibilidad, se puede plantear en dos áreas:
a) Si cabe configurar un grupo de contratos en los que la especial consideración de la persona de un contratante debiera considerarse inherente a su estructura típica. En tal caso, se trataría de saber si se produce la subsunción de esa especial consideración de la persona como elemento esencial, como elemento de la causa, o si se trataría de variantes de un tipo, de modo que en varios tipos contractuales podrían darse variantes según la peculiar consideración de una de las partes (VANZETTI).
Aún en tal caso, nos tendríamos que preguntar si el elemento a tener en cuenta como «inherente a la estructura típica» sería el intuitus o la fiducia, o bien si en el fondo es lo mismo.
b) En otro orden de cosas, se trataría de saber si el carácter infungible de la prestación ha de derivar necesariamente de la consideración especial que se tiene respecto de la persona del deudor.
En ambas cuestiones la respuesta doctrinal es dudosa y, a mi parecer, carente de claridad y de utili -
dad.
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De entrada se ha de observar que la relevancia de las cualidades del deudor puede marcar la relación en concreto, sin afectar a los caracteres del tipo contractual. Así cabe un arrendamiento de obra en que se haya encargado la obra a cierta persona «por razón de sus cualidades personales» (art. 1.595 del C.C.) y otros arrendamientos en que tal circunstancia no se haya tenido en cuenta. Lo mismo cabe decir en el comodato (art. 1.742 del C.C.: en contemplación a la persona del comodatario), etc.
Al analizar los contratos en que usualmente se presenta el problema, y que son el mandato, el como - dato, el depósito, los arrendamientos de obra y de servicios, acaso la aparcería, y la sociedad civil, la doctrina no ofrece una posición unánime. XXXXXX subraya en el mandato y en el arrendamiento de servi - cios el carácter de confianza o fiducia, estima que se presenta también este carácter, que ya define como intuitus, en la sociedad civil, y piensa que puede haber intuitus en el comodato. ALBALADEJO subraya el carácter de confianza, que entiende basada y equivalente en el intuitu personae, en el mandato y en el depósito, y estima que puede haberlo en el comodato. XXXXXX, subraya la confianza, que considera equivalente al intuitu personae, en el mandato, en el depósito, en el arrendamiento de servicios profesiona - les y en la sociedad civil, y entiende que cabe en el arrendamiento de obra, pero no se presume y se habrá de demostrar. XXXX XXXXXX destaca el elemento confianza en el mandato, en el depósito y en la sociedad civil, y la acepta como excepción en el comodato y en el arrendamiento de obra según el tipo de obra, recogiendo de este modo los preceptos de los arts. 1.742 y 1.595 del C.C. XXXX-XXXXXX y XXXXXX consideran el mandato como de marcado carácter intuitu personae, puesto que a su juicio, el trasfondo del mandato es la confianza en el mandatario. Consideran también el elemento intuitus personae circunstan - cialmente presente en la sociedad civil y en el arrendamiento de servicio, y como excepción en el comodato. XXXXX considera el mandato con carácter personalísimo, y la confianza como soporte o elemento en el arrendamiento de servicio, y aprecia que pueda haber intuitu en el arrendamiento de obra y en el comodato.
Ante esta diversidad de posiciones, parece conveniente que realicemos algunos precisiones.
Así, en primer lugar, para dar sentido a la idea xx xxxxxxx o confianza, deberíamos determinar qué efectos se siguen en cada una de las relaciones marcadas por este carácter, y determinar si se halla presente el efecto en cuestión en las relaciones típicas de las que se considera característico este elemen - to.
Tampoco desde este punto de vista hay claridad en la regulación del Código. Los efectos del elemento fiducia o confianza deberían centrarse en:
a’) Una peculiar o especial intransmisibilidad, ya que la confianza se tiene respecto de una persona determinada y además de la regla general de relevancia de la persona del deudor (que en nuestro derecho está vigente por tradición romanística y por ello impide que puedan producirse la delegación de la deuda y la cesión de la posición contractual sin consentimiento de la otra parte) debe determinar un especial grado de intransmisibilidad, inter vivos y mortis causa.
La intransmisibilidad mortis causa se produce en el mandato y en la sociedad civil (arts. 1.732.3 del C.C., 1.700.3, 1.680 y 1.704 del Código Civil). No así en la aparcería (arts. 1.172 de la L.A.R.). Se ha de aceptar la misma regla en el arrendamiento de servicios, aunque no está expresa en el Código Civil. En el comodato y en el arrendamiento de obra sólo cuando se han tenido en cuenta las cualidades personales, esto es cuando hay intuitus.
Dentro de este cuadro, se produce una suerte de incedibilidad en las relaciones inter vivos, con muchos matices. Hay una expresa prohibición de ceder en la sociedad civil (art. 1.696 del C.C.) y en la aparcería (art. 104 de la L.A.R.). Se prohíbe el subcontrato en la aparcería (art. 75.4 de la L.A.R.) pero no en el mandato ni en el arrendamiento de obra, salvo que haya sido prohibido, según se deduce por analo - gía del art. 1.550 del C.C.
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b’) El segundo efecto que sería característico de una relación basada en la confianza o en la fiducia sería la posibilidad de revocación ad nutum. Así se admite en el mandato, para ambas partes (arts. 1.732, 1.733 y 1.735 del C.C.), y en la sociedad civil (art. 1.700.4 del C.C.), cuando no se haya señalado término y siempre que la renuncia sea hecha de buena fe y en tiempo oportuno (arts. 1.705 a 1.707 del C.C.). Pueden desistir también ad nutum el depositante (art. 1.766 y 1.775), el comitente en el contrato de obra (1.594) y el arrendador de servicios, salvo que hayan sido contratados «por cierto término para cierta obra» (arts. 1.584 y 1.586 del C.C.).
Al examinar los problemas relativos a la transmisión de la condición de socio en las sociedades civiles, CAPILLA (La sociedad civil, Bologna, 1984, págs. 245 y sigs.) señala que, como consecuencia de que el contrato de sociedad es intuitus personarum la sociedad padezca las consecuencias de las vicisitudes personales de los socios. Por ello, aunque el intuitus personae no impide la posibilidad de la condición de socio con carácter absoluto, sí impide la libre circulación de tal cualidad. Lo que es tanto como decir, según este autor, que la sustitución de un socio comporta una modificación esencial de la relación jurídica socie - taria que requiere el consentimiento de todos los socios. Ello es así porque el Código ha configurado la posición jurídica del socio partiendo de la base de la existencia de una íntima relación de confianza como supuesto de hecho que encaja en las normas de la sociedad, y porque se piensa en una vinculación personal y permanente del socio mientras dura la sociedad, a lo que cabe añadir que en nuestro Derecho la libre transmisibilidad inter vivos de la posición de parte en una relación contractual es excepcional en nuestro Derecho y sólo configurado por la Ley.
Respecto del mandato, CREPO XXXXX (La revocación del mandato, Madrid, 1984, págs. 22 y sigs.) explica que los especiales modos de extinción de este contrato se apoyan en su inicial carácter de contrato basado en la amistad y la confianza, que constituyen su base negocial y, recogiendo una opinión de XXXXXXXXXX, señala que como quiera que la realidad de la confianza es algo verdaderamente extrajurí - dico, se impone dejar la revocación y efectiva extinción del mandato al arbitrio del mandante. A juicio de este autor, el carácter del mandato como relación de confianza se ha desvanecido en el Derecho moderno, como consecuencia del cambio producido en las relaciones económicas y sociales.
No se produce esta posibilidad de revocación en el comodato, salvo urgente necesidad (arts. 1.740 y 1.749 del C.C.) y se descarta claramente en la aparcería.
c’) En todo caso, además, no se produce una extensión o prolongación del elemento fiducia o confianza respecto de la posibilidad de cumplimiento o ejecución de la prestación por tercero. En el mandato se admite la sustitución (art. 1.721 del C.C.) y lo mismo en el arrendamiento de obra (art. 1.596 del C.C.). De modo que, no obstante el elemento «confianza», no es indispensable la actuación personal del obligado, que probablemente tiene significado en un plano distinto. Otra cosa es que los contratantes puedan, en una concreta relación, establecer una modalización en todos los casos de prestación de hacer en función de las cualidades de la persona de uno de los contratantes. Así cabe un mandato con prohibi - ción de sustituir, como ha de caber una sociedad en que se admita la cesión de la posición contractual de un socio. Y ya hemos señalado que en el comodato y en el arrendamiento de obra (arts. 1.742 y 1.595 del C.C.) pueden darse variantes por razón de haberse tenido en cuenta las cualidades personales.
Creo, finalmente, que la fiducia o confianza consiste en un especial modo de ser de la fides que caracteriza estos tipos contractuales y que se conecta, más que a las cualidades personales de una de las partes, a la especial posición en que va a encontrarse en el desarrollo de la relación.
Se trata de que el interés del acreedor depende en mayor grado y de modo más directo del compor - tamiento honesto del deudor. En este plano, han de ser relevantes las cualidades personales, pero acaso no todas en el mismo plano. Las condiciones xxxxxxx pueden, en este sentido, tenerse por diversas de las habilitaciones profesionales o técnicas y de la cualificación profesional.
En general, cabría decir que sólo el mandato, la sociedad civil y el depósito expresan en su regulación
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con bastante rigor la idea xx xxxxxxx o confianza, con relevancia de la persona con la que se ha contratado a todos los efectos. En el depósito voluntario, la configuración legal, a partir de su arcaica concepción como prestación de favor y su total dependencia de la voluntad del depositante y determina la irrelevancia del problema. En el comodato, en el arrendamiento de obra y en el de servicios el elemento fiducia, que da paso a una estimación de las cualidades de una de las partes, debe ser expresamente pactado o debe derivar de reglas establecidas que integran el contrato, como las competencias profesionales.
Razones de protección social han apartado la aparcería de su posible estimación como un contrato caracterizado por la fiducia o confianza.
En el otro orden de cuestiones que nos planteábamos, el intuitus puede producir la infungibilidad de una prestación objetivamente fungible, pero puede haber prestaciones infungibles aunque la consideración de la persona no haya sido tan intensa ni tan exclusiva que impida que la actividad solutoria pueda ser ejecutada por persona diversa del deudor. Esto es, que puede aceptarse que la infungibilidad de la presta - ción acompaña normalmente a un contrato intuitu, pero no a la inversa. Hay intuitus, y normalmente por ello habrá infungibilidad, pero puede haber infungibilidad sin intuitus. Así ocurre con prestaciones que exigen determinadas habilidades o capacitaciones profesionales, pero en las que no se ha señalado tan intensa ni tan exclusivamente la necesidad de actuación de una determinada persona. Porque, en definitiva, la actua - ción, conducta o comportamiento a desarrollar puede ser llevado a cabo por cualquiera de los profesionales habilitados al efecto y el acreedor no ha señalado la necesidad de que su interés sea satisfecho a través del comportamiento de persona determinada. El acto de prestación debe reunir unas ciertas características de calidad o de integridad sin que produzca demérito del interés del acreedor el que actúe una u otra persona. Por ejemplo, un abogado incorporado a un despacho colectivo. El abogado de turno. El xxxxxx xx xxxxxxx. El especialista de una determinada clínica, etc.
Ciertamente alguna de estas relaciones puede encontrar «su fase y fundamento» en lo que
XXXX-XXXXXX ha denominado «un vínculo de confianza y fidelidad», lo que daría a la relación en concreto un «carácter marcadamente personal» llamado a tener influencia en el régimen jurídico dela relación.
Pero ese «carácter marcadamente personal» puede originarse ya porque estructuralmente la relación haya sido así concebida en su tipo o modelo normativo, ya porque las partes hayan determinado una especial relevancia de las cualidades y/o condiciones de una de las partes. Un primer problema estriba en aclarar si como tipo o modelo, y por tanto, como uno de los de los elementos de la causa, hay relaciones que contienen esa característica. A mi juicio, se supone en el mandato y en la sociedad civil. No así en el arrendamiento de obra (en que depende de la concreta voluntad de las partes) ni en el arrendamiento de servicios, salvo en los servicios profesionales. No se da en el comodato, salvo pacto (como en el arrenda - miento de obras). Razones de protección social han evitado el problema en la aparcería, y la dependencia de la voluntad del depositante hace irrelevante la cuestión en el depósito voluntario.
Ahora bien, ese «vínculo de confianza y de fidelidad» se presenta con especial nitidez en las relaciones representativas (mandato, sociedad, servicios profesionales) donde la fiducia se expresa con tres efectos típicos y característicos:
a) La relevancia del error sobre la persona (art. 1.266 del C.C.). Hay una «consideración de la perso - na», y hay, en consecuencia, una posibilidad de dejar sin efectos ex tunc la relación cuando tal error pueda ser apreciado con los caracteres de excusabilidad y recognoscibilidad que se exigen para toda suerte de casos de relevancia del error.
b) Hay una esencial revocabilidad no sólo cuando una sobrevenida modificación o desaparición de las cualidades personales pueda ser estimada objetivamente (insolvencia, quiebra, concurso) sino cuando una estimación meramente subjetiva de la otra parte así lo entienda. En la revocación ad nutum.
c) La actuación de una de las partes (aquélla a la que se confía la actuación llamada «representativa») ha de realizarse personalmente, lo que no ha de impedir que el obligado se sirva de auxiliares o depen -
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dientes (art. 261 del X.Xx.), bajo su responsabilidad, ni incluso que pueda ser sustituido, también bajo su responsabilidad (art. 1.721 del C.C.).
La razón de fondo de esta especial vinculación a la concreta persona, y a sus cualidades, puede hallarse en la dependencia que en estos casos se produce entre la actuación de ese concreto deudor y la satisfacción del interés del acreedor. Pero claro es que el interés del acreedor no puede ser valorado tan subjetivamente que no pueda entenderse como cumplimiento una actividad ajustada a los cánones (profe - sionales, por ejemplo) aunque no (o no del todo) a los gustos o deseos del acreedor. La regla de conducta que para el deudor es la buena fe, los usos y la ley (art. 1.258 del C.C.) y la conducta solutoria ha de ser medida como conformidad o disconformidad con esa regla.
Puede ocurrir que incluso habiéndose tenido en cuenta la persona del deudor (intuitu personae) el hecho solutorio sea idóneo para la satisfacción del interés del acreedor, en términos de buena fe y de calidad de la prestación (art. 1.166.II del C.C.) aun cuando no haya sido llevado a efecto personalmente por el deudor. Los usos, por el contrario, o la valoración social, pueden determinar que sólo el deudor (vgr. un gran pintor, un intérprete determinado, etc.) pueda actuar de modo satisfactorio para el acreedor. Pero esa especialísima composición se ha de establecer en el caso y no puede deducirse de la estructura o del tipo contractual.
3. La imposibilidad sobrevenida de las obligaciones de hacer
Se presenta después, con sustantividad propia y con gran problemática, el problema de la imposibili - dad sobrevenida de la prestación, que es especialmente delicado en las obligaciones de hacer y que ha encendido una viva polémica doctrinal. El régimen del Código Civil es un verdadero rompecabezas en punto al tratamiento de la imposibilidad de las obligaciones de hacer provocada por sucesos imprevistos o inevitables. Es la regla del caso fortuito y de la fuerza mayor, aplicada a las obligaciones de hacer.
El art. 1.182 extingue la obligación de dar cuando la produzca el interitus o la amissio de la cosa «sin culpa del deudor y antes de haberse éste constituido en xxxx».
El art. 1.183 presume la culpa del deudor.
La imposibilidad no culposa se proyecta sobre dos consecuencias: extinción de la obligación y exone - ración de responsabilidad. Si la imposibilidad fue culposa, la obligación permanece respecto del deber subsidiario de resarcir el daño o prestar el equivalente.
El art. 1.184 del Código Civil dispone que el deudor quedará liberado, en las obligaciones de hacer,
«cuando la prestación resultare legal o físicamente imposible».
Estas observaciones no resuelven, sin embargo, el problema: el artículo 1.184 no valora la causa de la imposibilidad, como lo hace el 1.182, sino la imposibilidad en sí misma. De este modo, no entra en juego, al menos prima facie, la culpa, y el deudor queda obligado hasta el límite de la imposibilidad. Así entendido, este precepto lleva a las obligaciones de hacer hacia un rigor de más alto grado, ya que parece que la base de la exoneración del deudor se encuentra en la imposibilidad absoluta (Unmöglichkeit) y que no entra en juego de la relativa (Unvermögen) ni de la inexigilidad.
Entre nosotros ha observado el profesor XXXX-XXXXXX que el rigor que supone la exigencia del carác - ter absoluto y objetivo de la imposibilidad, si bien es aplicable a las obligaciones de dar, adquiere unos perfiles difusos en las de hacer. ¿Cuándo hay verdadera imposibilidad en esta obligaciones? Los ejemplos se podrían multiplicar: el pintor que quede ciego; la cantante que ha de actuar el mismo día en que ha muerto su hija.
La doctrina francesa, y la doctrina italiana, han ensayado diversos métodos para superar el posible impasse. Pero lo cierto es que se opera sobre los principios establecidos para las obligaciones de dar, en que se valora la causa de la imposibilidad. Más duramente aún, el artículo 1.246 del Código Civil italiano
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vigente habla de imposibilidad no imputable al deudor. El parágrafo 275 BGB equipara a la imposibilidad posterior la imposibilidad subjetiva del deudor.
En nuestro sistema, la doctrina pasa, en general, por encima del problema. Y sin embargo, nos parece que el problema existe, y no es de fácil solución. La Sentencia del Tribunal Supremo de 00 xx xxxxxxxxx xx 0000 (XXXX-XXXXXX: Estudios sobre la jurisprudencia civil, segunda edición, I, 503) indica claramente un deber de diligencia más allá de la pura contemplación del caso fortuito según el art. 1.105. No puede obje - tarse, frente a esta afirmación, que en nuestro sistema la responsabilidad contractual se basa en la culpa, y que la culpa es la omisión de la diligencia debida en razón de la naturaleza de la obligación y de las circunstancias de las personas, tiempo y lugar. Si se objetara de este modo, responderíamos que, de una parte, el dogma de la culpa no deriva con nitidez de nuestro sistema (vide art. 1.096 y el 1.183). De otra parte, que la culpa puede ser un criterio de responsabilidad por los daños ulteriores. Finalmente, que precisamente la relación entre culpa y caso fortuito es una de las fisuras del sistema de la culpa. El caso fortuito, como ha señalado el profesor XXXX-XXXXXX, constituye la hipótesis que «libera al deudor del cumplimiento y de la responsabilidad por los daños y perjuicios que sufra el acreedor». Para que exista caso fortuito es preciso que exista un hecho, independiente de la voluntad del deudor, imprevisible e inevi - table, «que imposibilite al deudor para el cumplimiento». Quiere decirse entonces que por diligente que el deudor haya sido, si no hay imposibilidad, no hay liberación. Hay una tierra de nadie entre culpa y el caso fortuito y, para casar ambos conceptos, es menester demostrar la equivalencia entre no-culpa y caso fortuito.
Aunque una lectura combinada del art. 1.105 con el art. 1.182, ambos del Código Civil, pudiera hacer
pensar que el caso fortuito significa la carencia de culpa, y por tanto que la inevitabilidad y la imprevisibili - dad están en función de la diligencia para prevenir o evitar, dados los precedentes históricos y la misma ubicación sistemática del precepto, después de establecer la sujeción a responsabilidad (art. 1.101 del C.C.) así como la propia dicción del precepto del art. 1.105 («sucesos») hacen pensar que los redactores del Código encontraron la causa de exoneración del deudor (que respondería por dolo o culpa) en el carácter de determinados sucesos ajenos a su actuación. Además de que, como he escrito en otro lugar (M.
R. VALPUESTA, Coord., Derecho de Obligaciones y Contratos, segunda edición, Valencia, 1995, 209), una lectura del precepto en clave culpabilista llevaría a superponer otros conceptos de culpa: sería la diligencia en la actividad dirigida al cumplimiento, más el cumplimiento de deberes (auxiliares o instrumentales) de previsión o de seguridad, es decir, de actividad conducente a evitar las consecuencias dañosas de un suceso que pueda impedir el cumplimiento. (No está lejos de esta posición, como veremos, JORDANO XXXXX.)
La jurisprudencia ha tratado, también entre nosotros, de atemperar la regla del art. 1.184 del Código Civil. Así, la sentencia del T.S. de 00 xx xxxxx xx 0000 xxxxxxxx que el deudor no se le puede exigir la prestación exorbitante, es decir, la que exigiría vencer dificultades que puedan ser equiparadas a la impo - sibilidad, por exigir sacrificios absolutamente desproporcionados o violación de deberes más altos, con lo que acude a la idea de una diligencia «según las circunstancias», con base en el art. 1.104. A la misma idea acude la sentencia del T.S. de 22 de febrero de 1979. La sentencia del T.S. de 0 xx xxxx xx 0000 xxxxxxx que la distinción entre imposibilidad y dificultad no resulta fácil, y hay que estar «a los casos y circunstan - cias», idea que se repite en la sentencia del T.S. de 13 xx xxxxx de 1987. Las sentencias del T.S. de 11 de noviembre y 15 de diciembre de 1987 subrayan la necesidad de una interpretación del artículo 1.184 del
C.C. «atemperada a su ratio legis».
El art. 1.184 del Código Civil exige una «imposibilidad típica o legal», no una imposibilidad por agrava - ción, o por razón de cualquier causa. Puesto en relación con el art. 1.105, que pide la imprevisilidad o la
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inevitabilidad del suceso como causa de exoneración, y que remite a la ley o al pacto respecto de la xxxx - ción de ciertos riesgos, parece indicar que el 1.184, como norma especial, será de preferente aplicación, sobre todo cuando, además, expresamente prevé el artículo 1.105 que cabe la excepción al principio por razón de haberlo previsto así la ley. Y también que el art. 1.184 está montado sobre la imposibilidad como causa de la liberación y viene a contemplar de algún modo la hipótesis del art. 1.105: sólo se tendrán en cuenta, respecto de las obligaciones de hacer, los sucesos (imprevisibles o inevitables) que produzcan la imposibilidad (legal o física).
En consecuencia, los arts. 1.105 y 1.184 se integran en único principio la responsabilidad del deudor en las obligaciones de hacer se extiende hasta la imposibilidad material o jurídica de la prestación derivada de un hecho imprevisible o inevitable.
Esta afirmación, sin embargo, no es compartida íntegramente por la doctrina, en cuanto se refiere a las consecuencias lógicamente derivadas de ella, como serían la rígida vinculación del deudor hasta el límite de la imposibilidad descrita. Y hay que decir, desde luego, que choca con la conciencia jurídica la teoría que pudiese llevar a esta conclusión. Recordemos, además, la jurisprudencia anteriormente citada, en especial las sentencias del T.S. de 22 de febrero de 1979 y de 10 xx xxxxx de 1949. A estas sentencias puede añadirse la doctrina contenida en la de 16 de octubre de 1989.
No en balde la doctrina foránea ha intentado, aunque desde base legal distinta, la revisión del concepto de imposibilidad, construyendo una doctrina en que se tenga por imposible lo que según la conciencia social aparezca como inexigible o bien tratando de valorar la imposibilidad en concreto respecto de cada relación jurídica de acuerdo con el criterio que de ella resulte y de acuerdo con la función típica de cada relación.
La línea general, en que se contiene los preceptos de los artículos 1.105 y 1.184 del C.C. procede de la sistemática del Código Civil francés y se debe a una generalización de la casuística. Junto a estos preceptos de índole general, coexisten en el Código Civil otros preceptos sobre responsabilidad contractual incorporados a cada uno de los contratos. Nos interesa, por ello dedicar nuestra atención a los preceptos sobre responsabilidad contenidos en los contratos que regulan prestaciones de servicios típicas.
Así tenemos los siguientes casos:
a) Responsabilidad por razón del deber de custodia y obligación de restituir.
Se encuentra de modo claro en el caso de los fondistas y mesoneros (1.783 y 1.784). Esta responsabi- lidad no deriva de la negligencia. Baste pensar que se responde del hecho de extraños y que los «sucesos de fuerza mayor» no son simples casos fortuitos.
El porteador (1.602), como el arrendatario respecto de la obligación de restituir (1.561, 1.563, 1.564), como en los casos de los arts. 1.744 y 1.745 respecto del comodatario.
b) Responsabilidad por el resultado.
En el caso del contratista (1.589 y 1.590). Se encuentra también en buena medida objetivada la responsabilidad decenal de contratistas y arquitectos (1.589 y 1.590).
c) Responsabilidad por diligencia.
Es el caso de mandatario: 1.178, 1.726 y 1.729 del Código Civil.
d) Responsabilidad por el sistema general.
La del depositario en el depósito voluntario: arts. 1.766, 1.767, 1.769 y 1.777 del C.C.
Como vemos, salvo la responsabilidad del mandatario, en buena medida procedente del sistema de iudicia bonae fidei, los contratos que implican custodia suponen una responsabilidad independiente de la culpa en cierto sentido.
Estos regímenes especiales se explican, sin duda, por el origen histórico, y para explicar estos regí -
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xxxxx, que se encuentran incorporados en mayor o menor medida a los sistemas occidentales de base romanística se dividieron los autores en dos grandes sectores de opinión.
Para algunos, los textos romanos sobre custodia empleaban la palabra con referencia a una actividad y no respecto a un régimen de responsabilidad. Para encontrar tal régimen hay que recurrir a la idea genérica de diligencia, en tanto que para otros (doctrina llamada objetiva) «custodia» significa un criterio de respon - sabilidad autosuficiente. A su vez los seguidores de esta teoría pueden dividirse en otros dos grupos.
Para el primero de ellos: la custodia comporta la responsabilidad por casus minor (hurto y deterioro) de una res custodiri solita hasta el límite de la fuerza mayor. HAYMANN considera característico de la respon - sabilidad por custodia el límite de la fuerza mayor, constituido por una serie de circunstancias que la juris - prudencia como typische Entschuldigungs momente.
XXXXXXXX situó a la custodia como criterio objetivo de responsabilidad objetiva junto al dolo como criterio de responsabilidad subjetiva: la custodia se presenta así como parámetro de responsabilidad en las obligaciones de reddere (o restituir), mientras era adaptada, en cambio, a los diversos casos mediante el empleo de otros criterios de valoración objetiva (factum debitoris, imperitia, vivium operis).
Otros autores sostuvieron que en el ámbito de la misma relación obligatoria podrían coexistir una responsabilidad objetiva y otra por culpa, respecto de los daños que la custodia no cubría, y no faltan opiniones que señalan que la responsabilidad por custodia podía referirse sólo a algunos hechos que, en cada relación jurídica, podían dar lugar al incumplimiento contractual.
Parece, con todo, cierto que la tesis objetiva ha permitido descubrir que entre las locuciones alusivas a un régimen de responsabilidad contractual, las construidas sobre el término «custodia» (en particular custodiam praestare) eran para los juristas clásicos expresivas del propio régimen, sin recurrir a especifi - caciones ulteriores que lo recondujeran a criterios diversos, como el de la culpa.
Ahora bien, no debe deducirse de ello que se trate de una verdadera responsabilidad objetiva, sino de un régimen especial que los juristas romanos valoraban por razón de su idoneidad en abstracto para preservar la cosa de los sucesos perjudiciales. Custodiam praestare significaba estar obligado a procurar aquel resultado que podía ser obtenido con la custodia. El defecto de resultado era de por sí un incumpli - miento imputable. Pero ese resultado no era la salvación absoluta de la cosa, sino la salvación de la cosa respecto de ciertos peligros. Más tarde, al producirse la determinación de los peligros por vía negativa (fuerza mayor), la responsabilidad se aproximó a la del receptum, hasta que los juristas postclásicos intro - dujeron la custodia en el ámbito de la culpa, salvo algunos casos.
De ellos, unos procedían del sistema del receptum (esto es, de la obligación de devolver un cuerpo cierto: caupones, nautae, stabularii), pero no en todos los casos era ésta la razón determinante. La doctrina ha avanzado los criterios de la utilitas contrahendi, y otros muchos. El horrearius debía custodiam praestare porque tal era la finalidad del servicio y de la cosa que ponía a disposición de la otra parte; quis deposito se obtulit (D. 16, 3, 1, 35) porque con su oferta espontánea vinculaba la elección de la otra parte y determi - naba una confianza. En el caso del sarcinator se trataba de evitar cuestiones de prueba.
Analizando estos y otros muchos casos derivados del segundo párrafo del art. 1.137 Code Xxxxxxxx, que no recoge nuestro art. 1.094 del C.C., la doctrina francesa caminó hacia la bipartición de las obliga - ciones en dos grandes categorías: obligaciones de medios y de resultado.
4. La distinción entre obligaciones de medios y obligaciones deresultado
Se trata, dice XXXXXXXX, de un procedimiento técnico que permite al juez determinar las condiciones de existencia de la responsabilidad. Si el demandado es deudor de una obligación de medios, el hecho de
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no haber procurado al acreedor la ventaja prometida no es susceptible, por sí mismo, de producir la condena: es menester que se establezca su faute. Por el contrario, el deudor de una obligación de resul - tado es responsable desde el instante en que no ha ejecutado la prestación prometida en el contrato o impuesta por la ley.
Esta distinción se ha convertido en uno de los ejes de la jurisprudencia francesa.
La distinción, como señala XXXXXXX XXXXX, se establece en cuanto se incluya o no en la prestación del deudor el logro de un determinado resultado que es un opus, es decir (siguiendo a este autor) «una determinada alteración de la realidad física o jurídica de la existente a la constitución del vínculo obligato - rio». Si tal ocurre, estamos ante una obligación de resultado. En cambio, cuando la prestación del deudor se agota en el desarrollo de una actividad o conducta que debe ser llevado a cabo con diligencia según los cánones o reglas de una determinada técnica o con diligencia meramente general o común, y sin que se integre en el contenido de la prestación del deudor el logro o consecución del fin o resultado de tal actividad la consecución del fin o resultado, estaremos ante una obligación de medios.
La importancia de la distinción se encuentra, fundamentalmente, en tema de cumplimiento, y por tanto de incumplimiento, en materia de distribución de riesgos e incidencia del caso fortuito, y acaso en la distri - bución de la carga de la prueba de la imposibilidad de cumplimiento.
Respecto del cumplimiento (y consecuentemente del incumplimiento) en las llamadas obligaciones de medios, el deudor cumple y se libera desplegando una actividad diligente, ciertamente encaminada a un fin, pero cuya realización no se incluye en la prestación. En las de resultado solamente cuando se obtiene o realiza el concreto resultado (opus) se puede tener por cumplida la obligación. Cuando la obligación no se ha cumplido exactamente, en las obligaciones de medios funcionaría el criterio o parámetro de diligencia en un doble plano: como criterio de cumplimiento, para establecer que la conducta del deudor no se ajustó al patrón de diligencia debida; y como criterio general de imputación para establecer si, existiendo imposibili - dad de prestar la diligencia debida, por una concreta causa, es ésta preferible o no a negligencia-culpa del deudor (transcribo la posición xx XXXXXXX XXXXX).
A juicio xx XXXXXXXXXX, lo verdaderamente significativo de la distinción entre obligaciones de medios y obligaciones de resultados es un distinto régimen de riesgos para el deudor de la prestación, que en todo caso pierde el derecho a la compensación sino se obtiene el resultado, sea cual fuere la actividad que haya desplegado.
En el orden de distribución de riesgos o incidencia de caso fortuito, pues, diríamos que en las obliga - ciones de medios el fundamento de la responsabilidad contractual es la culpa o negligencia del deudor probada por el acreedor y para la exoneración de la responsabilidad basta la ausencia de culpa, mientras que en las obligaciones de resultado es fundamento de la responsabilidad la falta del resultado debido, que es culpa presunta del deudor que no ha de demostrar el acreedor por lo que la prueba liberatoria del deudor no cumplidor vendría constituida por el caso fortuito.
Critica esta posición XXXXXXX XXXXX, para quien de preceptos como los arts. 1.101, 1.105, 1.182 y ss. del C.C. se desprende que nuestro Código reconoce un único límite de la responsabilidad contractual que vale para todas las obligaciones y para todas las formas de contravención de la obligación. Ese límite legal tiene también un único fundamento, que se encuentra en el incumplimiento. El papel de la culpa/ne - gligencia no sería el de servir de fundamento a un sistema de responsabilidad contractual, sino que tendría dos funciones: como criterio de cumplimiento en las obligaciones de medios; y como criterio de imputabilidad en el juicio de responsabilidad que sigue al incumplimiento. El único límite de la responsabilidad contractual establecido con carácter general por el Código Civil sería la imposibilidad sobrevenida de cumplir, o de cumplir exactamente, por una concreta causa no imputable al deudor.
El desarrollo de esta doctrina ha conducido, en la jurisprudencia reciente, a precisiones y ajustes en
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tema de obligaciones de prestación de servicios profesionales, notablemente en materia de responsabilidad por servicios médicos. En sentencias como la sentencia del T.S. de 30 de septiembre de 1985, de 00 xx xxxxx xx 0000, xx 00 xx xxxxxxx de 1988, de 7 xx xxxxx de 1988, de 7 de febrero de 1990, 11 xx xxxxx de 1991 y 23 xx xxxxx de 1993, se va perfilando el sentido de una actuación negligente del profesional médi- co, como obligación de medios, que exige la prueba de la culpa por parte del acreedor, y en que, descar - tada la idea de responsabilidad más o menos objetiva, se exige relación de causalidad entre acto médico realizado y daño, y lo que se denomina un «reproche culpabilístico».
En el fondo, pues, lo que se infiere de estas posiciones jurisprudenciales es una afección al límite de exoneración del deudor, que en unas obligaciones está vinculado por una sobre-diligencia (obligaciones de resultado), y en otras no (medios).
Como ha señalado XXXXX XXXXX, la distinción de que nos ocupamos no debe ser, de todos modos, exagerada. De una parte, porque es evidente que las prestaciones de medios incluyen instrumentalmente prestaciones de resultado. Hay «resultados» que aún cuando no sean la perfectio o consumatio operis o Erfolg des Erfolges pueden estimarse como útiles en sí mismos. Así, el médico no promete la curación, pero se obliga a un determinado acto médico (una operación, una intervención, una exploración) que son un resultado, instrumental si se quiere, pero apreciable en y por sí mismo.
Por otra parte, la obtención del resultado implica siempre un cierto grado de diligencia, y en todo caso una actividad, cuya imposibilidad o dificultad puede en ocasiones ser valorada, y por ello también el esfuerzo más o menos diligente del deudor en ese orden.
Finalmente, muchos deberes o prestaciones de medios o de diligencia están rodeados de deberes de conducta o deberes auxiliares que no consisten en mera diligencia. Así, la custodia de las cosas entregadas por el comitente al mandatario.
La distinción entre obligaciones de medios y de resultado puede ser útil, no obstante lo indicado, para indicar la existencia, en nuestro sistema, de obligaciones de hacer en que el deudor está vinculado a conseguir un resultado determinado, asumiendo los riesgos de ese resultado que debe ser entendido como perfectio o consumatio operis, lo que en nuestro sistema se produce no sólo en el caso del arrendamiento de obra sino también en los supuestos procedentes de la vieja idea de custodiam prestare (porteador, fondista y mesonero) ya sea por causa de un receptum, ya sea por consecuencia de la idea xx xxxxxxx o confianza.
En cambio, son típicas obligaciones de medios, basadas en el sentido estricto de la «diligencia» la del mandatario y también de alguna manera la del depositario, que ha de prestar la diligencia normal (1.104.2 del C.C.) para la guarda de la cosa. Ambos contratos proceden de un sistema basado en la fiducia, y eran en origen y en general gratuitos. Recordemos que las fuentes romanas separaban de este régimen el depósito remunerado.
Finalmente, se basan en un concepto impropio de diligencia, entendida como pericia, las obligaciones de determinados profesionales que deben actuar según las reglas de su arte. Son también estas obliga - ciones de medios, pero la valoración de la pericia, del buen hacer, se verifica en virtud de un criterio más objetivado. Aquí la diligencia se confunde con la pericia y puede presentarse una situación de imposibilidad
«subjetiva». Y la falta de adecuación a la pactado no es relevante por razón del esfuerzo, sino que se presenta como una difficultas praestationis. En cambio, en las obligaciones de diligencia en sentido estricto, el «hacer lo que se puede» significa que, más allá del esfuerzo valorado éticamente no cabe más que el casus, y por ende se produce la exoneración.
Desde este punto de vista, se considera que la actividad de gestión es una obligación de medios, y que el gestor cumple cuando pese a una actuación negligente la gestión emprendida no resulta finalmente provechosa para el dominus.
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5. Algunas consideraciones operativas
De lo que hasta aquí dicho respecto de la gestión como un servicio, dentro del género más amplio de las obligaciones de hacer podríamos inferir algunos datos significativos para trazar los perfiles que nos habíamos propuesto.
La gestión de bienes o intereses ajenos es un servicio y por lo tanto una obligación de hacer, caracte - rizadas por la utilidad que se preste en favor de otra persona, esto es, por la alienidad del resultado. Buena parte del tráfico, en el mundo contemporáneo, se encuentra en manos de personas que se dedican habi - tualmente como profesionales a este tipo de tareas, y por ello se presentan en el tráfico como relaciones onerosas, que se producen en base a contraprestaciones que se esperan del destinatario o atributario del servicio, por lo que no encajan en el esquema los servicios gratuitos.
d La prestación de hacer es, ciertamente, incoercible, y la reacción del acreedor frente al incumpli - miento permite bien la sustitución del servicio por el que preste otra persona, bien la indemnización por los daños que el defecto de la prestación haya producido. La sustitución es posible siempre que las cualidades del deudor no impidan la utilidad prevista por el acreedor, de lo que es árbitro el propio acreedor. Ello ocurre en todos los supuestos en que la persona del deudor, y sus específicas condiciones personales, definan el servicio, pero se ha de señalar que este elemento (intuitus) produce una infungibilidad de la prestación solamente en casos específicos, respecto de actitudes o cualidades muy peculiarmente perso - nales, toda vez que la infungibilidad es una característica de la prestación, que debe ser considerada dentro del marco de la identidad e integridad del pago o cumplimiento, y es predicable de la prestación misma.
Infungibilidad es nota que puede estimarse en casi todas las prestaciones de servicios, como una cuestión de calidad objetiva, pero no siempre derivada de una específica valoración de las aptitudes o condiciones del prestador del servicio. Es por ello admisible que se cumpla bien un determinado servicio sin que intervenga personalmente en la conducta solutoria el propio deudor, que puede valerse de auxiliares, colaboradores o dependientes. Sólo cierto tipo de servicios requieren el cumplimiento personal por parte del deudor.
El intuitus, entendido de este modo, es elemento que se ha de tener por distinto de la fiducia que se tiene en cuenta en las relaciones de gestión. Este elemento, fiducia o confianza, aparece en el mandato, en el depósito, en el arrendamiento de servicios, en el arrendamiento de obra, y menos destacado en la sociedad civil. La doctrina adolece de falta de claridad en punto a la conexión entre intuitus y fiducia. El intento de construir una teoría general del significado de la fiducia en el marco de las relaciones típicas no ha tenido, hasta ahora, una formulación comúnmente aceptada. Estimamos que se ha de señalar que el verdadero intuitus produce, además de la infungibilidad de la prestación, los efectos de la fiducia en sentido estricto, esto es: una peculiar intransmisibilidad inter vivos (o incedibilidad), la susceptibilidad de revocación ad nutum e intransmisibilidad de la posición contractual mortis causa. Pero en las relaciones típicas se han de aceptar tales efectos con toda suerte de matices, según hemos destacado anteriormente.
Es necesario, a estos efectos, realizar una serie de distribuciones, que al propio tiempo nos permitirán señalar líneas de tendencia.
Así, se ha de precisar que sólo en dos relaciones típicas, el mandato y la sociedad civil, puede esti - xxxxx una verdadera intransmisibilidad de la posición contractual, lo que naturalmente no afecta a la satis - facción de los créditos ya devengados a lo largo de la relación. Las demás relaciones en que la doctrina usual destaca la fiducia exigen un refuerzo o una determinación expresa, por vía de pacto, o exigen una subdistinción entre relaciones que tienen y relaciones que no tienen incorporado este elemento. Por ejem -
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plo, el arrendamiento de servicios profesionales se entiende como marcado por este elemento, que no cabría ver en otro tipo de servicios o en servicios caracterizados por dependencia y subordinación, a los que cabría considerar tanto del ámbito del Derecho laboral.
El tráfico parece acentuar un tratamiento objetivo de las prestaciones, que tienden a ser calificadas por su resultado, centrando el análisis del cumplimiento en una cuestión de calidad de la prestación efectuada. Se pone por ello el énfasis en la cuestión de fungibilidad más que en el problema de la participación del obligado al servicio, prestador del servicio o deudor.
La complejidad de ciertos servicios, y la necesidad de organización de los medios para prestarlos, diluyen en el tráfico la cuestión del intuitus cada vez más. Gran parte de los servicios se contratan con organizaciones o empresas y no con profesionales determinados. Otra cosa es, producido el incumpli - miento, la determinación de responsabilidad deba producirse en términos de diligencia o falta de diligencia, de pericia o de impericia, de un determinado profesional.
La utilización de colaboradores, auxiliares o dependientes es hecho de tanta frecuencia que no parece plantear problemas específicos. En cuanto incorporados a la organización, es claro que el incumplimiento derivado de su actuación no permite la exoneración del principal. En cuanto colaboradores externos, la regla del art. 1.721 del Código Civil, en tema de mandato, sería generalizable. A la organización, por otra parte, deberían considerarse incorporados los subcontratistas, y ese es el tratamiento que se ha señalado en la reciente Ley de Contratos de las Administraciones Públicas (Ley 13/1995, de 18 xx xxxx, especial - mente arts. 115 y 116).
La fiducia o confianza, por otra parte, no siempre deriva de la especial relevancia de las cualidades (personales) del deudor, sino de la especial posición en que el deudor se encuentra respecto de los inte - reses del acreedor, cuya satisfacción se le ha encomendado. Por eso, en puridad, sólo en el mandato, en el depósito, en el arrendamiento de servicios profesionales y en la sociedad civil puede estimarse este elemento característico sin exigencia de pacto especial alguno. Y aún en el depósito sólo respecto del específico interés de asegurar la salvaguarda de la cosa depositada.
El régimen de incumplimiento y de la responsabilidad del deudor está fuertemente marcado por la idea de que, en las prestaciones de servicios, no cabe una verdadera responsabilidad objetiva, ni siquiera una presunción de culpa, sino que se ha de determinar el grado de diligencia y de pericia del deudor en el cumplimiento. Para determinar el marco de la responsabilidad por el incumplimiento de las prestaciones de hacer, entre las cuales se encuentran las de servicios, es preciso establecer, como parámetros básicos, el límite de la imposibilidad de la prestación, para precisar la actividad exigible al deudor, y la relevancia (obje - tiva, dentro de los límites de la buena fe) de la eventual insatisfacción del acreedor (el resultado). Ambos parámetros se presentan en el Derecho actual altamente influenciados por la historia dogmática, ceñida a una visión inspirada en la resolución de completos problemas, esto es, a una casuística que se decidió a través de un conjunto de reglas dictadas por cada tipo de relación, y se intentó después generalizar.
Aunque es difícil trazar un cuadro general, cabe señalar que el servicio siempre contiene una actividad solutoria combinada con una cierta utilidad o resultado, aunque puede predominar uno u otro elemento, según se les configure. Las reglas históricas temperaban la responsabilidad general por negligencia con la inadmisión de exoneración ante ciertos riesgos o peligros, utilizando criterios como el receptum o la presta - ción de custodia. Trataron como supuestos de obligación de hacer las prestaciones de restitución, aleján - dolas sin embargo de su régimen propio, así como del régimen de las obligaciones de dar, por vía de aseguramiento de la salvaguarda de las cosas respecto de ciertos peligros. Sólo la consideración de la perfectio o consumatio operis se delineó como un supuesto en el que la carencia de utilidad para el acreedor, y por ende el incumplimiento, derivarían de una estimación objetiva: es el caso del arrendamiento de obra, y del transporte, con una contención de la responsabilidad al límite de la fuerza mayor.
El intento de construir una regla general de la responsabilidad en obligaciones de hacer a partir de la
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distinción entre obligaciones de medios y obligaciones de resultado no consigue resolver, a través de esa división, todos los problemas.
III. Gestión y representación
1. Los presupuestos de la actuación representativa
La representación ha de ser entendida como posibilidad de actuación de una persona (representante) con efectos en la esfera jurídica de otra persona (representado). Históricamente esa idea se asocia a las relaciones de gestión, hasta el punto de que en nuestro Código Civil se trata la materia en tema de contrato de mandato, que es la relación gestoria por excelencia.
Leyendo el texto del Código se obtiene la conclusión de que lo que llamamos representación es un efecto típico del mandato, o bien podríamos pensar que el efecto representativo, es decir, la eficacia directa de un acto realizado por una persona cuyas consecuencias revierten directamente en la esfera jurídica de otra persona, implica siempre una cierta dosis de gestión.
A partir de ideas formuladas por XXXXXX, XXXXXXXXXX y otros autores de la pandectística, se fue perfilando en la doctrina la idea de una distinción o separación entre las ideas de representación y manda - to, idea que hoy se encuentra perfectamente consolidada en la doctrina y en la jurisprudencia. Así, entre otras, sentencia del T.S. de 16 de febrero de 1935, 00 xx xxxxxxxxx xx 0000, 0 xx xxxxxxxxx de 1961, 00 xx xxxxxxx xx 0000, 00 xx xxxxx de 1978, etc.
Así entendido, el mandato es un contrato que obliga al mandatario a cumplir el encargo recibido del mandante, mientras que la representación significa la legitimación del representante para actuar con efica - cia en la esfera jurídica del representado. La representación no surgiría como efecto del mandato, sino de un negocio distinto, que podría o no coincidir con el mandato, llamado apoderamiento.
Esta posición tiene, como ha expuesto DIEZ-XXXXXX, como presupuestos dogmáticos, los siguientes:
a) La representación significa la celebración de un negocio jurídico por el representante, de modo que los efectos se producen directa e inmediatamente en la esfera jurídica del representado, y ello requiere dos factores: actuar en nombre ajeno; y eficacia directa e inmediata en el representado. Luego si el represen - tante, aún actuando en interés del representado, no manifiesta actuar en nombre ajeno, no hay represen - tación en sentido estricto.
b) La eficacia directa en la esfera del representado requiere que el representante o bien haya conce - dido previamente un poder de representación o bien, con posterioridad al acto, verifique la ratificación de lo actuado por el representado. En consecuencia, cosa distinta es la concesión del poder respecto del negocio realizado por el representante con el tercero, puesto que cabe una representación sin poder, que será eficaz con tal de que el representado ratifique lo actuado por el representante. De esta posición, es irrele - vante que el representante actúe en interés del representado, en interés propio o en interés xx xxxxxxx. Lo fundamental será que se haga uso de un poder previamente concedido o que ratifique su gestión el repre - sentado.
Esta posición ha sido revisada por la más moderna literatura jurídica, al destacar como el ámbito de la representación se extiende también a actos jurídicos no negociales, y al poner el énfasis más que en una actuación de representante en nombre, en una actuación en interés, del representado, puesto que se entiende que es también representación la actuación del representante en su propio nombre cuando gestiona o cuida un negocio o asunto ajeno.
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De este modo, el centro de la construcción se desplaza hacia la idea de alienidad del asunto o interés actuado o gestionado, descartando que la representación pueda comprender las actuaciones de una persona en su propio interés o en interés de terceros distintos del representado.
Así entendida, la representación no parece separarse tan nítidamente de la idea de gestión, al menos en cuanto a lo siguiente:
a) La relación de gestión parece implicar la idea de representación si el mandatario o gestor actúa en nombre del mandante o principal. Parece que la gestión siempre tiene un cierto carácter representativo mientras que el poder es un instrumento de la actuación contractualmente prevista en la relación de gestión, aun cuando quepa una independencia documental, en el sentido de que se otorgue un poder a través de un negocio unilateral sin expresar la relación que une al poderdante con el apoderado.
b) Si bien es cierto que el apoderamiento puede deberse a diversas relaciones típicas (mandato, sociedad, contrato de trabajo, etc.) y en ese sentido puede decirse que no tiene causa en sí mismo, sino en la relación de que se trate, no es menos cierto lo que vamos a poner de relieve a continuación: en primer lugar, que es difícil de concebir un apoderamiento totalmente desligado de una relación causal. Por otra parte, que la concesión de un poder a través del pertinente negocio de apoderamiento suele implicar la idea de gestión, ya como colaboración, ya como sustitución.
El apoderamiento, en definitiva, no puede ser concebido como un negocio abstracto, es decir, carente de causa, susceptible debida e independiente de las vicisitudes del negocio causal.
Otra cosa es que puede producir efectos incluso en supuesto de nulidad o extinción frente a terceros de buena fe (art. 1.738 del C.C.) pero en tal caso estamos más que ante un supuesto de abstracción, ante un caso de protección de la buena fe.
c) Como quiera que el Código Civil establece una ligazón causal entre mandato y poder, y construye la representación como efecto típico dentro del esquema funcional del mandato, necesariamente habrá de buscarse de las normas relativas al mandato la solución de problemas propios de la representación.
Dentro de la idea de lo que pudiéramos llamar gestión representativa, se distingue entre lo que se llama representación directa y lo que se denomina representación indirecta. La primera es una actuación del representante realizada en nombre del representado, a través de lo que se denomina contemplatio domini, que puede ser expresa o tácita. Es expresa cuando de manera explícita dice el representante actuar en nombre de otro, con expresión o no de quien sea ese otro. Es tácita cuando de las circunstancias del caso y de la propia actuación del representante se deba deducir que el negocio se realiza para el representado, es decir, que deriva de hechos concluyentes.
Hablamos, en cambio, de representación indirecta cuando la actuación que se produce en la gestión de un asunto o negocio de interés para el representado, se realiza actuando el representante en su propio nombre. Aunque es cierto que también aquí cabe que se produzca una eficacia directa en la esfera de intereses del representado (pues la forma de actuación del representante y la forma en que se producen los efectos de su actuación se mueven en planos distintos y no coinciden simétricamente), en principio ha de entenderse que el negocio produce su eficacia para el representante y después debe ser transferido al representado. Es la regla que se deduce del art. 1.717 del Código Civil.
Se pregunta la doctrina cuando estamos ante una verdadera contemplatio domini. No hay problema cuando hay una expresa declaración con identificación por parte del representante de la persona del prin - cipal y existe, además, una concorde voluntad entre las partes de que el negocio produzca eficacia para el principal y excluya su eficacia para el atente. En el mejor de los análisis (DIEZ-XXXXXX) se concluye que el factor decisivo de la contemplatio domini es el acuerdo sobre lo que se llama la heteroeficacia del negocio.
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Ello no obstante, la regla del art. 1725 del C.C., sugiere que basta una voluntad implícita de destinar los efectos jurídicos a otro y de excluir los efectos jurídicos para el agente, pues, «el mandatario que obre en concepto de tal no es responsable personalmente frente a la parte con quien contrata sino cuando se obliga a ello expresamente o traspasa los límites del mandato sin darle conocimiento suficiente de sus poderes».
Existen, pues, dos formas básicas de realizar una gestión representativa: actuando en nombre del representado, y actuando en nombre propio. Surgen de ahí dos problemas: el primero se refiere a la posi - bilidad de que el representante pueda utilizar el nombre del representado sin una previa y expresa autori - zación. El segundo, se centra en el valor o eficacia que hay que conceder a una actuación representativa realizada por el agente sin el consentimiento del representado sobre la vía o forma de actuación (nombre propio o nombre del representado) escogida por el representante.
El art. 1.259 del C.C. parece exigir la previa autorización, pero, en cambio, los arts. 254, 283 y 284 del Código de Comercio sugieren que en toda comisión se contiene la facultad del comisionista de utilizar el nombre del comitente y de escoger la forma de actuación.
La solución parece encontrarse en una lectura integrada de los preceptos que acabamos de invocar. La conclusión de un negocio de gestión puede ser entendida, salvo que la contradiga el tenor de la decla - ración, la finalidad del negocio, o su contexto de acuerdo con los criterios de interpretación e integración, conforme al art. 1.258 del C.C., como una autorización para contratar en nombre del representado, y las actuales necesidades del tráfico parecen imponer un canon hermenúetico que haga primar la solución del Código de Comercio.
2. Actuación representativa y declaración negocial
En el negocio que concluya el representante con tercero, siempre fue problemático determinar si la declaración negocial se debía atribuir a uno o al otro. Y en concreto, si los vicios de la voluntad que xxxxx - ran presentarse deben medirse en relación con la declaración del representante o con la voluntad del representado.
Hay que distinguir, desde luego, los posibles vicios de voluntad del negocio de concesión del poder de representación y los vicios de la voluntad que puedan incidir en el negocio representativo.
Es materia en la cual incide, señaladamente, el problema anteriormente suscitado de relación o cone - xión entre gestión y representación. El problema, en su núcleo central, como ha señalado DIEZ-XXXXXX, no es tanto la posibilidad de una impugnación (o más fácilmente, de una revocación, pues salvo excepcionales supuestos, la revocación daría solución al interés en este punto del poderdante) del apoderamiento, sino que se encontraría «en la impugnación del negocio celebrado por el representante con fundamento en la existencia de un poder viciosamente concedido». La solución tiene que salvar la eficacia frente a un tercero de buena fe (que ni conoce ni tiene por qué conocer el vicio del negocio de apoderamiento) del negocio representativo, sin perjuicio de las eventuales acciones de reclamación frente al apoderado que se ha podido servir del poder consciente de su carácter vicioso, o frente a terceros. Pero, además, la ligazón con la relación de gestión puede dar color a todo el supuesto. Entre representante (gestor) y representado primarán los remedios del negocio de gestión. Frente a un tercero que contrata con el representante, sólo se podrán oponer los vicios, a través de las correspondientes acciones de anulabilidad, si el tercero «ha participado en su producción o los ha conocido o hubiera debido conocerlos» (DIEZ-XXXXXX).
En cuanto a los vicios de la voluntad del negocio representativo parece que se impone la necesidad de
un tratamiento por separado. En los casos de violencia o intimidación, ante una agresión legítima, el nego - cio ha de poder ser anulado tanto si el ataque ha sido sufrido por el agente cuanto por su representado. En el caso de dolo, se ha de determinar quién fue engañado al contratar, y tendrá relevancia tanto en el caso
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de que lo sea el representante cuanto en el supuesto de que lo sea el representado.
En cambio, en el supuesto de dolo, en que hay que valorar el carácter sustancial y la excusabilidad, parece que ha de admitirse que el dominus pueda alegar los vicios de la voluntad sufridos por él en el momento en que llevó a cabo el otorgamiento del poder, y los vicios de la voluntad del agente al formar o emitir la voluntad constitutiva del negocio, pero no los vicios experimentados al dar instrucciones al apode - rado, puesto que las instrucciones no afectan al tercero que contrata con el representante, y pertenecen al marco interno de la relación de gestión. Pero ello no impide que pueda el gestor ejercer una acción de impugnación por error. (Sobre todo ello DIEZ-XXXXXX.)
Según otra opinión, cualquier vicio que afecte al representante o al representado, puede ser determi- nante de anulabilidad (XXXXXX XXXXXXXXX). XX XXXXXX, en cambio, piensa que hay que tener en cuenta de quien proviene realmente la decisión, de manera que si el representado hace un encargo concreto con instrucciones detalladas, habrá que tener en cuenta el vicio de la voluntad del representado, mientras que si la decisión se deja al representante se tomarán en consideración los vicios de la voluntad del agente, pero la declaración es siempre obra del representante y habrá que considerar como vicios de la declaración los que éste sufra.
Algo semejante ocurre con la estimación de la buena o mala fe en que puedan encontrarse los autores del negocio representativo. En esta materia, hay que entender que, en caso de duda y por regla general, la buena fe debe referirse al representado. Pero haya que distinguir entre la función de la buena fe como standard de conducta en la celebración del negocio, y la función de la buena fe como standard en la situa - ción creada por el negocio. En el primer caso, como concluye XXXX-XXXXXX (a quien vengo siguiendo), la referencia debe hacerse a la persona a cuya iniciativa haya correspondido la celebración del negocio, mientras que cuando la buena fe se ha de predicar de la situación generada por el negocio, la buena fe debe predicarse del representado, que es el destinatario de los efectos.
La razón de fondo se encuentra, a juicio xxx xxxxxxx autor citado, en que la buena fe es una forma privi - legiada de protección y la mala fe una forma agravada de responsabilidad, por lo que la buena o mala fe que tiene sentido es la del destinatario de la protección o de los efectos jurídicos del negocio.
3. Actuación representativa y transmisión de derechos
Cuando el encargo recibido por el gestor consiste en adquirir o enajenar un bien determinado, no se presentan dificultades en los supuestos denominados de representación directa. Pero en cambio hay una amplia discusión en materia de representación indirecta.
En el caso de la representación indirecta ad alienandum o mandato para enajenar, se ha defendido en nuestro derecho que se opera entre mandante y mandatario un negocio traslativo causal fundado en una causa fiduciae, una suerte de negocio fiduciario, en virtud del cual el gestor adquiere fiduciariamente la propiedad. De este modo, no es necesario entender que el mandatario adquiere para sí y después ha de transmitir al tercero, que adquiriría de forma directa del mandatario, y de forma indirecta del mandante, a través de una doble transmisión de la propiedad (a lo que se llama vía oblicua).
Esta tesis, que fue la tradicional, presentaba problema de difícil solución. Así, la posibilidad de embargo por parte de los acreedores del mandatario, y la imposibilidad de un derecho de separación en el supuesto de quiebra del mismo mandatario. Además, desde el punto de vista teórico, no es posible de este modo explicar cuál es la causa de la transmisión de la propiedad con arreglo al básico precepto del art. 609 del
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C.C., y hay que encontrar una causa atípica, denominada causa mandati.
La transmisión directa o recta vía, se va abriendo paso en la doctrina, ya entendida como fundada en una causa fiduciae, bien entendiéndola, sin más, como un efecto de la actuación representativa. No resuelve ciertamente todas las dificultades, pero parece más adecuada a la realidad del tráfico en estos momentos.
Por ejemplo, no impide por completo la posibilidad de abusos, en supuesto como enajenación por el mandatario a bajo precio, con la única consecuencia de una acción de enriquecimiento por parte del mandante, o como la dificultad que se presenta con la imposibilidad de acceder al Registro de la Propiedad, puesto que en virtud del principio de tracto sucesivo sólo podrá inscribirse la adquisición xxx xxxxxxx verifi - cando antes la inscripción del mandatario.
El envés de esta figura lo constituye el supuesto de mandato ad acquirendum o mandatario que adquiere en su propio nombre. La posición tradicional resolvía el tema estableciendo la necesidad de que el mandante deviniera propietario cuando el mandatario cumpla la obligación de transferirle las cosas expre - samente adquiridas por él (así, por todos, XXXXX XXXXX).
Esta teoría conduce a peligrosas consecuencias: el mandante carecería de acción reivindicatoria, y sólo mediante una acción personal podría obligar al mandatario a que cumpla su obligación de transferir. El mandatario podría disponer de la cosa en favor de terceros, que quedarían protegidos siempre por adquirir de un verdadero propietario, incluso aunque conocieran la existencia del mandato. La adquisición de la propiedad por el mandatario se habría de producir pese a que la contraprestación la haya sufrido en su patrimonio el mandante. En el caso de quiebra del mandatario, el mandante carecería del derecho de separación.
La teoría no consigue explicar a través de qué cauce jurídico se realiza la transmisión de las cosas adquiridas por el mandatario al mandante.
Por estas razones, XXXXXX llegaba a la conclusión de que la propiedad de lo adquirido pertenece directamente al mandante sin necesidad de un nuevo negocio de transmisión, y la obligación del mandata - rio, que deriva de la obligación gestoria como señala el art. 1.720 del C.C., es transmitir la posesión y otorgar una escritura pública por la que se reconoce la propiedad del mandante. En este obligación, el mandatario puede ser sustituido por el juez. Cuando se trata de bienes inmuebles la acción del mandante dirigida a que se declare su derecho de propiedad lleva aparejada la rectificación del registro, en virtud de lo dispuesto en el art. 38 de la L.H., lo que indica que el mandante no es causahabiente del mandatario, pues entiende que hay una inexactitud registral cuando figure inscrito el mandatario en lugar del mandante.
Además, así entendida la posición del mandatario, no llega a ser un poseedor en concepto de dueño, y por tanto no puede oponer al mandante la usucapión ordinaria, en tanto que la extraordinaria es suscepti - ble de utilización si se ha producido la interversio possessionis.
Esta es la posición jurisprudencial que, como hemos visto antes (I.2 de este trabajo) se ha consolidado en la jurisprudencia y en la doctrina.
IV. El contenido de la relación de gestión
1. Comportamiento, diligencia y responsabilidad en la gestión
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Los criterios o módulos de conducta de la gestión, que determinarán los grados de diligencia a exigir, la cuestión de su cumplimiento o incumplimiento y, finalmente, los mecanismos de responsabilidad han sido identificados por DIEZ-XXXXXX en tres órdenes: legalidad, instrucciones del principal y usos generales.
El gestor debe ajustar su actividad a las prescripciones establecidas en las normas jurídicas. Así se desprende del art. 259 del Código de Comercio, que parece expresar más que una norma puntual un prin - cipio general.
Además, la actividad de gestión debe acomodarse a las instrucciones, que son criterios de debida observancia y fijan, por consiguiente, el grado de cumplimiento y la posible responsabilidad del gestor: artículos 1.719 del C.C., 254 y 255 del Código de Comercio. El modelo de diligencia lo encuentra el art. 1.719 del C.C. en el standard del bonus paterfamilias, con la doble función de señalar la diligencia o aten - ción que debe ser empleada, y la tarea o quehacer mismo que debe llevarse a cabo. XXXX-XXXXXX concluye que «el canon o modelo de comportamiento gestorio es, pues, un standard de conducta normal o conducta media: la que normalmente cabe esperar y es, por consiguiente, usual o acomodada a los usos generales del tráfico. A los usos acude también el art. 255 del Código de Comercio.
Pero es claro que esa conducta normal o usual está en relación con la naturaleza del asunto o negocio en el que la gestión se despliega. Si para ciertos servicios de gestión el tráfico o la vida social han creado una técnica determinada, han de seguirse las reglas de dicha técnica, y si el gestor en un profesional, la prestación queda integrada por las reglas de su profesión u oficio.
2. Los deberes del gestor
Toda relación gestoria implica, además de la prestación que consiste en desarrollar la actividad de conducción del negocio, encargo o asunto que el principal ha confiado al gestor, unos deberes accesorios, que son fundamentalmente deberes de información (art. 1.720 del C.C. y art. 260 del Código de Comercio) que son también deberes de consulta (arts. 255 y 258 del Código de Comercio).
Todo ello se traduce, finalmente, en un deber de rendición de cuentas, que ha de ser entendido como una información completa del resultado final de la gestión y la formación de un estado contable de las cantidades recibidas para el cumplimiento de la gestión y de las invertidas en ella, con la necesaria justifi - cación documental. Toda gestión se ha de cerrar con una aprobación de cuentas. En su defecto, cabe someter las cuentas a la aprobación judicial.
Por otra parte, el gestor o agente está sometido a deberes de custodia y conservación de bienes y efectos que le han sido entregados por o para el principal. Se trata de un receptum, con las consecuencias que hemos señalado anteriormente (especialmente II.5), y por ello implica, en este punto, una especial responsabilidad que no se rige por el mero deber de diligencia o por la diligencia quan in suis, sino que se conecta a la idea de la responsabilidad por custodia. Así, en los ar-tículos 265 y 266 del Código de Comer - cio.
El comisionista responde salvo que la destrucción o el menoscabo de las cosas que le han sido entre - gadas se deba a caso fortuito, fuerza mayor, transcurso del tiempo o vicio propio de la cosa. En todos los casos, ha de probar que la causa de la destrucción o deterioro, y tiene la carga de examinar si los efectos o mercaderías tienen la calidad «con que se le avisare la remesa», pues en otro caso se presume que recibió las cosas con esa calidad. En caso contrario, ha de comunicar las averías o deterioros que resulten (art. 265 del X.Xxx.).
Aunque el Código Civil no se pronuncia sobre el particular, se llega a conclusión parecida a partir del art. 1.183.
La responsabilidad consiste en un deber de resarcimiento del valor o una pérdida del derecho al rein -
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tegro del valor (cuando éste ha sido pagado por el agente). Si la pérdida es fortuita el riesgo es del princi - pal, salvo en el caso del llamado «riesgo del numerario» (art. 257 del Código de Comercio) que procede de la absoluta fungibilidad del dinero, en base a la regla que, por su carácter especialísimo, no puede ser extendida a las cosas genéricas.
Pesa también sobre el gestor lo que XXXX-XXXXXX ha llamado un deber de lealtad, que se traduce en un conjunto de comportamientos, cargas o deberes, tales como proceder a una inversión correcta de los fondos o numerario recibido del principal (art. 1.724 del C.C.), revelar al principal la existencia de algún interés personal del agente o gestor, con la consecuencia de la interdicción de llevar a cabo operaciones o negocios del mismo género que se le ha encomendado (art. 288 del X.Xxx., regla que parece expresar también un principio o criterio general), lo que ha de ponerse en relación con la prohibición de la autocon - tratación, a la que se conecta la prohibición de compra que establece el art. 1.459 del C.C., hasta la prohi - bición de que obtenga para sí un lucro o ventaja de la negociación otorgado por terceros, pues tales ventajas deben atribuirse al principal.
Derivado también de este deber de lealtad es la imposibilidad de que un gestor acepte otros encargos de gestiones que puedan ser incompatibles, salvo autorización del principal, y también el llamado deber xx xxxxxxx, que impide al gestor poner en conocimiento de otras personas la existencia o el resultado de la gestión, sobre todo cuando tal información puede ser nociva para los intereses gestionados.
Consecuencia de la infracción de tales deberes será la responsabilidad del gestor. En primer lugar por inejecución de la gestión misma, que se trata como una obligación de medios (art. 1.718 del C.C.), pero también por cumplimiento defectuoso o incorrecto o falta a los deberes de conducta. La fuente de esta responsabilidad es la genérica de todas las obligaciones. El gestor responde por dolo o culpa pero la culpa, en este caso, puede ser ampliamente graduada o estimada según la gestión sea o no remunerada (art. 1.726 del C.C.).
En el supuesto de que sean varios los gestores, no se produce solidaridad, salvo que se haya conve - nido o estipulado, pero el precepto que se ocupa del tema en el Código Civil (art. 1.723) no define cuál es el tratamiento que se ha de dar, y habrá que distinguir entre una actuación separada, que generará una responsabilidad del concreto infractor, y una actuación conjunta, en cuyo caso habrá de definirse qué parti - cipación han podido tener en el acto de infracción (DIEZ-XXXXXX).
3. Los deberes del principal
La relación de gestión implica un conjunto de poderes del principal que son, al propio tiempo, derechos del gestor.
En sustancia, pueden enunciarse en tres planos: retribuir la gestión, facilitar al gestor los medios necesarios para el cumplimiento, y cubrir o dejar indemne al gestor de las consecuencias eventualmente dañosas de la gestión.
El principal ha de colaborar en la medida de lo preciso para que la gestión sea posible, y debe poner al gestor en condiciones para que cumpla su prestación. Si no lo hace en tiempo oportuno, estaremos ante un supuesto xx xxxx del acreedor, que evitará la del deudor y le exonerará de responsabilidad. Manifesta - ciones de este deber son la provisión de fondos (art. 1.728 del C.C.), entrega de documentos, y cesión o entrega de bienes o efectos que se requieran para llevar a cabo la gestión encomendada.
Por otra parte, aun cuando todavía en el Código Civil la gestión, en el modelo general del mandato, se supone gratuito (art. 1.1711), pues es claro que la norma no se aplica a las gestiones profesionales, si bien todavía en la jurisprudencia viene diciéndose que para que sea exigible la retribución debe ser probado el pacto en que se conviene la remuneración.
A juicio xx XXXX-XXXXXX la norma es seguramente anacrónica y hoy la presunción debería invertirse,
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lo que de momento puede salvarse con una interpretación más amplia del párrafo segundo del artículo 1.711, entendiendo que el encargo de gestión viene integrado por los usos del tráfico, incluso cuando los servicios objeto de la gestión no coinciden estrictamente con los que el mandatario viene a prestar como ocupación habitual.
El deber de cubrir o dejar indemne al gestor supone tanto el reembolso de los anticipos y de los gastos cuanto el resarcimiento de los daños, incluso fortuitos, sufridos por el gestor como consecuencia del cumplimiento del encargo (argumento ex art. 1.729 del C.C.). Este mismo deber implica que el principal asuma las obligaciones convenidas con terceros en el cumplimiento del encargo o cuando no haya lugar a ello, la facilitación de los medios necesarios para hacerlas frente.
V. Conclusiones
Hemos tratado de perfilar, en sus grandes rasgos, un modelo de relación de gestión, a partir de una definición de la gestión como un servicio, como una prestación de hacer. Carecemos, por ahora, de un modelo normativo que responda a las necesidades actuales del tráfico. El modelo de relación gestoria sigue siendo el contrato de mandato, cuyas normas, por obsoletas o anacrónicas o bien por insuficientes, han de ser integradas con las que el Código de Comercio contiene para la comisión y con las que han tenido que ir creándose unas veces por la ley, como en el caso del contrato de agencia, y otras veces por los usos y por la jurisprudencia, como en el caso del corretaje.
Abrimos de este modo un debate que todavía requiere ulteriores desarrollos, especialmente frente al proyecto xx xxx en que se trata de reformar el Código Civil en materia de arrendamiento de servicios y de arrendamiento de obra (121/000043 de 1994).
Ni el proyecto ni la doctrina han encontrado claridad en la debatida cuestión de distinguir entre el arrendamiento de servicios y el mandato. Si la diferenciación ha de basarse en el criterio de la sustitución y sustituibilidad (sentencia del T.S. de 14 xx xxxx de 1986), frente a la consideración de las cualidades técnicas o profesionales, convendremos con el profesor XXXXX y XXXXX (La proyectada nueva regulación del contrato de servicios en el Código Civil, Ponencia al Congreso de la Asociación de Profesores de Derecho Civil, Jaén, 1995) en que se trata de un criterio impreciso, en que se barajan aproximaciones de carácter más sociológico que jurídico, con lo que se encubre la idea de que para prestar un servicio se han de poseer cualidades técnicas o profesionales, mientras que la posesión de algún tipo de cualidad técnica o profesional no es, en principio, necesaria o propia del mandato).
Pero este criterio, además de otras críticas, merece la fundamental de que se ha de aceptar que el mandato consiste, en sí y por sí, en una prestación de servicios en la que frecuentemente se contiene un elemento de representación.
Acaso no es necesario llegar a la supresión de la figura del arrendamiento de servicios, como hace la Compilación Navarra, cuyo preámbulo señala «la eliminación de la superada figura del arrendamiento de servicios que, en la medida en que no queda regulada como contrato de trabajo, se somete a las reglas del mandato, orillándose así una ya ociosa discusión de los autores, que hace tiempo debiera haber sido olvi - dada», y cuya Ley 562 habla de «contrato de prestación de servicios», al que se aplica la regulación prevista para el mandato y la gestión de negocios, pero en todo caso es conveniente configurar un esquema negocial o contractual del servicio de gestión a partir de elementos del mandato y de la, en efec - to, vieja y superada figura del arrendamiento de servicios, al menos tal y como la configura el Código Civil.
par Porque no hay mandato sin servicio de gestión, más o menos amplio, más o menos continuado, más o menos representativo. Y no hay tampoco una representación que no implique una cierta dosis de gestión. Y gestión de asuntos ajenos. La gestión es un servicio específico y que, en cuanto remunerada,
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contiene elementos que hoy están dispersos en la regulación del mandato, en la construcción doctrinal de la representación o en otras figuras típicas mercantiles o civiles, como la agencia o la comisión. Pero pensamos que tampoco la distinción entre lo civil y lo mercantil tiene futuro.
Otra cosa es que convenga, y cierto es que conviene, extraer la idea de representación de servicios remunerados del modelo de la locatio-conductio operarum. Se llegó a esta figura a través de la ficción medieval que consideraba como susceptible de disfrute el factum sarciendi vel poliendi o, en general, el hecho de un servidor, de un colaborador o de un trabajador que prestara utilidad al comitente. El hecho se cosificaba y se hacía objeto de disfrute, como una cosa, por parte de quien lo encargaba, con lo que de este modo el autor del hecho (arrendador) podía decirse que lo cedía en arrendamiento al que debía bene - ficiarse de su utilidad y pagar por ello (arrendatario). Es, en efecto, una figura absolutamente arcaica, que conviene abandonar en tiempos en que el desarrollo de las relaciones laborales han venido ha incluir entre ellas la mayor parte de los supuestos del viejo arrendamiento de servicios.
Pero quedan los servicios profesionales, es decir, los que se prestan sin dependencia ni subordinación. Estos no pueden ser entendidos como arrendamientos, pero pueden ser configurados como relaciones contractuales que son manifestación de un modelo de prestación de actividad que hoy por hoy no contiene el Código Civil y que se ha de construir con materiales procedentes del mandato, de la representación y de otras figuras contractuales. Entre tales servicios se encuentra el que consiste en cuidar, conducir o gestio - nar asuntos o encargos de otra persona, en interés de este. Lo hemos llamado «relación de gestión» y hemos intentado ofrecer unos primeros materiales para construirlo.
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